En un parpadeo es el libro que ha escrito Walter Murch, el montajista de películas como La conversación, El Padrino II o Apocalypse Now, de Francis Ford Coppola, quien comparándose con él lo ha definido así:
"Somos tan distintos: yo tomo decisiones instantáneas confiando solo en mi emoción y mi intuición, Walter, en cambio, es pensativo, cuidadoso y metódico en cada paso. Yo alterno entre la exaltación y el desaliento, y Walter es constante, cálido y tranquilo. Tanto o más ingenioso e intuitivo que yo, él además tiene constancia. Walter es un pionero, como me gustaría serlo, y es el tipo de persona que debe ser escuchada cuidadosamente y debe disfrutarse".
A continuación, un fragmento de "En un parpadeo", donde Walter Murch define su actividad:
"Mirando fuera del borde del cuadro
El editor es una de las pocas personas que trabajan en la producción de una película, que no conoce las condiciones exactas bajo las que fue rodada (o que tiene la posibilidad de no saberlo) y a la vez ser alguien que puede tener una tremenda influencia en la película.
Si ha estado involucrado en el rodaje la mayoría del tiempo, como ocurre con los actores, el productor, el director, el operador de cámara, el director de arte, etc., entonces estará al tanto de las condiciones, a veces sangrientas, de gestación y logro de cada uno de los planos. Y cuando revise el material, no podrá dejar de sentirse influenciado, porque en su mente, estará viendo, por fuera del borde del cuadro, todo lo que estaba sucediendo allí, física y emocionalmente, más allá de lo que realmente se fotografió.
'Nos costó mucho conseguir ese plano, tiene que estar en la película'. Usted (el director, en este caso) se convence de que lo que consiguió era lo que buscaba, pero existe una gran posibilidad de que pueda verse obligado a verlo de esa manera, porque le costó mucho dinero, esfuerzo, o tiempo, el conseguirlo.
De la misma manera, hay casos en los que, cuando rueda algo que detesta, cuando todos están de mal humor, y usted dice, protestando: 'Bueno, lo haremos, conseguiremos este maldito primerísimo primer plano como sea y terminemos con esto'. Después, cuando mira esa toma, todo lo que puede recordar, es el momento odioso en que fue hecha, y eso puede enceguecerlo ante los verdaderos potenciales que podría tener en un contexto diferente.
El editor, por otro lado, debe intentar ver lo que está en la pantalla, lo que realmente percibirá el público. Sólo de esta la manera las imágenes se verán libres del contexto de su creación. Enfocando en la pantalla, el editor debe usar los momentos que deban usarse, aun cuando ellos puedan haber sido rodados bajo coacción, y rechazar aquellos momentos que deban rechazarse, aunque ellos hayan costado una cantidad increíble de dinero, esfuerzo o dolor.
Supongo que estoy insistiendo en la preservación de un cierto tipo de virginidad. No se permita estar necesariamente impregnado por las condiciones del rodaje. Intente mantenerse al tanto de lo que está pasando, pero manteniendo un conocimiento específico tan pequeño como le sea posible, porque, finalmente, el público no sabe nada de todo esto, y usted debe ser el defensor del público.
El director, por supuesto, es la persona más familiarizada con todas las cosas que pasaron durante el rodaje, porque él es quien cargó con la mayoría de estos avatares, con toda la información del fuera del borde del cuadro. Entre el final del rodaje y antes de que el primer corte esté terminado, lo mejor que le puede pasar al director (y a la película) es que le diga adiós a todos y desaparezca por dos semanas en las montañas, o en el mar, o que se vaya a Marte o a alguna otra parte, e intente descargar este lastre.
Dondequiera que vaya, debe intentar pensar, tanto como le sea posible, sobre cosas que no tengan nada, absolutamente nada, que ver con la película. Es difícil, pero es necesario crear una barrera, una pared, entre el rodaje y la edición. Fred Zinnemann se iba y trepaba a los Alpes después del final del rodaje, sólo para ponerse en una situación potencialmente peligrosa y amenazante, donde tenía que pensar en estar allí y no en convivir con los problemas de la película. Entonces, después de unas semanas, volvía de los Alpes, de nuevo a la tierra, se sentaba en un cuarto oscuro, solo, la luz del arco voltaico se encendía, y miraba su película. Todavía estaba, inherentemente, lleno de esas imágenes de más allá del borde del cuadro (un director nunca será totalmente capaz de olvidarlas), pero si hubiera ido en forma directa del rodaje a la edición, la confusión lo habría embargado, y hubiese mezclado dos procesos diferentes del pensamiento: el del rodaje y el de la edición.
Haga todo lo que pueda para ayudar al director a erigir esta barrera, para que cuando él vea la película de nuevo, pueda decir: 'Bien, voy a suponer que yo no tenía nada que ver con esta película. Necesita algún trabajo. ¿Que se necesita hacer?'. Y el editor debe luchar tan duro como sea para apartar los deseos de lo que realmente está filmado, sin abandonar nunca los sueños sobre la película, pero intentando de todas maneras ver lo que realmente está en la pantalla.
