1. El cuento, género poco encasillable
(...) Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable; en segundo lugar, los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquéllos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.
2. Ajuste del tema a la forma
(...) Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les bastará escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquél que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con su circunstancia de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse ese secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial.
(...) Pienso que el tema comporta necesariamente su forma. Aunque a mí no me gusta hablar de temas; prefiero hablar de bloques. Repentinamente hay un conjunto, un punto de partida. Hice muchos de mis cuentos sin saber cómo iban a terminar, de la misma manera que no sabía lo que había en la popa del barco de Los premios, y eso vale para todo lo que he escrito.
Es lo que me interesa más: guardar esa especie de inocencia -una inocencia muy poco inocente, si usted quiere, porque finalmente soy un veterano de la escritura- como actitud fundamental frente a lo que va a ser escrito.
No sé si usted ha hecho la experiencia, pero hay escritores que proyectan escribir un libro y se lo cuentan a usted en detalle, en un café, todo está listo, todo planteado: cuando lo escriben, generalmente es un mal libro.
3. Brevedad
(...) el cuento contemporáneo se propone como una máquina infalible destinada a cumplir su misión narrativa con la máxima economía de medios; precisamente, la diferencia entre el cuento y lo que los franceses llaman nouvelle y los anglosajones long short story se basa en esa implacable carrera contra el reloj que es un cuento plenamente logrado.
4. Unidad y esfericidad.
(...) Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparar con la novela, género mucho más popular y sobre el que abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de lectura, sin otro límites que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede de las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En este sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que en una película es en principio un "orden abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brassai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knockout. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condensados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa "apertura" a que me refería antes.
(...) Cada vez que me ha tocado revisar la traducción de uno de mis relatos (o intentar la de otros autores, como alguna vez con Poe) he sentido hasta qué punto la eficacia y el sentido del cuento dependían de esos valores que dan su carácter específico al poema y también al jazz: la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de parámetros previstos, esa libertad fatal que no admite alteración sin una pérdida irrestañable. Los cuentos de esta especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo lector que los merezca: son criaturas vivientes, organismos completos, ciclos cerrados, y respiran.
(...) -¿Cómo se le presenta hoy la idea de un cuento?
-Igual que hace cuarenta años; en eso no he cambiado ni un ápice. De pronto a mí me invade eso que yo llamo una "situación", es decir que yo sé que algo me va a dar un cuento. Hace poco, en julio de este año, vi en Londres unos pósters de Glenda Jackson -una actriz que amo mucho- y bruscamente tuve el título de un cuento: "Queremos tanto a Glenda Jackson". No tenía más que el título y al mismo tiempo el cuento ya estaba, yo sabía en líneas generales lo que iba a pasar y lo escribí inmediatamente después. Cuando eso me cae encima y yo sé que voy a escribir un cuento, tengo hoy, como tenía hace cuarenta años, el mismo temblor de alegría, como una especie de amor; la idea de que va a nacer una cosa que yo espero que va a estar bien.
-¿Qué concepto tiene del cuento?
-Muy severo: alguna vez lo he comparado con una esfera; es algo que tiene un ciclo perfecto e implacable; algo que empieza y termina satisfactoriamente como la esfera en que ninguna molécula puede estar fuera de sus límites precisos.
5. El ritmo
(...) Cuando escribo percibo el ritmo de lo que estoy narrando, pero eso viene dentro de una pulsión. Cuando siento que ese ritmo cesa y que la frase entra en un terreno que podríamos llamar prosaico, me cuenta que tomo por un falsa ruta y me detengo. Sé que he fracasado. Eso se nota sobre todo en el final de mis cuentos, el final es siempre una frase larga o una acumulación de frases largas que tienen un ritmo perceptible si se las lee en voz alta. A mis traductores les exijo que vigilen ese ritmo, que hallen el equivalente porque sin él, aunque estén las ideas y el sentido, el cuento se me viene abajo.
6. Intensidad
(...) Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, hay solamente un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.
7. Objetivación del tema
(...) Un verso admirable de Pablo Neruda: "Mis criaturas nacen de un largo rechazo", me parece la mejor definición de un proceso en el que escribir es de alguna manera exorcizar, rechazar criaturas invasoras proyectándolas a una condición que paradójicamente les da existencia universal a la vez que las sitúa en el otro extremo del puente, donde ya no está el narrador que ha soltado la burbuja de su pipa de yeso. Quizá sea exagerado afirmar que todo cuento breve plenamente logrado, y en especial los cuentos fantásticos, son productos neuróticos, pesadillas o alucinaciones neutralizadas mediante la objetivación y el traslado a un medio exterior al terreno neurótico; de todas maneras, en cualquier cuento breve memorable se percibe esa polarización, como si el autor hubiera querido desprenderse lo antes posible y de la manera más absoluta de su criatura, exorcizándola en la única forma en que le era dado hacerlo: escribiéndola.
8. Temas significativos.
(...) Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no es tan sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi conciencia razonante, como si yo no fuera más que una médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero esto, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes de que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema.
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema debe ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotaban virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía conciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y más hermoso?
(...) Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores.
(...) Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá entre nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
miércoles, 30 de septiembre de 2009
Sobre la trama de una novela , por John Gardner
Sólo el escritor que ha llegado a comprender lo difícil que es contar una historia de excepcional calidad -sin manipulaciones fáciles, sin romper su continuaidad, sin jactancia ni cohibición- está en condiciones de apreciar en su totalidad la "generosidad" de la ficción.
En la mejor ficción narrativa, la trama no es una sucesión de sorpresas, sino una sucesión cada vez más emocionante de descubrimientos, o de momentos de comprensión. Un o de los errores más habituales de los escritores noveles (de los que entienden que escribir novela es contar historias) es creer que la fuerza del relato radica en la información que se retiene, es decir, en que el escritor consiga tener al lector siempre en sus manos, para descargarle el golpe definitivo cuando menos se lo espera. La ficción avara es aquélla en la que el autor se niega a tratar al lector de igual a igual
Supongamos, por ejemplo, que el escritor ha decidido contar la historia de un hombre que se traslada a vivir a una casa que está al lado de la casa de su hija, una jovencita que no sabe que su nuevo vecino es su padre. El hombre -llamémosle Frank- no le dice a la muchacha -que podría llamarse Wanda- que es hija suya. Se hacen amigos y, a pesar de la diferencia de edad, ella comienza a sentirse atraída sexualmente por él.
Lo que el escritor necio o inexperto hace con esta idea es ocultarle al lector la relación padre-hija hasta el último momento, y al llegar a este punta salta y exclama: "¡Sorpresa!" Si el escritor cuenta la historia desde el punto de vista del padre y se guarda un detalle tan importante, no respeta el tradicional pacto lector-escritor, es decir, le hace una jugarreta al primero.
Por otro lado, si la historia está contada desde el punto de vista de la hija, el recurso es legítimo porque el lector sólo puede saber lo que la chica sabe. Lo que ocurre entonces, sin embargo, es que el escritor hace mal uso de la idea. En esta historia, la hija es simplemente una víctima, puesto que no conoce los hechos que le permitían optar por alternativas, a saber: afrontar sus sentimientos y tomar una decisión, bien aceptando el papel de hija, bien escogiendo violar el tabú del incesto.
Cuando el personaje central es un víctima, no quien actúa, sino sobre quién se actúa, no puede haber auténtica intriga. Es cierto que en la gran narrativa no siempre es fácil distinguir si el personaje central es al mismo tiempo agente. La institutriz de Otra vuelta de tuerca negaría rotundamente que está actuando en complicidad con las fuerzas del mal, pero poco a poco, con gran horror por nuestra parte, nos damos cuenta de que así es.(...)
En el análisis final, la verdadera intriga viene con el dilema moral y la valentía de tomar decisiones y actuar en consecuencia. La falsa intriga proviene de la sucesión absurda y accidental de los acontecimientos. El escritor más hábil o experto proporciona al lector, a su debido tiempo, la información necesaria para comprender la historia, con lo que éste, a medida que lee, en lugar de preguntarse "¿Qué les ocurrirá ahora a los personajes?" lo que se plantea es: "¿Qué hará Frank a continuación?¿Qué diría Wanda si Frank decidiera...?" y así sucesivamente.
Al entrar en la historia de esta forma, el lector siente auténtica intriga, o lo que es lo mismo, auténtico interés por los personajes. Toma parte activa, por secundaria que sea, en el desarrollo de la historia: especula, intenta prever, y como se le ha proporcionado información importante, está en situación de advertir el error si el autor extrae conclusiones falsas o poco convincentes, si fuerza el desarrollo en una dirección que no sería natural, o si atribuye a los personajes sentimientos que nadie tendría de hallarse en lugar de éstos.