Soñando en pareja
De muchas maneras, el editor de la película realiza el mismo papel para con el director que el editor de textos lo hace con el escritor, para animarlo en ciertos cursos de acción, aconsejarlo contra otros, para discutir si se debe incluir algún material específico en el trabajo terminado o si el nuevo material necesita tener agregados. Sin embargo, es el escritor quien entonces se va y reúne las palabras.
Pero en una película, el editor tiene también la responsabilidad por congregar las imágenes (es decir, las "palabras") en un cierto orden y con un cierto ritmo. Y aquí toma el papel del director para ofrecer consejo y asemejarse en mucho al momento donde el director habría aconsejado a un actor que interpreta un papel. Parece que la relación entre editor/director oscila de un lado a otro durante el curso del proyecto, en una ecuación donde el numerador se vuelve denominador y viceversa.
En psicoterapia hay una técnica que pone al paciente (el soñador, en este caso) junto con alguien que tiene que escuchar el sueño. Lo más pronto posible después de despertarse, el soñador se encuentra con su oyente para repasar los sueños de la noche anterior. Frecuentemente no hay nada, o simplemente hay una sola y
deplorable imagen, pero esto normalmente es suficiente para iniciar el proceso. Una vez que la imagen se describe, el trabajo del oyente es proponer una sucesión imaginaria de eventos basada en ese fragmento. Un avión, por ejemplo, es algo que todos recuerdan. El oyente propone inmediatamente que debe de haber sido un avión de transporte, que vuela por encima de Tahití, lleno de pelotas de golf para un torneo en Indonesia. Ni bien escucha esta descripción que se le ha ofrecido, el soñador protesta: 'No, era un biplano, y volaba encima de los campos de batalla en Francia, y Hannibal estaba disparándole flechas desde su legión de elefantes'. En otras palabras, el propio sueño, escondido en la memoria, se levanta en defensa propia, cuando se ve desafiado por una versión alternativa, y se re(b)vela. Esta revelación sobre los biplanos y los elefantes puede incitar al oyente a su vez para elaborar otra improvisación, que sacará hacia afuera otro aspecto del sueño oculto y así sucesivamente, hasta revelar tanto del sueño como sea posible.
En la relación entre director y editor pasa algo similar, donde el director generalmente es el soñador y el editor es el oyente. Aún incluso para la mayoría de los directores bien preparados, hay limites a la imaginación y a la memoria, particularmente al nivel de detalle fino, y es trabajo del editor el proponer guiones alterados, como un cebo para animar al sueño durmiente a subir en su defensa y así revelarse más totalmente. Y estos guiones alternativos se despliegan desde un nivel más general: ¿debe quitarse tal y cual escena para el bien del todo?, hasta el nivel de máximo detalle: ¿debe terminar este plano en este cuadro, o 1/24 de segundo más tarde, en el próximo?
Pero a veces el editor es el soñador", y el director el oyente, y será él quien ahora haga las ofertas, el cebo, para tentar al sueño colectivo, para revelar más sobre él. Como cualquier pescador puede decirle, 'es la calidad del cebo la que determina el tipo de pez que se pesque'.
miércoles, 23 de febrero de 2011
Tener la visión , segun Einsenstein
En el anexo de La forma del cine, escrito por Sergei Eisenstein, aparecen dos textos que han sido recogidos bajo el título “Notas del laboratorio de un director”, tomadas mientras el autor soviético trabajaba en Iván el Terrible, y tenían como finalidad acompañar los esbozos de las escenas realizadas en la preproducción.
Hoy publicaremos la primera de ellas, que trata sobre la visión del creador.
La primera visión
Lo más importante es tener la visión. El siguiente paso es aprehenderla y conservarla. Aquí no hay diferencia si lo que se hace es estar escribiendo un guión, planeando la producción como un todo, o pensando una solución para un detalle específico.
Hay que ver y sentir lo que se está pensando. Hay que verlo y asirlo. Hay que asirlo y fijarlo en la memoria y los sentidos. Y hay que hacerlo cuanto antes.
Cuando uno está en buen ánimo para escribir, las imágenes se arremolinan en nuestra agitada imaginación. Estar a la par de ellas y atraparlas es muy parecido a vérselas con un banco de arenques.
De pronto se ve el bosquejo de toda la escena e, irguiéndose simultáneamente ante este mismo ojo interno, un primer plano en pleno detalle: una cabeza dentro de una gran gorguera blanca.En el momento que capta tu imaginación –de las figuras que pasan– un rasgo característico de la espalda del zar Iván en el confesionario, hay que dejar caer el lápiz, tomar la pluma y trazar el diálogo para esta escena, y antes de que se seque la tinta, el lápiz nuevamente está haciendo notas de alguna imagen que se nos presentó durante el diálogo –de la larga cabellera blanca del sacerdote, que desciende como un pabellón sobre la grisácea cabeza del zar.
Antes de terminar con este estado de ánimo, uno se encuentra dibujando con la pluma y tomando notas a lápiz para el diálogo –en las hojas de los dibujos.
Las direcciones se transforman en dibujos; las voces y entonaciones de los diversos personajes se dibujan como una serie de expresiones faciales. Escenas enteras adoptan primero la forma de tandas de dibujos antes de que se revistan con palabras.
De esta manera montañas de carpetas repletas de dibujos se acumulan en torno a la escritura del guión –y se multiplican a medida que se va concibiendo el plan de la producción– y se convierten en un problema de almacenamiento a medida que se van elaborando los detalles de las secuencias y las mises-en-scѐne.
No son más que intentos por aprehender taquigráficamente los rasgos de las imágenes que destellan en la mente cuando se piensan los detalles individuales de la película. Estos dibujos no pretenden ser más que eso y, como tales, no tienen pretensiones.
Pero tampoco pueden exigir menos que eso. En ellos se han afianzado los elementos
principales, iniciales de las ideas que posteriormente serán trabajadas, desarrolladas y realizadas en el curso de las semanas y meses por venir: mediante el trabajo del diseñador que tendrá que transformar los burdos bosquejos en un sistema de planos para los escenarios, con el trabajo del maquillista que tendrá que forcejear durante horas con la base del maquillaje y las pelucas para obtener en la pantalla el mismo efecto que la suave presión del lápiz indicó tan libremente sobre el papel.
Durante días lucharemos con el terco textil, cortándolo y plegándolo para capturar ese ritmo de dobleces que de pronto me golpeó cuando cerré los ojos sobre ese pedacito de brocado y logré imaginarme una procesión de boyardos en pesadas vestimentas avanzando lentamente hasta las habitaciones del agonizante zar.
Y el incomparablemente ágil y flexible cuerpo de Cherkasov practicará larga y agotadoramente para reproducir la trágica curva de la figura del zar Iván, tan espontáneamente impresa en el papel como set-ups de la cámara. En intención estos dibujos no son más (pero tampoco menos) que esos juguetes de papel japoneses, que cuando uno los echa en agua tibia se desdoblan y les salen tallos, hojas y flores de formas fantásticas y sorprendentes.
En suma, para cambiar la imagen, no son más que levantar una punta del velo de la cocina creativa que es una producción fílmica.
Aquí se calcula un punto de vista de la cabeza que se levanta súbitamente y de la gorguera.
Aquí se analiza la posición característica de los dedos y las manos en las pinturas del Greco.
Por último, se presenta un desafío para la intersección más efectiva de la curva de un arco personificada por una figura alta y oscura en el trasfondo.
Algunas veces la sugerencia plasmada en el papel será desarrollada y transferida a la pantalla. Otras se tachará. Otras más la contribución de un actor, o alguna posibilidad imprevista (o más frecuentemente una imposibilidad) de iluminación o cualquier tipo de circunstancia de producción alterará o hará revisar la visión original. Pero incluso aquí, con otros medios y métodos, se logrará transmitir en la obra terminada esa semilla invaluable que estaba en la visión original de lo que uno esperaba ver en la pantalla.
Hoy publicaremos la primera de ellas, que trata sobre la visión del creador.
La primera visión
Lo más importante es tener la visión. El siguiente paso es aprehenderla y conservarla. Aquí no hay diferencia si lo que se hace es estar escribiendo un guión, planeando la producción como un todo, o pensando una solución para un detalle específico.
Hay que ver y sentir lo que se está pensando. Hay que verlo y asirlo. Hay que asirlo y fijarlo en la memoria y los sentidos. Y hay que hacerlo cuanto antes.
Cuando uno está en buen ánimo para escribir, las imágenes se arremolinan en nuestra agitada imaginación. Estar a la par de ellas y atraparlas es muy parecido a vérselas con un banco de arenques.
De pronto se ve el bosquejo de toda la escena e, irguiéndose simultáneamente ante este mismo ojo interno, un primer plano en pleno detalle: una cabeza dentro de una gran gorguera blanca.En el momento que capta tu imaginación –de las figuras que pasan– un rasgo característico de la espalda del zar Iván en el confesionario, hay que dejar caer el lápiz, tomar la pluma y trazar el diálogo para esta escena, y antes de que se seque la tinta, el lápiz nuevamente está haciendo notas de alguna imagen que se nos presentó durante el diálogo –de la larga cabellera blanca del sacerdote, que desciende como un pabellón sobre la grisácea cabeza del zar.
Antes de terminar con este estado de ánimo, uno se encuentra dibujando con la pluma y tomando notas a lápiz para el diálogo –en las hojas de los dibujos.
Las direcciones se transforman en dibujos; las voces y entonaciones de los diversos personajes se dibujan como una serie de expresiones faciales. Escenas enteras adoptan primero la forma de tandas de dibujos antes de que se revistan con palabras.
De esta manera montañas de carpetas repletas de dibujos se acumulan en torno a la escritura del guión –y se multiplican a medida que se va concibiendo el plan de la producción– y se convierten en un problema de almacenamiento a medida que se van elaborando los detalles de las secuencias y las mises-en-scѐne.
No son más que intentos por aprehender taquigráficamente los rasgos de las imágenes que destellan en la mente cuando se piensan los detalles individuales de la película. Estos dibujos no pretenden ser más que eso y, como tales, no tienen pretensiones.