(...)La moralidad de la historia de Frank y Wanda no reside en que éstos opten por no cometer incesto o decidan que sí lo cometerán. La buena narrativa no se ocupa de los códigos de conducta -o, en todo caso, lo hace indirectamente- El joven escritor que comprende porqué es más inteligente presentar el caso de Frank y Wanda como una historia de dilema, sufrimiento y necesidad de optar por una u otra alternativa está en situación de comprender la generosidad de la buena narrativa. El escritor inteligente, para conferir fuerza a su relato, confía en los personajes y en el argumento, y no en la treta de guardarse información, ni siquiera en hacerlo al final.
Dicho de otra manera, el escritor procede abiertamente, evoluciona en la cuerda floja, sin red. Y también es generoso en el sentido de que, a pesar de su dominio de las técnicas narrativas, sólo recurre a las que convienen a la historia: es, literalmente, servidor de ésta y no un doncel que utiliza la historia como mera excusa para alardear. Aunque esto no quiere decir que el escritor no conceda importancia a la realización. Las técnicas que emplea porque la historia lo exige las emplea con brillantez. Trabaja totalmente al servicio de la historia, pero con elegancia.
(...) La buena novela, tiene hondura intelectual y emotiva, lo cual significa que una historia cuya idea central sea estúpida, por brillantemente contada que esté, lo será igualmente. Tomemos un ejemplo sencillo. Un joven periodista descubre que su padre, que es el alcalde de la ciudad y que ha sido siempre un héroe para él, en secreto posee burdeles y sex-shops y practica la usura.¿Descubrirá el pastel el hijo? Sean cuales fueren sus actividades secretas, ha sido el padre de nuestro periodista quién le ha enseñado todos los valores que defiende, entre ellos la integridad, la valentía y la conciencia social. ¿Qué hará el periodista?
¿Y a quién le importa?Como planteamiento es una imbecilidad. Su primer error es que el conflicto que presenta (¿qué es más importante, la integridad o la lealtad personal?) carece de interés. Es tan obvio que la integridad personal se puede someter a las exigencias de un tipo más elevado de integridad, que no vale la pena hablar de ello. Y en el caso de esta historia hipotética, la vileza del padre es de tal calibre que sólo a un tonto le atormentará la duda de si debe o no anteponer la lealtad personal.
El error más grave de esta idea es que no empieza por el personaje, sino por la situación. El personaje es la vida de la novela. el ambiente existe sólo para que el personaje tenga un entorno en el que moverse, algo que ayude a definirlo. el argumento existe para que el personaje pueda descubrir algo de sí mismo, y, en el proceso, revelar al lector cómo es él realmente: el argumento obliga al personaje a decidir y a actuar, lo transforma de estética construcción en ser humano vivo que toma decisiones y paga las consecuencias u obtiene recompensas.(...)
En casi toda buena novela, la forma básica -casi ineludiblemente- de la trama es: un personaje central quiere algo, lo persigue a pesar de la oposición que encuentra (en la que, quizá, se incluyan sus propias dudas) y gana, pierde o se inhibe.
En la mejor ficción narrativa, la trama no es una sucesión de sorpresas, sino una sucesión cada vez más emocionante de descubrimientos, o de momentos de comprensión. Un o de los errores más habituales de los escritores noveles (de los que entienden que escribir novela es contar historias) es creer que la fuerza del relato radica en la información que se retiene, es decir, en que el escritor consiga tener al lector siempre en sus manos, para descargarle el golpe definitivo cuando menos se lo espera. La ficción avara es aquélla en la que el autor se niega a tratar al lector de igual a igual
Supongamos, por ejemplo, que el escritor ha decidido contar la historia de un hombre que se traslada a vivir a una casa que está al lado de la casa de su hija, una jovencita que no sabe que su nuevo vecino es su padre. El hombre -llamémosle Frank- no le dice a la muchacha -que podría llamarse Wanda- que es hija suya. Se hacen amigos y, a pesar de la diferencia de edad, ella comienza a sentirse atraída sexualmente por él.
Lo que el escritor necio o inexperto hace con esta idea es ocultarle al lector la relación padre-hija hasta el último momento, y al llegar a este punta salta y exclama: "¡Sorpresa!" Si el escritor cuenta la historia desde el punto de vista del padre y se guarda un detalle tan importante, no respeta el tradicional pacto lector-escritor, es decir, le hace una jugarreta al primero.
Por otro lado, si la historia está contada desde el punto de vista de la hija, el recurso es legítimo porque el lector sólo puede saber lo que la chica sabe. Lo que ocurre entonces, sin embargo, es que el escritor hace mal uso de la idea. En esta historia, la hija es simplemente una víctima, puesto que no conoce los hechos que le permitían optar por alternativas, a saber: afrontar sus sentimientos y tomar una decisión, bien aceptando el papel de hija, bien escogiendo violar el tabú del incesto.
Cuando el personaje central es un víctima, no quien actúa, sino sobre quién se actúa, no puede haber auténtica intriga. Es cierto que en la gran narrativa no siempre es fácil distinguir si el personaje central es al mismo tiempo agente. La institutriz de Otra vuelta de tuerca negaría rotundamente que está actuando en complicidad con las fuerzas del mal, pero poco a poco, con gran horror por nuestra parte, nos damos cuenta de que así es.(...)
En el análisis final, la verdadera intriga viene con el dilema moral y la valentía de tomar decisiones y actuar en consecuencia. La falsa intriga proviene de la sucesión absurda y accidental de los acontecimientos. El escritor más hábil o experto proporciona al lector, a su debido tiempo, la información necesaria para comprender la historia, con lo que éste, a medida que lee, en lugar de preguntarse "¿Qué les ocurrirá ahora a los personajes?" lo que se plantea es: "¿Qué hará Frank a continuación?¿Qué diría Wanda si Frank decidiera...?" y así sucesivamente.
Al entrar en la historia de esta forma, el lector siente auténtica intriga, o lo que es lo mismo, auténtico interés por los personajes. Toma parte activa, por secundaria que sea, en el desarrollo de la historia: especula, intenta prever, y como se le ha proporcionado información importante, está en situación de advertir el error si el autor extrae conclusiones falsas o poco convincentes, si fuerza el desarrollo en una dirección que no sería natural, o si atribuye a los personajes sentimientos que nadie tendría de hallarse en lugar de éstos.
(...)La moralidad de la historia de Frank y Wanda no reside en que éstos opten por no cometer incesto o decidan que sí lo cometerán. La buena narrativa no se ocupa de los códigos de conducta -o, en todo caso, lo hace indirectamente- El joven escritor que comprende porqué es más inteligente presentar el caso de Frank y Wanda como una historia de dilema, sufrimiento y necesidad de optar por una u otra alternativa está en situación de comprender la generosidad de la buena narrativa. El escritor inteligente, para conferir fuerza a su relato, confía en los personajes y en el argumento, y no en la treta de guardarse información, ni siquiera en hacerlo al final.
Dicho de otra manera, el escritor procede abiertamente, evoluciona en la cuerda floja, sin red. Y también es generoso en el sentido de que, a pesar de su dominio de las técnicas narrativas, sólo recurre a las que convienen a la historia: es, literalmente, servidor de ésta y no un doncel que utiliza la historia como mera excusa para alardear. Aunque esto no quiere decir que el escritor no conceda importancia a la realización. Las técnicas que emplea porque la historia lo exige las emplea con brillantez. Trabaja totalmente al servicio de la historia, pero con elegancia.
(...) La buena novela, tiene hondura intelectual y emotiva, lo cual significa que una historia cuya idea central sea estúpida, por brillantemente contada que esté, lo será igualmente. Tomemos un ejemplo sencillo. Un joven periodista descubre que su padre, que es el alcalde de la ciudad y que ha sido siempre un héroe para él, en secreto posee burdeles y sex-shops y practica la usura.¿Descubrirá el pastel el hijo? Sean cuales fueren sus actividades secretas, ha sido el padre de nuestro periodista quién le ha enseñado todos los valores que defiende, entre ellos la integridad, la valentía y la conciencia social. ¿Qué hará el periodista?
¿Y a quién le importa?Como planteamiento es una imbecilidad. Su primer error es que el conflicto que presenta (¿qué es más importante, la integridad o la lealtad personal?) carece de interés. Es tan obvio que la integridad personal se puede someter a las exigencias de un tipo más elevado de integridad, que no vale la pena hablar de ello. Y en el caso de esta historia hipotética, la vileza del padre es de tal calibre que sólo a un tonto le atormentará la duda de si debe o no anteponer la lealtad personal.