Pero tampoco pueden exigir menos que eso. En ellos se han afianzado los elementos
principales, iniciales de las ideas que posteriormente serán trabajadas, desarrolladas y realizadas en el curso de las semanas y meses por venir: mediante el trabajo del diseñador que tendrá que transformar los burdos bosquejos en un sistema de planos para los escenarios, con el trabajo del maquillista que tendrá que forcejear durante horas con la base del maquillaje y las pelucas para obtener en la pantalla el mismo efecto que la suave presión del lápiz indicó tan libremente sobre el papel.
Durante días lucharemos con el terco textil, cortándolo y plegándolo para capturar ese ritmo de dobleces que de pronto me golpeó cuando cerré los ojos sobre ese pedacito de brocado y logré imaginarme una procesión de boyardos en pesadas vestimentas avanzando lentamente hasta las habitaciones del agonizante zar.
Y el incomparablemente ágil y flexible cuerpo de Cherkasov practicará larga y agotadoramente para reproducir la trágica curva de la figura del zar Iván, tan espontáneamente impresa en el papel como set-ups de la cámara. En intención estos dibujos no son más (pero tampoco menos) que esos juguetes de papel japoneses, que cuando uno los echa en agua tibia se desdoblan y les salen tallos, hojas y flores de formas fantásticas y sorprendentes.
En suma, para cambiar la imagen, no son más que levantar una punta del velo de la cocina creativa que es una producción fílmica.
Aquí se calcula un punto de vista de la cabeza que se levanta súbitamente y de la gorguera.
Aquí se analiza la posición característica de los dedos y las manos en las pinturas del Greco.
Por último, se presenta un desafío para la intersección más efectiva de la curva de un arco personificada por una figura alta y oscura en el trasfondo.
Algunas veces la sugerencia plasmada en el papel será desarrollada y transferida a la pantalla. Otras se tachará. Otras más la contribución de un actor, o alguna posibilidad imprevista (o más frecuentemente una imposibilidad) de iluminación o cualquier tipo de circunstancia de producción alterará o hará revisar la visión original. Pero incluso aquí, con otros medios y métodos, se logrará transmitir en la obra terminada esa semilla invaluable que estaba en la visión original de lo que uno esperaba ver en la pantalla.
Pescadores de perlas
En Linterna mágica (Tusquets editores), Ingmar Bergman define en pocas palabras qué es un director de cine. Lo dice así:
"A veces echo en falta intensamente a todos y a todo. Comprendo lo que Fellini quiere decir cuando sostiene que para él hacer cine es una manera de vivir. Entiendo también la pequeña anécdota que contó de Anita Ekberg. Su última escena en La dolce vita se desarrollaba en un coche que estaba en el plató. Una vez filmada la escena, con la que terminaba su papel en la película, ella se echó a llorar y se negó a abandonar el coche agarrándose al volante. Tuvieron que utilizar una suave violencia para sacarla del estudio.
A veces hay una especial felicidad en ser director de cine. Una expresión no ensayada nace en un instante y la cámara la registra. Eso ocurrió hoy. Sin ensayarlo ni prepararlo, Alexander se queda muy pálido, una expresión de puro dolor se dibuja en su rostro. La cámara registra el instante. El dolor, el inasible, pasó unos segundos por su rostro y nunca volvió, tampoco había estado allí antes, pero la película captó el instante preciso. Entonces me parece que todos esos días y meses de minuciosa planificación han valido la pena. Tal vez yo viva para esos cortos instantes. Como un pescador de perlas."
Lo mismo le pasa a un escritor que busca esos segundos magicos ...que resultan en buenso escritos.
"A veces echo en falta intensamente a todos y a todo. Comprendo lo que Fellini quiere decir cuando sostiene que para él hacer cine es una manera de vivir. Entiendo también la pequeña anécdota que contó de Anita Ekberg. Su última escena en La dolce vita se desarrollaba en un coche que estaba en el plató. Una vez filmada la escena, con la que terminaba su papel en la película, ella se echó a llorar y se negó a abandonar el coche agarrándose al volante. Tuvieron que utilizar una suave violencia para sacarla del estudio.
A veces hay una especial felicidad en ser director de cine. Una expresión no ensayada nace en un instante y la cámara la registra. Eso ocurrió hoy. Sin ensayarlo ni prepararlo, Alexander se queda muy pálido, una expresión de puro dolor se dibuja en su rostro. La cámara registra el instante. El dolor, el inasible, pasó unos segundos por su rostro y nunca volvió, tampoco había estado allí antes, pero la película captó el instante preciso. Entonces me parece que todos esos días y meses de minuciosa planificación han valido la pena. Tal vez yo viva para esos cortos instantes. Como un pescador de perlas."
Lo mismo le pasa a un escritor que busca esos segundos magicos ...que resultan en buenso escritos.
sábado, 19 de febrero de 2011
Puto el que lee esto, por Roberto Fontanarrosa
Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora.
Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. "Puto el que lee esto", y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento..." Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross Macdonald.
Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante. Ese es el golpe que necesita un lector para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos que le quite el aliento y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el libro y abandoname si podés.
No me muevo bajo la influencia de consejos de maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo la línea marcada por un grande, Carlos Monzón, el fantástico campeón de los medio medianos. Pumba y a la lona. Paf... el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo. Carlitos lo decía claramente, con esa forma tan clara que tenía para hablar. "Para mí el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos." Y a un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo, estoy de acuerdo.
El lector no es mi amigo. El lector es alguien que les debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis libros. Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede admitir que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone. O que lo hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado. "Puto el que lee esto." Que sienta un golpe en el pecho y se dé por aludido, si tiene dignidad y algo de virilidad en los cojones.
"Es un golpe bajo", dirá algún crítico amanerado, de esos que gustan de Graham Greene o Kundera, de los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen Paris Review y están suscriptos en Le Monde Diplomatique. ¡Sí, señor -les contesto-, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien mil golpes bajos, para que me presten atención de una vez por todas. Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos. Decir: "Me voy con rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo todo lo que escribía, no los molesto más con mi producción", no. Ahí están los libros de Molière, de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo, rompiendo las pelotas todavía en las mesas de saldos.
Sabios eran los faraones que se enterraban con todo lo que tenían: sus perros, sus esposas, sus caballos, sus joyas, sus armas, sus pergaminos llenos de dibujos pelotudos, todo. Igual ejemplo deberían seguir los escritores cuando emprenden el camino hacia las dos dimensiones, a mirar los rabanitos desde abajo, otra buena frase por cierto. "Me voy, me muero, cagué la fruta -podría ser el postrer anhelo-. Que entierren conmigo mis escritos, mis apuntes, mis poemas, que total yo no estaré allí cuando alguien los recite en voz alta al final de una cena en los boliches." Que los quemen, qué tanto. Es lo que voy a hacer yo, téngalo por seguro, señor lector. Millones de libros, entonces, de escritores importantes y sesudos, de mediocres, tontos y banales, de señoras al pedo que decidían escribir sus consejos para cocinar, para hacer punto cruz, para enseñar cómo forrar una lata de bizcochos. Pelotudos mayores que dedicaron toda su vida, toda, al estudio exhaustivo de la vida de los caracoles, de los mamboretás, de los canguros, de los caballos enanos. Pensadores que creyeron que no podían abandonar este mundo sin dejar a las generaciones futuras su mensaje de luz y de esclarecimiento. Mecánicos dentales que supusieron urgente plasmar en un libro el porqué de la vital adhesividad de la pasta para las encías, señoras evolucionadas que pensaron que los niños no podrían llegar a desarrollarse sin leer cómo el gnomo Prilimplín vive en una estrella que cuelga de un sicomoro, historiadores que entienden imprescindible comunicar al mundo que el duque de La Rochefoucauld se hacía lavativas estomacales con agua alcanforada tres veces por día para aflojar el vientre, biólogos que se adentran tenazmente en la insondable vida del gusano de seda peruano, que cuando te descuidás te la agarra con la mano.
Allí, a ese mar de palabras, adjetivos, verbos y ditirambos, señores, hay que lanzar el nuevo libro, el nuevo relato, la nueva novela que hemos escrito desde los redaños mismos de nuestros riñones. Allí, a ese interminable mar de volúmenes flacos y gordos, altos y bajos, duros y blandos, hay que arrojar el propio, esperando que sobreviva. Un naufragio de millones y millones de víctimas, manoteando desesperadamente en el oleaje, tratando de atraer la atención del lector desaprensivo, bobo, tarado, que gira en torno a una mesa de saldos o novedades con paso tardío, distraído, pasando apenas la yema de sus dedos innobles sobre la cubierta de los libros, cautivado aquí y allá por una tapa más luminosa, un título más acertado, una faja más prometedora. Finge. El lector finge. Finge erudición y, quizás, interés. Está atento, si es hombre, a la minita que en la mesa vecina hojea frívolamente el último best-seller, a la señora todavía pulposa que parece abismarse en una novedad de autoayuda. Si es mujer, a la faja con el comentario elogioso del gurú de turno. Si es niño, a la musiquita maricona que despide el libro apenas lo abre con sus deditos de enano.
Y el libro está solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de libros que compiten con él para venderse. Sabe, con la sabiduría que le da la palabra escrita, que su tiempo es muy corto. Una semana, tal vez. Dos, con suerte. Después, si su reclamo no fue atractivo, si su oferta no resultó seductora, saldrá de la mesa exclusiva de las novedades VIP diríamos, para aterrizar en algún exhibidor alternativo, luego en algún estante olvidado, después en una mesa de saldos y por último, en el húmedo y oscuro depósito de la librería, nicho final para el intento fracasado. Ya vienen otros -le advierten-, vendete bien que ya vienen otros a reemplazarte, a sacarte del lugar, a empujarte hacia el filo de la mesa para que te caigas y te hagas mierda contra el piso alfombrado.
No desaparecerá tu libro, sin embargo, no, tenelo por seguro. Sea como fuere, es un símbolo de la cultura, un icono de la erudición, vale por mil alpargatas, tiene mayor peso específico que una empanada, una corbata o una licuadora. Irá, eso sí, con otros millones, al depósito oscuro y maloliente de la librería. No te extrañe incluso que vuelva un día, como el hijo pródigo, a la misma editorial donde lo hicieron. Y quede allí, al igual que esos residuos radioactivos que deben pasar una eternidad bajo tierra, encerrados en cilindros de baquelita, teflón y plastilina para que no contaminen el ambiente, hasta que puedan convertirse en abono para las macetas de las casas solariegas.