El error más grave de esta idea es que no empieza por el personaje, sino por la situación. El personaje es la vida de la novela. el ambiente existe sólo para que el personaje tenga un entorno en el que moverse, algo que ayude a definirlo. el argumento existe para que el personaje pueda descubrir algo de sí mismo, y, en el proceso, revelar al lector cómo es él realmente: el argumento obliga al personaje a decidir y a actuar, lo transforma de estética construcción en ser humano vivo que toma decisiones y paga las consecuencias u obtiene recompensas.(...)
En casi toda buena novela, la forma básica -casi ineludiblemente- de la trama es: un personaje central quiere algo, lo persigue a pesar de la oposición que encuentra (en la que, quizá, se incluyan sus propias dudas) y gana, pierde o se inhibe.
Advertencias de un escritor, por Gabriel García Márquez
Una cosa es una historia larga, y otra, una historia alargada.
El final de un reportaje hay que escribirlo cuando vas por la mitad.
El autor recuerda más cómo termina un artículo que cómo empieza.
Es más fácil atrapar un conejo que un lector
Hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos va a ser lo mejor que se ha escrito nunca, porque luego siempre queda algo de esa voluntad.
Cuando uno se aburre escribiendo el lector se aburre leyendo.
No debemos obligar al lector a leer una frase de nuevo.
El final de un reportaje hay que escribirlo cuando vas por la mitad.
El autor recuerda más cómo termina un artículo que cómo empieza.
Es más fácil atrapar un conejo que un lector
Hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos va a ser lo mejor que se ha escrito nunca, porque luego siempre queda algo de esa voluntad.
Cuando uno se aburre escribiendo el lector se aburre leyendo.
No debemos obligar al lector a leer una frase de nuevo.
Aspectos del cuento, por Julio Cortázar
Puesto que voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento como género literario, y es posible que algunas de mis ideas sorprendan o choquen a quienes las lean, me parece de una elemental honradez definir el tipo de narración que me interesa, señalando mi especial manera de entender el mundo.
Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas, de geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese de los temas o incluso de las formas expresivas, creo que esta presentación de mi propia manera de entender el mundo explicará mi toma de posesión y mi enfoque del problema. En último extremo podrá decirse que solo he hablado del cuento tal y como yo lo practico. Y sin embargo, no creo que sea así. Tengo la certidumbre de que existen ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso que tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.
La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por diversas razones. Vivo en un país -Francia- donde este género tiene poca vigencia, aunque en los últimos años se nota entre escritores y lectores un interés creciente por esa forma de expresión. De todos modos, mientras los críticos siguen acumulando teorías y manteniendo enconadas polémicas acerca de la novela, casi nadie se interesa por la problemática del cuento. Vivir como cuentista en un país donde esta forma expresiva es un producto casi exótico, obliga forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta. Poco a poco, en sus textos originales o mediante traducciones, uno va acumulando casi rencorosamente una enorme cantidad de cuentos del pasado y del presente, y llega el día en que puede hacer un balance, intentar una aproximación valorativa a ese género de tan difícil definición, tan huidizo en sus múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia tan secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario.
Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en algún momento de su labor, hablar del cuento tiene un interés especial para nosotros, puesto que casi todos los países americanos de lengua española le están dando al cuento una importancia excepcional, que jamás había tenido en otros países latinos como Francia o España. Entre nosotros, como es natural en las literaturas jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco incasillable; en segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquellos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.
En América, tanto en Cuba como en México o Chile o Argentina, una gran cantidad de cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre sí, descubriéndose a veces de manera casi póstuma. Frente a ese panorama sin coherencia suficiente, en el que pocos conocen a fondo la labor de los demás, creo que es útil hablar del cuento por encima de las particularidades nacionales e internacionales, porque es un género que entre nosotros tiene una importancia y una vitalidad que crecen de día en día. Alguna vez se harán las antologías definitivas -como las hacen los países anglosajones, por ejemplo- y se sabrá hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me parece inútil hablar del cuento en abstracto, como género literario. Si nos hacemos una idea convincente de esa forma de expresión literaria, ella podrá contribuir a establecer una escala de valores para esa antología ideal que está por hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados malentendidos en este terreno. Mientras los cuentistas siguen adelante su tarea, ya es tiempo de hablar de esa tarea en sí misma, al margen de las personas y de las nacionalidades. Es preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es siempre difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere echarle la conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que es el cuento habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se puede trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre nosotros, y que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente grandes.
Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparara con la novela, género mucho más popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un "orden abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa "apertura" a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.
Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo. El elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood Anderson, se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chejov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulces. Y, sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada.
Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no reside solamente en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos cuentos que todos hemos leído contienen episodios similares a los que tratan los autores nombrados. La idea de significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco más esa extraña forma de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre papel, alimento para el olvido.
Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y hermosos? Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo. Aquí me parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen tan bien como yo. Es habitual que en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio divertido o conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga: "Ahí tienes un tema formidable para un cuento; te lo regalo." A mí me han reglado en esa forma montones de temas, y siempre he contestado amablemente: "Muchas gracias", y jamás he escrito un cuento con ninguno de ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras de una criada suya en París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar a ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas curiosas; para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba mucho más allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema insignificante, por más divertido o emocionante que pueda ser, y otro significativo?, he respondido que el escritor es el primero en sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y que precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el sabor de una magdalena mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico de recuerdos aparentemente olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la misma forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento está así predeterminado por el aura, por la fascinación irresistible que el tema crea en su creador.
Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y tocamos el umbral de su creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles antenas que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está esperando al lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial, descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce en la manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso de El barril de amontillado y de Los asesinos, los hechos despojados de toda preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato demorado y caudaloso de Henry James -La lección del maestro, por ejemplo- se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor, y es aquí donde nos vamos acercando al final de este paseo por el cuento.
Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas, de geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese de los temas o incluso de las formas expresivas, creo que esta presentación de mi propia manera de entender el mundo explicará mi toma de posesión y mi enfoque del problema. En último extremo podrá decirse que solo he hablado del cuento tal y como yo lo practico. Y sin embargo, no creo que sea así. Tengo la certidumbre de que existen ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso que tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.
La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por diversas razones. Vivo en un país -Francia- donde este género tiene poca vigencia, aunque en los últimos años se nota entre escritores y lectores un interés creciente por esa forma de expresión. De todos modos, mientras los críticos siguen acumulando teorías y manteniendo enconadas polémicas acerca de la novela, casi nadie se interesa por la problemática del cuento. Vivir como cuentista en un país donde esta forma expresiva es un producto casi exótico, obliga forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta. Poco a poco, en sus textos originales o mediante traducciones, uno va acumulando casi rencorosamente una enorme cantidad de cuentos del pasado y del presente, y llega el día en que puede hacer un balance, intentar una aproximación valorativa a ese género de tan difícil definición, tan huidizo en sus múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia tan secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario.
Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en algún momento de su labor, hablar del cuento tiene un interés especial para nosotros, puesto que casi todos los países americanos de lengua española le están dando al cuento una importancia excepcional, que jamás había tenido en otros países latinos como Francia o España. Entre nosotros, como es natural en las literaturas jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco incasillable; en segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquellos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.
En América, tanto en Cuba como en México o Chile o Argentina, una gran cantidad de cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre sí, descubriéndose a veces de manera casi póstuma. Frente a ese panorama sin coherencia suficiente, en el que pocos conocen a fondo la labor de los demás, creo que es útil hablar del cuento por encima de las particularidades nacionales e internacionales, porque es un género que entre nosotros tiene una importancia y una vitalidad que crecen de día en día. Alguna vez se harán las antologías definitivas -como las hacen los países anglosajones, por ejemplo- y se sabrá hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me parece inútil hablar del cuento en abstracto, como género literario. Si nos hacemos una idea convincente de esa forma de expresión literaria, ella podrá contribuir a establecer una escala de valores para esa antología ideal que está por hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados malentendidos en este terreno. Mientras los cuentistas siguen adelante su tarea, ya es tiempo de hablar de esa tarea en sí misma, al margen de las personas y de las nacionalidades. Es preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es siempre difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere echarle la conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que es el cuento habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se puede trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre nosotros, y que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente grandes.
Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparara con la novela, género mucho más popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un "orden abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa "apertura" a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.
Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo. El elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood Anderson, se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chejov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulces. Y, sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada.
Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no reside solamente en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos cuentos que todos hemos leído contienen episodios similares a los que tratan los autores nombrados. La idea de significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco más esa extraña forma de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre papel, alimento para el olvido.
Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y hermosos? Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo. Aquí me parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen tan bien como yo. Es habitual que en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio divertido o conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga: "Ahí tienes un tema formidable para un cuento; te lo regalo." A mí me han reglado en esa forma montones de temas, y siempre he contestado amablemente: "Muchas gracias", y jamás he escrito un cuento con ninguno de ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras de una criada suya en París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar a ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas curiosas; para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba mucho más allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema insignificante, por más divertido o emocionante que pueda ser, y otro significativo?, he respondido que el escritor es el primero en sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y que precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el sabor de una magdalena mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico de recuerdos aparentemente olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la misma forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento está así predeterminado por el aura, por la fascinación irresistible que el tema crea en su creador.
Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y tocamos el umbral de su creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles antenas que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está esperando al lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial, descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce en la manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso de El barril de amontillado y de Los asesinos, los hechos despojados de toda preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato demorado y caudaloso de Henry James -La lección del maestro, por ejemplo- se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor, y es aquí donde nos vamos acercando al final de este paseo por el cuento.
Consejos para dialogar
Algunas notas sobre los diálogos
Rodolfo Martínez
Cierta vez, alguien me preguntó qué encontraba más difícil en el trabajo de escribir. No parpadeé al responder: "Los personajes y los diálogos". Del diseño de personajes quizá hablemos en otro momento, pero hoy me gustaría pediros unos minutos de vuestra atención para dedicarlos a lo difícil que es construir un buen (o incluso un mal) diálogo.
A menudo, y especialmente en los cuentos, donde no hay espacio para un desarrollo en profundidad de la psicología de un personaje, la forma en que éste habla puede bastar para definirlo. Un personaje que nos es presentado hablando de determinada manera evocará en nuestra mente una concreta forma de ser y, si el autor es lo suficientemente hábil, ni siquiera necesitará describirlo física o mentalmente para que tengamos una imagen clara de cómo es.
Claro que ahí tropezamos con el meollo de la cuestión.
Es frasecita sin importancia de "si el autor es lo suficientemente hábil". De hecho, es perfectamente posible que un cuento con una buena idea de partida, bien desarrollada y que esté impecablemente escrito en sus partes narrativas y descriptivas resulte luego un completo fiasco a causa de la pobreza de sus diálogos. Ultimamente he tenido la oportunidad de leer bastante material de autores noveles y precisamente uno de los lugares donde estos parecen tener más dificultades es en ese tema. Cuentos que en general no están mal escritos suelen tener unos diálogos que entorpecen el desarrollo de la acción más que ayudarla a avanzar, que no resultan ni fluidos ni naturales, dando al lector la impresión de que los personajes hablan como si recitasen papeles aprendidos de memoria en una mala obra de teatro.
¿Cómo debería ser entonces un buen diálogo? En primer lugar y, posiblemente más importante, debe sonar natural a nuestros oidos mentales de lector, que parezca (aunque en el fondo no lo sea) un diálogo de verdad, de los que puede oir por la calle o decir él mismo. Debe también aportar información, no ser simplemente una pieza dialéctica vacía. Y, por último, y peliagudo, está el tema de las acotaciones, de cómo introducirlos.
Trataré cada uno de estos temas por separado.
La naturalidad
Algo primordial es adaptar los términos y las construcciones gramaticales que vamos a usar a la personalidad que queremos definir por medio de ese diálogo. Un individuo iletrado, de escaso nivel cultural, no usará los cultismos y las construcciones subordinadas que puede utilizar un especialista en literatura germánica medieval.
Si estamos escribiendo un relato en el que los personajes son navajeros del más miserable suburbio de Barazagor, el olvidado planeta por allá a la izquierda, tendremos que hacerles hablar de acuerdo con su papel. Utilizarán frases más bien cortas o en todo caso unidas por conjunciones. Pocas veces usarán oraciones subordinadas, tenderán a servirse exclusicamente del indicativo, e incluso es posible que trabuquen algunos tiempos verbales, que digan "si no habrías venido" en lugar de "si no hubieras venido", por ejemplo. Su vocabulario será más bien limitado, y con cierta frecuencia se servirrán de muletillas e interjecciones varias que insertarán en mitad de una frase.
Usarán determinadas palabras propias de su jerga. Por el contrario, si estamos describiendo la investigación de un grupo de sesudos físicos que tratan de desentrañar el último misterio del universo, tendrán que hablar de forma completamente distinta. Su habla será algo más ampulosa, pero al mismo tiempo más precisa. Usarán, evidentemente, términos como "vector" o "gradiente de velocidad". En general hablarán igual que un individuo de cultura más o menos media con la jerga propia de su profesión.
Ese tema, el de la jerga es muy importante. En dos aspectos. Cada profesión, cada forma de vida, tiene su vocabulario propio, y si pretendes describir a un médico, tienes que estar bien enterado de qué terminos usan los médicos. No digo que llegues al nivel de documentación de Gabriel Bermúdez, que para Salud mortal se devoró tomos y tomos de divulgación médica, pero sí que estés lo suficientemente enterado como para no cometer gazapos y caracterizarles mínimamente bien.
El otro aspecto de las jergas, el de las hablas marginales, es más peliagudo.
Decía Raymond Chandler que solo hay dos tipos de jergas aceptables para el escritor: "el slang que se ha establecido en el lenguaje, y el slang que uno mismo inventa. Todo lo demás está propenso a ponerse fuera de moda antes de alcanzar la imprenta" [1]. Un ejemplo perfecto de jerga inventada puede ser La naranja mecánica [2], donde el autor, partiendo del vocabulario ruso crea el nadsat, la lengua juvenil que hablan los pandilleros de la novela. Burgess introduce tan bien el nadsat en su novela, de una forma tan paulatina, y con un contexto tan exclarecedor que uno apenas necesita mirar el glosario que incluyen algunas ediciones del libro para comprender su significado. En nuestro pais podríamos citar el caso de Ahogos y palpitaciones [3], novela olvidable en casi todos sus aspectos, pero que resulta interesante por la deformación a que el autor somete el idioma. Nos describe una sociedad que vive por y para el placer, donde el sufrimiento es algo inconcebible y obsceno: de esa forma, el lenguaje se deforma hasta el extremo de que palabras como "sangre" y "muerte" son auténticas procacidades y los más prosaicos aspectos fisiológicos humanos son descritos en tonos poéticos y alegóricos.
Por otro lado, el diálogo debe ser fluido, ha de tener un ritmo propio y en ese aspecto quizá nos pudiera servir de ayuda la poesía, especialmente la clásica, ferreamente estructurada en torno a grupos acentuales muy concretos. Un soneto de Garcilaso o de Quevedo puede ser de mucha ayuda para ayudarnos a ir cogiendo ese ritmo. Volviendo a citar a Raymond Chandler: "Es probable que comenzara con la poesía; casi todo comienza en ella."[4]
Pero todo lo dicho no basta para que un diálogo suene natural. Uno puede haber cumplido todo lo que acabo de exponer y aun así encontrarse con que acaba de escribir una conversación forzada y anquilosada. ¿Dónde está entonces la naturalidad? Ahí es donde interviene el oido del escritor, su intuición y sus años de oficio.
En primer lugar, en una conversación real, los interlocutores no sueltan un ladrillo de discurso respondido a su vez por otro ladrillo de discurso. La gente, cuando habla, se interrumpen unos a otros, se producen lapsos de silencio, un personaje inicia un chiste y aquel con el que está hablando se lo termina... No hay nada que cause peor efecto que Pepe diciendo: "Yo creo que..." y soltando una parrafada a la que Manolo responde "Pues yo pienso..." y suelta una nueva parrafada solo para que, cuando acabe llegue Juan y diga "Quizá, pero a mí me parece..." para embarcarse en nuevo discurso. Eso no es un diálogo, sino tres monólogos sobre el mismo tema.
Cuando dos o más personas hablan, las circunstancias mandan en muchas ocasiones sobre ellos. Se puede empezar hablando de fútbol y, a medida que la conversación va derivando, se termina poniendo a parir al gobierno sin que nadie lo haya planeado así. En el mundo "real" las conversaciones no son, no suelen ser, algo preparado. En la literatura, sin embargo, deben serlo. Si transcribimos un diálogo es porque hay determinada información que queremos transmitir a través de él, algo que queremos contar usando esa conversación. Por tanto, hemos de ceñirnos al tema que queremos exponer, pero al mismo tiempo, hemos de ser consecuentes con la caracterización de nuestros personajes. Si hemos diseñado uno de ellos de tal forma que tenga tendencia a divagar, tendremos que hacer que, en determinados momentos, el tema de la conversación se aparte de nuestro propósito, aunque luego la hagamos volver a él.
También hay que tener en cuenta que, si el diálogo lleva una gran carga emocional, es más que probable que alguno de los personajes que intervienen en él, en un momento dado, suelte un taco para aliviar su propia tensión o recalcar una idea. ¿Por qué no? No hay que tener miedo a los tacos, la gente los usa cuando habla y, aunque el escritor no debe abusar de ellos, resulta peor aun que prescinda totalmente de su uso. Nada resulta más ridículo que un individuo que, supuestamente está furioso, diciendo: "¡Córcholis! Menuda faena me habéis hecho!". Si está furioso de verdad, no dirá "córcholis" o "cáscaras"; soltará un exabrupto. No hace falta ser terriblemente vulgares, pero uno o dos tacos insertados en una conversación de forma natural ayudan a hacerla más creible, siempre que no nos pasemos.
Y cuando ya tenemos el diálogo ¿cómo sabemos que este es válido? Una solución puede ser coger lo que uno acaba de escribir e intentar leerlo en voz alta. Eso nos salvará en más de un momento de perpetrar diálogos que nos parecían maravillosos en la página escrita y que al ser oidos se nos revelan cursis, artificiales o torpes. Sin embargo tampoco esa es la solución definitiva. A García Márquez le preguntaron en una ocasión por qué daba tan poca importancia al diálogo en sus libros. Respondió que para él: "el diálogo en lengua castellana resulta falso. [...] En este idioma existe una gran distancia entre el diálogo hablado y el escrito. Un diálogo que en castellano es bueno en la vida real no es necesariamente bueno en las novelas. Por eso lo trabajo tan poco" [5]. A primera vista puede parecer que el escritor colombiano está en uno de sus habituales desbarres, pero si nos paramos a pensarlo un poco veremos que no deja de tener razón, en cierto sentido. Al contrario de lo que nos ocurría antes un diálogo puede sonar perfecto al oirlo y luego, en la página, resultar completamente inadecuado. No olvidemos que la literatura es, en el fondo, un artificio, un fingimiento. Un diálogo escrito debe parecer que es igual que uno hablado, pero en realidad no lo será.
¿Qué hacer, entonces?
Mi primer consejo sigue siendo, creo yo, útil pese a todo. Lee el diálogo en voz alta y, si no resulta, tíralo a la papelera. En cuanto a cómo solucionar la segunda cuestión, eso es algo que va dando el tiempo, la experiencia y, sobre todo, el haber escrito mucho. El genio sigue siendo un 20% de inspiración y un 80% de transpiración. O, en las inmortales palabras de Sherlock Holmes: "Watson, el genio solo es la capacidad de esforzarse".
Dar información. ¿Cómo?
Como cualquier otra parte de un relato, un diálogo cumple una función. Y esta, creo yo, es básicamente la de aportar información de una forma más rápida, directa y agradable al lector de la que lo puede hacer un fragmento narrativo [6].
Un recurso muy usado por determinados escritores del pasado es, en lugar de mostrarnos la acción, situarnos ante dos personajes: uno asiste a ella, el otro no. El primero le cuenta al segundo lo que ocurre. Era algo muy usado por Shakespeare; claro que él no lo hacía por gusto: no podía poner en escena a dos ejércitos de quince mil hombres dándose de bofetadas, así que tenía que limitarse a situar sobre el escenario a un criado que, desde lo alto de una torre le cuenta a su señor lo que ocurre en el campo de batalla.
Pero es algo que se sigue utilizando hoy en día y no es un mal método. La narración de la acción por parte de un testigo a un tercero puede ser mucho más colorista, emocionante y vital que una descripción directa de esa acción. Sobre todo, si lo que estamos narrando es de importancia secundaria para el relato y no queremos perder demasiado tiempo en su descripción, el truco del testigo siempre es útil.
Un recurso similar es el de utilizar un diálogo para que el lector se entere de acontecimientos que han ocurrido antes de que se inicie el relato, para situarle en el escenario, en el universo donde se desarrolla la historia. Esto no es peligroso cuando uno de los interlocutores de la conversación ignora lo que el otro le está contando. El que lo sabe se limita a poner en antecedentes a su amigo y punto. El problema viene cuando ambos saben lo que ha pasado y el único que lo ignora es el pobre lector.
Este es un defecto del que no escapan ni escritores experimentados. Del que, de hecho, es difícil escapar. ¿Cómo te las apañas para poner en antecedentes al lector sobre algo que todos los personajes de la novela saben ya perfectamente y que es imprescindible que el lector sepa para que comprenda perfectamente la situación?
La solución del escritor inexperto es la que yo llamo la de la intervención parlamentaria. Aquello de "Señores diputados, no les voy a decir..." y acto seguido se lo dice. No es difícil encontrar en un cuento primerizo una conversación que empieza más o menos así:
-Todos sabéis que ayer por la tarde hubo una reunión en la que se decidió...
Si todos lo saben ¿para qué lo cuenta? Lo lógico es dar esos acontecimientos por sabidos y seguir a partir de ahí. Pero el lector los ignora y hay que contárselos de alguna manera.
Pero no de esa. Eso crea una impresión de pobreza y falsedad en el diálogo. La gente no habla de cosas que ya saben para que un ente misterioso ajeno a su universo se entere de lo que les ha pasado (Groucho Marx lo hacía, pero a Groucho se le podía perdonar casi todo).
La solución es, quizá, dar la información poco a poco, a pequeños retazos. Siempre que uno tenga espacio suficiente, por supuesto. Se puede intentar otra cosa, si los acontecimientos en cuestión son lo suficientemente importantes como para haber sido tenidos en cuenta por los historiadores: insertar, en mitad del relato un fragmento de un supuesto libro donde se comenten esos hechos, como hacía Asimov en su serie de las Fundaciones con las citas de la Enciclopedia Galáctica. O, como hábilmente hace Gabriel Bermúdez en Salud mortal, conseguir que el personaje central asista a una conferencia de carácter histórico-político.
Al final, si uno es lo suficientemente hábil, puede incluso utilizar la solución de la intervención parlamentaria y hacer que el lector no se de cuenta de que las normas de la verosimilitud acaban de ser transgredidas. Pero pocos escritores pueden permitirse eso impunemente.
Rodolfo Martínez
Cierta vez, alguien me preguntó qué encontraba más difícil en el trabajo de escribir. No parpadeé al responder: "Los personajes y los diálogos". Del diseño de personajes quizá hablemos en otro momento, pero hoy me gustaría pediros unos minutos de vuestra atención para dedicarlos a lo difícil que es construir un buen (o incluso un mal) diálogo.
A menudo, y especialmente en los cuentos, donde no hay espacio para un desarrollo en profundidad de la psicología de un personaje, la forma en que éste habla puede bastar para definirlo. Un personaje que nos es presentado hablando de determinada manera evocará en nuestra mente una concreta forma de ser y, si el autor es lo suficientemente hábil, ni siquiera necesitará describirlo física o mentalmente para que tengamos una imagen clara de cómo es.
Claro que ahí tropezamos con el meollo de la cuestión.
Es frasecita sin importancia de "si el autor es lo suficientemente hábil". De hecho, es perfectamente posible que un cuento con una buena idea de partida, bien desarrollada y que esté impecablemente escrito en sus partes narrativas y descriptivas resulte luego un completo fiasco a causa de la pobreza de sus diálogos. Ultimamente he tenido la oportunidad de leer bastante material de autores noveles y precisamente uno de los lugares donde estos parecen tener más dificultades es en ese tema. Cuentos que en general no están mal escritos suelen tener unos diálogos que entorpecen el desarrollo de la acción más que ayudarla a avanzar, que no resultan ni fluidos ni naturales, dando al lector la impresión de que los personajes hablan como si recitasen papeles aprendidos de memoria en una mala obra de teatro.
¿Cómo debería ser entonces un buen diálogo? En primer lugar y, posiblemente más importante, debe sonar natural a nuestros oidos mentales de lector, que parezca (aunque en el fondo no lo sea) un diálogo de verdad, de los que puede oir por la calle o decir él mismo. Debe también aportar información, no ser simplemente una pieza dialéctica vacía. Y, por último, y peliagudo, está el tema de las acotaciones, de cómo introducirlos.
Trataré cada uno de estos temas por separado.
La naturalidad
Algo primordial es adaptar los términos y las construcciones gramaticales que vamos a usar a la personalidad que queremos definir por medio de ese diálogo. Un individuo iletrado, de escaso nivel cultural, no usará los cultismos y las construcciones subordinadas que puede utilizar un especialista en literatura germánica medieval.
Si estamos escribiendo un relato en el que los personajes son navajeros del más miserable suburbio de Barazagor, el olvidado planeta por allá a la izquierda, tendremos que hacerles hablar de acuerdo con su papel. Utilizarán frases más bien cortas o en todo caso unidas por conjunciones. Pocas veces usarán oraciones subordinadas, tenderán a servirse exclusicamente del indicativo, e incluso es posible que trabuquen algunos tiempos verbales, que digan "si no habrías venido" en lugar de "si no hubieras venido", por ejemplo. Su vocabulario será más bien limitado, y con cierta frecuencia se servirrán de muletillas e interjecciones varias que insertarán en mitad de una frase.