De última, reaparecerá de nuevo, Lázaro impreso, en la mano de algún boliviano indocumentado, junto a otros dos libros y una birome, como oferta por única vez y en carácter de exclusividad, a bordo de un ómnibus de línea o un tren suburbano, todo por el irrisorio precio de un peso. Entonces, caballeros, no esperen de mí una lucha limpia. No la esperen. Les voy a pegar abajo, mis amigos, debajo del cinturón, justo a los huevos, les voy a meter los dedos en los ojos y les voy a rozar con mi cabeza la herida abierta de la ceja.
"Puto el que lee esto."
John Irving es una mentira, pero al menos no juega a ser repugnante como Bukowski ni atildadamente pederasta como James Baldwin. Y dice algo interesante uno de sus personajes por ahí, creo que en El mundo según Garp: "Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber cómo termina la historia". Buena, John, me gusta eso. Te están contando algo, querido lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está contando, por ejemplo en el club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el culo a patadas cuando se puso pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés que ir, porque tenés que trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o el auto mal estacionado, o porque tu propia mujer te va a armar un quilombo de órdago si de nuevo llegás tarde como la vez pasada. Pero te quedás, carajo. Te quedás porque si hay algo que tiene de bueno el sorete de Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los dioses y ahora te está explicando cómo el boludo de Ernesto le rozaba las tetas a la mujer de Rodríguez cada vez que se inclinaba a servirle vino y él pensaba que Rodríguez no lo veía. No te podés ir a tu casa antes de que Chiquito termine con su relato, entendelo. Mirás el reloj como buen dominado que sos, le pedís a Chiquito que la haga corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la grúa, que ya se te habrá carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí porque querés eso que el maricón de John Irving decía con tanta gracia: querés saber cómo termina la historia, querido, eso querés.
Entonces yo, que soy un literato, que he leído a más de un clásico, que he publicado más de tres libros, que escribo desde el fondo mismo de las pelotas, que me desgarro en cada narración, que estudio concienzudamente cómo se describe y cómo se lee, que me he quemado las pestañas releyendo a Ezra Pound, que puedo puntuar de memoria y con los ojos cerrados y en la oscuridad más pura un texto de setenta y ocho mil caracteres, que puedo dictaminar sin vacilación alguna cuándo me enfrento con un sujeto o con un predicado, yo, señores, premio Cinta de Plata 1989 al relato costumbrista, pese a todo, debo compartir cartel francés con cualquier boludo. Mi libro tendrá, como cualquier hijo de vecino, que zambullirse en las mesas de novedades junto a otros millones y millones de pares, junto al tratado ilustrado de cómo cultivar la calabaza y al horóscopo coreano de Sabrina Pérez, junto a las cien advertencias gastronómicas indispensables de Titina della Poronga y las memorias del actor iletrado que no puede hacer la O ni con el culo de un vaso, pero que se las contó a un periodista que le hace las veces de ghost writer. Y no estaré allí yo para ayudarlo, para decirle al lector pelotudo que recorre con su vista las cubiertas con un gesto de desdén obtuso en su carita: "Éste es el libro. Éste es el libro que debe comprar usted para que cambie su vida, caballero, para que se le abra el intelecto como una sandía, para que se ilustre, para que mejore su aliento de origen bucal, estimule su apetito sexual y se encame esta misma noche con esa potra soñada que nunca le ha dado bola".
Y allí estará la frase, la que vale, la que pega. El derechazo letal del Negro Monzón en el entrecejo mismo del tano petulante, el trompadón insigne que sacude la cabeza hacia atrás y hacia adelante como perrito de taxi y un montón de gotitas de sudor, de agua y desinfectante que se desprenden del bocho de ese gringo que se cae como si lo hubiese reventado un rayo. "Puto el que lee esto." Aunque después el relato sea un cuentito de burros maricones como el de Platero y yo, con el Angelus que impregna todo de un color malva plañidero. Aunque la novela después sea la historia de un seminarista que vuelve del convento. Aunque el volumen sea después un recetario de cocina que incluya alimentos macrobióticos.
No esperen, de mí, ética alguna. Sólo puedo prometerles, como el gran estadista, sangre, sudor y lágrimas en mis escritos. El apetito por más y la ansiedad por saber qué es lo que va a pasar. Porque digo que es puto el que lee esto y lo sostengo. Y paso a contarles por qué lo afirmo, por qué tengo autoridad para decirlo y por qué conozco tanto sobre su intimidad, amigo lector, mucho más de lo que usted nunca hubiese temido imaginar. Sí, a usted le digo. Al que sostiene este libro ahora y aquí, el que está temiendo, en suma, aparecer en el renglón siguiente con nombre y apellido. Nombre y apellido. Con todas las letras y hasta con el apodo. A usted le digo.
Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. "Puto el que lee esto", y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento..." Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross Macdonald.
Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante. Ese es el golpe que necesita un lector para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos que le quite el aliento y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el libro y abandoname si podés.