Usarán determinadas palabras propias de su jerga. Por el contrario, si estamos describiendo la investigación de un grupo de sesudos físicos que tratan de desentrañar el último misterio del universo, tendrán que hablar de forma completamente distinta. Su habla será algo más ampulosa, pero al mismo tiempo más precisa. Usarán, evidentemente, términos como "vector" o "gradiente de velocidad". En general hablarán igual que un individuo de cultura más o menos media con la jerga propia de su profesión.
Ese tema, el de la jerga es muy importante. En dos aspectos. Cada profesión, cada forma de vida, tiene su vocabulario propio, y si pretendes describir a un médico, tienes que estar bien enterado de qué terminos usan los médicos. No digo que llegues al nivel de documentación de Gabriel Bermúdez, que para Salud mortal se devoró tomos y tomos de divulgación médica, pero sí que estés lo suficientemente enterado como para no cometer gazapos y caracterizarles mínimamente bien.
El otro aspecto de las jergas, el de las hablas marginales, es más peliagudo.
Decía Raymond Chandler que solo hay dos tipos de jergas aceptables para el escritor: "el slang que se ha establecido en el lenguaje, y el slang que uno mismo inventa. Todo lo demás está propenso a ponerse fuera de moda antes de alcanzar la imprenta" [1]. Un ejemplo perfecto de jerga inventada puede ser La naranja mecánica [2], donde el autor, partiendo del vocabulario ruso crea el nadsat, la lengua juvenil que hablan los pandilleros de la novela. Burgess introduce tan bien el nadsat en su novela, de una forma tan paulatina, y con un contexto tan exclarecedor que uno apenas necesita mirar el glosario que incluyen algunas ediciones del libro para comprender su significado. En nuestro pais podríamos citar el caso de Ahogos y palpitaciones [3], novela olvidable en casi todos sus aspectos, pero que resulta interesante por la deformación a que el autor somete el idioma. Nos describe una sociedad que vive por y para el placer, donde el sufrimiento es algo inconcebible y obsceno: de esa forma, el lenguaje se deforma hasta el extremo de que palabras como "sangre" y "muerte" son auténticas procacidades y los más prosaicos aspectos fisiológicos humanos son descritos en tonos poéticos y alegóricos.
Por otro lado, el diálogo debe ser fluido, ha de tener un ritmo propio y en ese aspecto quizá nos pudiera servir de ayuda la poesía, especialmente la clásica, ferreamente estructurada en torno a grupos acentuales muy concretos. Un soneto de Garcilaso o de Quevedo puede ser de mucha ayuda para ayudarnos a ir cogiendo ese ritmo. Volviendo a citar a Raymond Chandler: "Es probable que comenzara con la poesía; casi todo comienza en ella."[4]
Pero todo lo dicho no basta para que un diálogo suene natural. Uno puede haber cumplido todo lo que acabo de exponer y aun así encontrarse con que acaba de escribir una conversación forzada y anquilosada. ¿Dónde está entonces la naturalidad? Ahí es donde interviene el oido del escritor, su intuición y sus años de oficio.
En primer lugar, en una conversación real, los interlocutores no sueltan un ladrillo de discurso respondido a su vez por otro ladrillo de discurso. La gente, cuando habla, se interrumpen unos a otros, se producen lapsos de silencio, un personaje inicia un chiste y aquel con el que está hablando se lo termina... No hay nada que cause peor efecto que Pepe diciendo: "Yo creo que..." y soltando una parrafada a la que Manolo responde "Pues yo pienso..." y suelta una nueva parrafada solo para que, cuando acabe llegue Juan y diga "Quizá, pero a mí me parece..." para embarcarse en nuevo discurso. Eso no es un diálogo, sino tres monólogos sobre el mismo tema.
Cuando dos o más personas hablan, las circunstancias mandan en muchas ocasiones sobre ellos. Se puede empezar hablando de fútbol y, a medida que la conversación va derivando, se termina poniendo a parir al gobierno sin que nadie lo haya planeado así. En el mundo "real" las conversaciones no son, no suelen ser, algo preparado. En la literatura, sin embargo, deben serlo. Si transcribimos un diálogo es porque hay determinada información que queremos transmitir a través de él, algo que queremos contar usando esa conversación. Por tanto, hemos de ceñirnos al tema que queremos exponer, pero al mismo tiempo, hemos de ser consecuentes con la caracterización de nuestros personajes. Si hemos diseñado uno de ellos de tal forma que tenga tendencia a divagar, tendremos que hacer que, en determinados momentos, el tema de la conversación se aparte de nuestro propósito, aunque luego la hagamos volver a él.
También hay que tener en cuenta que, si el diálogo lleva una gran carga emocional, es más que probable que alguno de los personajes que intervienen en él, en un momento dado, suelte un taco para aliviar su propia tensión o recalcar una idea. ¿Por qué no? No hay que tener miedo a los tacos, la gente los usa cuando habla y, aunque el escritor no debe abusar de ellos, resulta peor aun que prescinda totalmente de su uso. Nada resulta más ridículo que un individuo que, supuestamente está furioso, diciendo: "¡Córcholis! Menuda faena me habéis hecho!". Si está furioso de verdad, no dirá "córcholis" o "cáscaras"; soltará un exabrupto. No hace falta ser terriblemente vulgares, pero uno o dos tacos insertados en una conversación de forma natural ayudan a hacerla más creible, siempre que no nos pasemos.
Y cuando ya tenemos el diálogo ¿cómo sabemos que este es válido? Una solución puede ser coger lo que uno acaba de escribir e intentar leerlo en voz alta. Eso nos salvará en más de un momento de perpetrar diálogos que nos parecían maravillosos en la página escrita y que al ser oidos se nos revelan cursis, artificiales o torpes. Sin embargo tampoco esa es la solución definitiva. A García Márquez le preguntaron en una ocasión por qué daba tan poca importancia al diálogo en sus libros. Respondió que para él: "el diálogo en lengua castellana resulta falso. [...] En este idioma existe una gran distancia entre el diálogo hablado y el escrito. Un diálogo que en castellano es bueno en la vida real no es necesariamente bueno en las novelas. Por eso lo trabajo tan poco" [5]. A primera vista puede parecer que el escritor colombiano está en uno de sus habituales desbarres, pero si nos paramos a pensarlo un poco veremos que no deja de tener razón, en cierto sentido. Al contrario de lo que nos ocurría antes un diálogo puede sonar perfecto al oirlo y luego, en la página, resultar completamente inadecuado. No olvidemos que la literatura es, en el fondo, un artificio, un fingimiento. Un diálogo escrito debe parecer que es igual que uno hablado, pero en realidad no lo será.
¿Qué hacer, entonces?
Mi primer consejo sigue siendo, creo yo, útil pese a todo. Lee el diálogo en voz alta y, si no resulta, tíralo a la papelera. En cuanto a cómo solucionar la segunda cuestión, eso es algo que va dando el tiempo, la experiencia y, sobre todo, el haber escrito mucho. El genio sigue siendo un 20% de inspiración y un 80% de transpiración. O, en las inmortales palabras de Sherlock Holmes: "Watson, el genio solo es la capacidad de esforzarse".
Dar información. ¿Cómo?
Como cualquier otra parte de un relato, un diálogo cumple una función. Y esta, creo yo, es básicamente la de aportar información de una forma más rápida, directa y agradable al lector de la que lo puede hacer un fragmento narrativo [6].
Un recurso muy usado por determinados escritores del pasado es, en lugar de mostrarnos la acción, situarnos ante dos personajes: uno asiste a ella, el otro no. El primero le cuenta al segundo lo que ocurre. Era algo muy usado por Shakespeare; claro que él no lo hacía por gusto: no podía poner en escena a dos ejércitos de quince mil hombres dándose de bofetadas, así que tenía que limitarse a situar sobre el escenario a un criado que, desde lo alto de una torre le cuenta a su señor lo que ocurre en el campo de batalla.
Pero es algo que se sigue utilizando hoy en día y no es un mal método. La narración de la acción por parte de un testigo a un tercero puede ser mucho más colorista, emocionante y vital que una descripción directa de esa acción. Sobre todo, si lo que estamos narrando es de importancia secundaria para el relato y no queremos perder demasiado tiempo en su descripción, el truco del testigo siempre es útil.
Un recurso similar es el de utilizar un diálogo para que el lector se entere de acontecimientos que han ocurrido antes de que se inicie el relato, para situarle en el escenario, en el universo donde se desarrolla la historia. Esto no es peligroso cuando uno de los interlocutores de la conversación ignora lo que el otro le está contando. El que lo sabe se limita a poner en antecedentes a su amigo y punto. El problema viene cuando ambos saben lo que ha pasado y el único que lo ignora es el pobre lector.
Este es un defecto del que no escapan ni escritores experimentados. Del que, de hecho, es difícil escapar. ¿Cómo te las apañas para poner en antecedentes al lector sobre algo que todos los personajes de la novela saben ya perfectamente y que es imprescindible que el lector sepa para que comprenda perfectamente la situación?
La solución del escritor inexperto es la que yo llamo la de la intervención parlamentaria. Aquello de "Señores diputados, no les voy a decir..." y acto seguido se lo dice. No es difícil encontrar en un cuento primerizo una conversación que empieza más o menos así:
-Todos sabéis que ayer por la tarde hubo una reunión en la que se decidió...
Si todos lo saben ¿para qué lo cuenta? Lo lógico es dar esos acontecimientos por sabidos y seguir a partir de ahí. Pero el lector los ignora y hay que contárselos de alguna manera.
Pero no de esa. Eso crea una impresión de pobreza y falsedad en el diálogo. La gente no habla de cosas que ya saben para que un ente misterioso ajeno a su universo se entere de lo que les ha pasado (Groucho Marx lo hacía, pero a Groucho se le podía perdonar casi todo).
La solución es, quizá, dar la información poco a poco, a pequeños retazos. Siempre que uno tenga espacio suficiente, por supuesto. Se puede intentar otra cosa, si los acontecimientos en cuestión son lo suficientemente importantes como para haber sido tenidos en cuenta por los historiadores: insertar, en mitad del relato un fragmento de un supuesto libro donde se comenten esos hechos, como hacía Asimov en su serie de las Fundaciones con las citas de la Enciclopedia Galáctica. O, como hábilmente hace Gabriel Bermúdez en Salud mortal, conseguir que el personaje central asista a una conferencia de carácter histórico-político.
Al final, si uno es lo suficientemente hábil, puede incluso utilizar la solución de la intervención parlamentaria y hacer que el lector no se de cuenta de que las normas de la verosimilitud acaban de ser transgredidas. Pero pocos escritores pueden permitirse eso impunemente.
¿Cómo afrontar el temido "bloqueo"?
¿Qué técnicas, trucos o ejercicios nos sirven para volver a tener "inspiración"?
Camus, creo recordar, decía que para él la inspiración se explicaba con tres palabras: trabajo, trabajo y trabajo.
*Natalie Goldberg, poetisa norteamericana, describe en su libro "El gozo de escribir" todos los problemas del proceso creativo y aconseja que el autor aficionado se acostumbre a escribir todos los días, durante un tiempo determinado (15 minutos, una hora); no hace falta que se escriba un cuento serio, cualquier cosa es válida: un artículo, un diario, una carta, o simplemente una descripción de tus recuerdos, tus pensamientos, tus sensaciones... todo lo que sea coger un lápiz (o un ordenador) y juntar palabras una detrás de otra sirve para practicar.
*Muchos otros escritores cuando dan consejos a los escritores jóvenes o noveles destacan esa misma idea: a escribir se aprende escribiendo, no hay otra manera. Hay que escribir, escribir y volver a escribir. Si sigues ese consejo llega un momento en el que el temido bloqueo -eso de que sentarse ante la página (o la pantalla) en blanco y no saber QUÉ decir- no es un problema, porque te has pasado muchas horas escribiendo sin saber de qué escribir y te has dado cuenta de que cualquier tema es bueno: desde tus recuerdos de la infancia o los sentimientos que te provoca un perfume, hasta las travesuras de tu gatito o la forma en la que las vecinas se ponen a discutir en el portal. Siempre hay una historia.
*Una de las cosas que suelo hacer para desatascarme cuando no sé de qué hablar o cómo hacerlo, es llenar una página o varias con las primeras frases que se me pasan por la cabeza, sin pensar y sobre todo sin parar: me pongo un límite (de tiempo o de número de folios) y lo cumplo sin detenerme un segundo y sin corregir lo que he escrito, siempre hacia adelante. Después, cuando termino, me tomo un pequeño descanso y luego lo leo todo y saco los párrafos, frases o ideas que más me llaman la atención, de las que incluso surgen historias.
*Otro ejercicio que me gusta mucho y me sirve para practicar es derivar de otra historia. Se trata de escoger una historia conocida y escribir una nueva versión: por ejemplo, sacar un cuento de algún episodio mítico o bíblico, o escoger una escena de alguna obra famosa, o no tan famosa, pero que conozcamos bien, y contarla tal como nosotros la hubiéramos escrito (mejor no comparar después),incluso una historia entera ¿porqué no? Muchas obras están sacadas o inspiradas en historias ya conocidas, empezando por el Ulises de James Joyce (de la Odisea de Homero), hasta Heredarás la Tierra.
*Más cosas: escribir algo que nos importe menos, para descansar. Por ejemplo, a mí lo que me interesa es la prosa (cuento, novela corta) y es lo que más me preocupa. Pues para practicar, o cuando estoy atascada, me pongo a escribir poemas, que me salen mucho peor, pero no me importa tanto. Y,por lo menos, estoy escribiendo. También se pueden escribir imaginarios artículos periodísticos, colaboraciones del taller literario, hasta cartas al director de nuestro periódico... cualquier cosa que sea escribir y que no signifique tanto como lo que tenemos entre manos.
*También se puede sencillamente, descansar del todo. ¿No os pasa que muchas veces cuando estáis haciendo algo aburrido o repetitivo se os ocurre de repente una idea genial? Por lo visto es que cuando estamos llevando a cabo una tarea rutinaria y repetitiva (pero de ocio, se entiende) nuestro cerebro descansa, se relaja, y entonces aparece la maravillosa inspiración. A mí me ocurre cuando estoy caminando, yendo en el autobús o haciendo ejercicio. ¡Una vez se me ocurrió un cuento precioso mientras pelaba patatas! Ah, y una cosa más, que ya se me olvidaba.
*Cuando a mí se me ocurren más ideas y me entran más ganas de escribir es justo cuando acabo de leer algo que me ha impactado, incluso si es un libro que estoy leyendo por tercera o por cuarta vez.... De repente siento un ansia incontrolable por coger el ordenador y ponerme a escribir lo que sea, como sea y cuando sea.
*En esto, como en otras cosas, yo prefiero el enfoque tranquilo. Mi consejo es: primero, no tengais prisa. Guardad el bolígrafo o apagad el ordenador, y salid en busca del mundo real. Pasead, id a trabajar, mirad por la ventana, montad en metro... pero con los ojos muy abiertos. La próxima historia está oculta dentro de nosotros, pero la chispa que la inicie puede estar en cualquier recodo de los caminos.
*A veces la historia empieza por una frase, otras veces por un personaje, otras veces por un escenario. Leed y cread frases, mirad e imaginad personajes, mirad e inventad escenarios, y ya aparecerá. Después, seguid sin tener prisa. Por fin sentireis que estais listos para sentaros ante el papel en blanco o ante el ordenador. Bien, pues entonces, solo entonces, que nada se interponga en vuestro camino, y a por ello. Dejad salir las palabras, deprisa, que al final habrá tiempo para corregir, repasar, incluso reescribir completamente a veces, y, lo que me parece muy interesante, borrar todas esas palabras que, en una lectura sosegada, descubrimos que sobran.
Sobre la trama de una novela
John Gardner
Sólo el escritor que ha llegado a comprender lo difícil que es contar una historia de excepcional calidad -sin manipulaciones fáciles, sin romper su continuaidad, sin jactancia ni cohibición- está en condiciones de apreciar en su totalidad la "generosidad" de la ficción.
En la mejor ficción narrativa, la trama no es una sucesión de sorpresas, sino una sucesión cada vez más emocionante de descubrimientos, o de momentos de comprensión. Un o de los errores más habituales de los escritores noveles (de los que entienden que escribir novela es contar historias) es creer que la fuerza del relato radica en la información que se retiene, es decir, en que el escritor consiga tener al lector siempre en sus manos, para descargarle el golpe definitivo cuando menos se lo espera. La ficción avara es aquélla en la que el autor se niega a tratar al lector de igual a igual
Supongamos, por ejemplo, que el escritor ha decidido contar la historia de un hombre que se traslada a vivir a una casa que está al lado de la casa de su hija, una jovencita que no sabe que su nuevo vecino es su padre. El hombre -llamémosle Frank- no le dice a la muchacha -que podría llamarse Wanda- que es hija suya. Se hacen amigos y, a pesar de la diferencia de edad, ella comienza a sentirse atraída sexualmente por él.
Lo que el escritor necio o inexperto hace con esta idea es ocultarle al lector la relación padre-hija hasta el último momento, y al llegar a este punta salta y exclama: "¡Sorpresa!" Si el escritor cuenta la historia desde el punto de vista del padre y se guarda un detalle tan importante, no respeta el tradicional pacto lector-escritor, es decir, le hace una jugarreta al primero.