No me muevo bajo la influencia de consejos de maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo la línea marcada por un grande, Carlos Monzón, el fantástico campeón de los medio medianos. Pumba y a la lona. Paf... el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo. Carlitos lo decía claramente, con esa forma tan clara que tenía para hablar. "Para mí el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos." Y a un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo, estoy de acuerdo.
El lector no es mi amigo. El lector es alguien que les debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis libros. Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede admitir que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone. O que lo hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado. "Puto el que lee esto." Que sienta un golpe en el pecho y se dé por aludido, si tiene dignidad y algo de virilidad en los cojones.
"Es un golpe bajo", dirá algún crítico amanerado, de esos que gustan de Graham Greene o Kundera, de los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen Paris Review y están suscriptos en Le Monde Diplomatique. ¡Sí, señor -les contesto-, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien mil golpes bajos, para que me presten atención de una vez por todas. Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos. Decir: "Me voy con rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo todo lo que escribía, no los molesto más con mi producción", no. Ahí están los libros de Molière, de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo, rompiendo las pelotas todavía en las mesas de saldos.
Sabios eran los faraones que se enterraban con todo lo que tenían: sus perros, sus esposas, sus caballos, sus joyas, sus armas, sus pergaminos llenos de dibujos pelotudos, todo. Igual ejemplo deberían seguir los escritores cuando emprenden el camino hacia las dos dimensiones, a mirar los rabanitos desde abajo, otra buena frase por cierto. "Me voy, me muero, cagué la fruta -podría ser el postrer anhelo-. Que entierren conmigo mis escritos, mis apuntes, mis poemas, que total yo no estaré allí cuando alguien los recite en voz alta al final de una cena en los boliches." Que los quemen, qué tanto. Es lo que voy a hacer yo, téngalo por seguro, señor lector. Millones de libros, entonces, de escritores importantes y sesudos, de mediocres, tontos y banales, de señoras al pedo que decidían escribir sus consejos para cocinar, para hacer punto cruz, para enseñar cómo forrar una lata de bizcochos. Pelotudos mayores que dedicaron toda su vida, toda, al estudio exhaustivo de la vida de los caracoles, de los mamboretás, de los canguros, de los caballos enanos. Pensadores que creyeron que no podían abandonar este mundo sin dejar a las generaciones futuras su mensaje de luz y de esclarecimiento. Mecánicos dentales que supusieron urgente plasmar en un libro el porqué de la vital adhesividad de la pasta para las encías, señoras evolucionadas que pensaron que los niños no podrían llegar a desarrollarse sin leer cómo el gnomo Prilimplín vive en una estrella que cuelga de un sicomoro, historiadores que entienden imprescindible comunicar al mundo que el duque de La Rochefoucauld se hacía lavativas estomacales con agua alcanforada tres veces por día para aflojar el vientre, biólogos que se adentran tenazmente en la insondable vida del gusano de seda peruano, que cuando te descuidás te la agarra con la mano.
Allí, a ese mar de palabras, adjetivos, verbos y ditirambos, señores, hay que lanzar el nuevo libro, el nuevo relato, la nueva novela que hemos escrito desde los redaños mismos de nuestros riñones. Allí, a ese interminable mar de volúmenes flacos y gordos, altos y bajos, duros y blandos, hay que arrojar el propio, esperando que sobreviva. Un naufragio de millones y millones de víctimas, manoteando desesperadamente en el oleaje, tratando de atraer la atención del lector desaprensivo, bobo, tarado, que gira en torno a una mesa de saldos o novedades con paso tardío, distraído, pasando apenas la yema de sus dedos innobles sobre la cubierta de los libros, cautivado aquí y allá por una tapa más luminosa, un título más acertado, una faja más prometedora. Finge. El lector finge. Finge erudición y, quizás, interés. Está atento, si es hombre, a la minita que en la mesa vecina hojea frívolamente el último best-seller, a la señora todavía pulposa que parece abismarse en una novedad de autoayuda. Si es mujer, a la faja con el comentario elogioso del gurú de turno. Si es niño, a la musiquita maricona que despide el libro apenas lo abre con sus deditos de enano.
Y el libro está solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de libros que compiten con él para venderse. Sabe, con la sabiduría que le da la palabra escrita, que su tiempo es muy corto. Una semana, tal vez. Dos, con suerte. Después, si su reclamo no fue atractivo, si su oferta no resultó seductora, saldrá de la mesa exclusiva de las novedades VIP diríamos, para aterrizar en algún exhibidor alternativo, luego en algún estante olvidado, después en una mesa de saldos y por último, en el húmedo y oscuro depósito de la librería, nicho final para el intento fracasado. Ya vienen otros -le advierten-, vendete bien que ya vienen otros a reemplazarte, a sacarte del lugar, a empujarte hacia el filo de la mesa para que te caigas y te hagas mierda contra el piso alfombrado.
No desaparecerá tu libro, sin embargo, no, tenelo por seguro. Sea como fuere, es un símbolo de la cultura, un icono de la erudición, vale por mil alpargatas, tiene mayor peso específico que una empanada, una corbata o una licuadora. Irá, eso sí, con otros millones, al depósito oscuro y maloliente de la librería. No te extrañe incluso que vuelva un día, como el hijo pródigo, a la misma editorial donde lo hicieron. Y quede allí, al igual que esos residuos radioactivos que deben pasar una eternidad bajo tierra, encerrados en cilindros de baquelita, teflón y plastilina para que no contaminen el ambiente, hasta que puedan convertirse en abono para las macetas de las casas solariegas.
De última, reaparecerá de nuevo, Lázaro impreso, en la mano de algún boliviano indocumentado, junto a otros dos libros y una birome, como oferta por única vez y en carácter de exclusividad, a bordo de un ómnibus de línea o un tren suburbano, todo por el irrisorio precio de un peso. Entonces, caballeros, no esperen de mí una lucha limpia. No la esperen. Les voy a pegar abajo, mis amigos, debajo del cinturón, justo a los huevos, les voy a meter los dedos en los ojos y les voy a rozar con mi cabeza la herida abierta de la ceja.
"Puto el que lee esto."
John Irving es una mentira, pero al menos no juega a ser repugnante como Bukowski ni atildadamente pederasta como James Baldwin. Y dice algo interesante uno de sus personajes por ahí, creo que en El mundo según Garp: "Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber cómo termina la historia". Buena, John, me gusta eso. Te están contando algo, querido lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está contando, por ejemplo en el club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el culo a patadas cuando se puso pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés que ir, porque tenés que trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o el auto mal estacionado, o porque tu propia mujer te va a armar un quilombo de órdago si de nuevo llegás tarde como la vez pasada. Pero te quedás, carajo. Te quedás porque si hay algo que tiene de bueno el sorete de Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los dioses y ahora te está explicando cómo el boludo de Ernesto le rozaba las tetas a la mujer de Rodríguez cada vez que se inclinaba a servirle vino y él pensaba que Rodríguez no lo veía. No te podés ir a tu casa antes de que Chiquito termine con su relato, entendelo. Mirás el reloj como buen dominado que sos, le pedís a Chiquito que la haga corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la grúa, que ya se te habrá carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí porque querés eso que el maricón de John Irving decía con tanta gracia: querés saber cómo termina la historia, querido, eso querés.
Entonces yo, que soy un literato, que he leído a más de un clásico, que he publicado más de tres libros, que escribo desde el fondo mismo de las pelotas, que me desgarro en cada narración, que estudio concienzudamente cómo se describe y cómo se lee, que me he quemado las pestañas releyendo a Ezra Pound, que puedo puntuar de memoria y con los ojos cerrados y en la oscuridad más pura un texto de setenta y ocho mil caracteres, que puedo dictaminar sin vacilación alguna cuándo me enfrento con un sujeto o con un predicado, yo, señores, premio Cinta de Plata 1989 al relato costumbrista, pese a todo, debo compartir cartel francés con cualquier boludo. Mi libro tendrá, como cualquier hijo de vecino, que zambullirse en las mesas de novedades junto a otros millones y millones de pares, junto al tratado ilustrado de cómo cultivar la calabaza y al horóscopo coreano de Sabrina Pérez, junto a las cien advertencias gastronómicas indispensables de Titina della Poronga y las memorias del actor iletrado que no puede hacer la O ni con el culo de un vaso, pero que se las contó a un periodista que le hace las veces de ghost writer. Y no estaré allí yo para ayudarlo, para decirle al lector pelotudo que recorre con su vista las cubiertas con un gesto de desdén obtuso en su carita: "Éste es el libro. Éste es el libro que debe comprar usted para que cambie su vida, caballero, para que se le abra el intelecto como una sandía, para que se ilustre, para que mejore su aliento de origen bucal, estimule su apetito sexual y se encame esta misma noche con esa potra soñada que nunca le ha dado bola".
Y allí estará la frase, la que vale, la que pega. El derechazo letal del Negro Monzón en el entrecejo mismo del tano petulante, el trompadón insigne que sacude la cabeza hacia atrás y hacia adelante como perrito de taxi y un montón de gotitas de sudor, de agua y desinfectante que se desprenden del bocho de ese gringo que se cae como si lo hubiese reventado un rayo. "Puto el que lee esto." Aunque después el relato sea un cuentito de burros maricones como el de Platero y yo, con el Angelus que impregna todo de un color malva plañidero. Aunque la novela después sea la historia de un seminarista que vuelve del convento. Aunque el volumen sea después un recetario de cocina que incluya alimentos macrobióticos.
No esperen, de mí, ética alguna. Sólo puedo prometerles, como el gran estadista, sangre, sudor y lágrimas en mis escritos. El apetito por más y la ansiedad por saber qué es lo que va a pasar. Porque digo que es puto el que lee esto y lo sostengo. Y paso a contarles por qué lo afirmo, por qué tengo autoridad para decirlo y por qué conozco tanto sobre su intimidad, amigo lector, mucho más de lo que usted nunca hubiese temido imaginar. Sí, a usted le digo. Al que sostiene este libro ahora y aquí, el que está temiendo, en suma, aparecer en el renglón siguiente con nombre y apellido. Nombre y apellido. Con todas las letras y hasta con el apodo. A usted le digo.
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