Por otro lado, si la historia está contada desde el punto de vista de la hija, el recurso es legítimo porque el lector sólo puede saber lo que la chica sabe. Lo que ocurre entonces, sin embargo, es que el escritor hace mal uso de la idea. En esta historia, la hija es simplemente una víctima, puesto que no conoce los hechos que le permitían optar por alternativas, a saber: afrontar sus sentimientos y tomar una decisión, bien aceptando el papel de hija, bien escogiendo violar el tabú del incesto.
Cuando el personaje central es un víctima, no quien actúa, sino sobre quién se actúa, no puede haber auténtica intriga. Es cierto que en la gran narrativa no siempre es fácil distinguir si el personaje central es al mismo tiempo agente. La institutriz de Otra vuelta de tuerca negaría rotundamente que está actuando en complicidad con las fuerzas del mal, pero poco a poco, con gran horror por nuestra parte, nos damos cuenta de que así es.(...)
En el análisis final, la verdadera intriga viene con el dilema moral y la valentía de tomar decisiones y actuar en consecuencia. La falsa intriga proviene de la sucesión absurda y accidental de los acontecimientos. El escritor más hábil o experto proporciona al lector, a su debido tiempo, la información necesaria para comprender la historia, con lo que éste, a medida que lee, en lugar de preguntarse "¿Qué les ocurrirá ahora a los personajes?" lo que se plantea es: "¿Qué hará Frank a continuación?¿Qué diría Wanda si Frank decidiera...?" y así sucesivamente.
Al entrar en la historia de esta forma, el lector siente auténtica intriga, o lo que es lo mismo, auténtico interés por los personajes. Toma parte activa, por secundaria que sea, en el desarrollo de la historia: especula, intenta prever, y como se le ha proporcionado información importante, está en situación de advertir el error si el autor extrae conclusiones falsas o poco convincentes, si fuerza el desarrollo en una dirección que no sería natural, o si atribuye a los personajes sentimientos que nadie tendría de hallarse en lugar de éstos.
(...)La moralidad de la historia de Frank y Wanda no reside en que éstos opten por no cometer incesto o decidan que sí lo cometerán. La buena narrativa no se ocupa de los códigos de conducta -o, en todo caso, lo hace indirectamente- El joven escritor que comprende porqué es más inteligente presentar el caso de Frank y Wanda como una historia de dilema, sufrimiento y necesidad de optar por una u otra alternativa está en situación de comprender la generosidad de la buena narrativa. El escritor inteligente, para conferir fuerza a su relato, confía en los personajes y en el argumento, y no en la treta de guardarse información, ni siquiera en hacerlo al final.
Dicho de otra manera, el escritor procede abiertamente, evoluciona en la cuerda floja, sin red. Y también es generoso en el sentido de que, a pesar de su dominio de las técnicas narrativas, sólo recurre a las que convienen a la historia: es, literalmente, servidor de ésta y no un doncel que utiliza la historia como mera excusa para alardear. Aunque esto no quiere decir que el escritor no conceda importancia a la realización. Las técnicas que emplea porque la historia lo exige las emplea con brillantez. Trabaja totalmente al servicio de la historia, pero con elegancia.
(...) La buena novela, tiene hondura intelectual y emotiva, lo cual significa que una historia cuya idea central sea estúpida, por brillantemente contada que esté, lo será igualmente. Tomemos un ejemplo sencillo. Un joven periodista descubre que su padre, que es el alcalde de la ciudad y que ha sido siempre un héroe para él, en secreto posee burdeles y sex-shops y practica la usura.¿Descubrirá el pastel el hijo? Sean cuales fueren sus actividades secretas, ha sido el padre de nuestro periodista quién le ha enseñado todos los valores que defiende, entre ellos la integridad, la valentía y la conciencia social. ¿Qué hará el periodista?
¿Y a quién le importa?Como planteamiento es una imbecilidad. Su primer error es que el conflicto que presenta (¿qué es más importante, la integridad o la lealtad personal?) carece de interés. Es tan obvio que la integridad personal se puede someter a las exigencias de un tipo más elevado de integridad, que no vale la pena hablar de ello. Y en el caso de esta historia hipotética, la vileza del padre es de tal calibre que sólo a un tonto le atormentará la duda de si debe o no anteponer la lealtad personal.
El error más grave de esta idea es que no empieza por el personaje, sino por la situación. El personaje es la vida de la novela. el ambiente existe sólo para que el personaje tenga un entorno en el que moverse, algo que ayude a definirlo. el argumento existe para que el personaje pueda descubrir algo de sí mismo, y, en el proceso, revelar al lector cómo es él realmente: el argumento obliga al personaje a decidir y a actuar, lo transforma de estética construcción en ser humano vivo que toma decisiones y paga las consecuencias u obtiene recompensas.(...)
En casi toda buena novela, la forma básica -casi ineludiblemente- de la trama es: un personaje central quiere algo, lo persigue a pesar de la oposición que encuentra (en la que, quizá, se incluyan sus propias dudas) y gana, pierde o se inhibe.
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Camus, creo recordar, decía que para él la inspiración se explicaba con tres palabras: trabajo, trabajo y trabajo.
*Natalie Goldberg, poetisa norteamericana, describe en su libro "El gozo de escribir" todos los problemas del proceso creativo y aconseja que el autor aficionado se acostumbre a escribir todos los días, durante un tiempo determinado (15 minutos, una hora); no hace falta que se escriba un cuento serio, cualquier cosa es válida: un artículo, un diario, una carta, o simplemente una descripción de tus recuerdos, tus pensamientos, tus sensaciones... todo lo que sea coger un lápiz (o un ordenador) y juntar palabras una detrás de otra sirve para practicar.
*Muchos otros escritores cuando dan consejos a los escritores jóvenes o noveles destacan esa misma idea: a escribir se aprende escribiendo, no hay otra manera. Hay que escribir, escribir y volver a escribir. Si sigues ese consejo llega un momento en el que el temido bloqueo -eso de que sentarse ante la página (o la pantalla) en blanco y no saber QUÉ decir- no es un problema, porque te has pasado muchas horas escribiendo sin saber de qué escribir y te has dado cuenta de que cualquier tema es bueno: desde tus recuerdos de la infancia o los sentimientos que te provoca un perfume, hasta las travesuras de tu gatito o la forma en la que las vecinas se ponen a discutir en el portal. Siempre hay una historia.
*Una de las cosas que suelo hacer para desatascarme cuando no sé de qué hablar o cómo hacerlo, es llenar una página o varias con las primeras frases que se me pasan por la cabeza, sin pensar y sobre todo sin parar: me pongo un límite (de tiempo o de número de folios) y lo cumplo sin detenerme un segundo y sin corregir lo que he escrito, siempre hacia adelante. Después, cuando termino, me tomo un pequeño descanso y luego lo leo todo y saco los párrafos, frases o ideas que más me llaman la atención, de las que incluso surgen historias.
*Otro ejercicio que me gusta mucho y me sirve para practicar es derivar de otra historia. Se trata de escoger una historia conocida y escribir una nueva versión: por ejemplo, sacar un cuento de algún episodio mítico o bíblico, o escoger una escena de alguna obra famosa, o no tan famosa, pero que conozcamos bien, y contarla tal como nosotros la hubiéramos escrito (mejor no comparar después),incluso una historia entera ¿porqué no? Muchas obras están sacadas o inspiradas en historias ya conocidas, empezando por el Ulises de James Joyce (de la Odisea de Homero), hasta Heredarás la Tierra.
*Más cosas: escribir algo que nos importe menos, para descansar. Por ejemplo, a mí lo que me interesa es la prosa (cuento, novela corta) y es lo que más me preocupa. Pues para practicar, o cuando estoy atascada, me pongo a escribir poemas, que me salen mucho peor, pero no me importa tanto. Y,por lo menos, estoy escribiendo. También se pueden escribir imaginarios artículos periodísticos, colaboraciones del taller literario, hasta cartas al director de nuestro periódico... cualquier cosa que sea escribir y que no signifique tanto como lo que tenemos entre manos.
*También se puede sencillamente, descansar del todo. ¿No os pasa que muchas veces cuando estáis haciendo algo aburrido o repetitivo se os ocurre de repente una idea genial? Por lo visto es que cuando estamos llevando a cabo una tarea rutinaria y repetitiva (pero de ocio, se entiende) nuestro cerebro descansa, se relaja, y entonces aparece la maravillosa inspiración. A mí me ocurre cuando estoy caminando, yendo en el autobús o haciendo ejercicio. ¡Una vez se me ocurrió un cuento precioso mientras pelaba patatas! Ah, y una cosa más, que ya se me olvidaba.
*Cuando a mí se me ocurren más ideas y me entran más ganas de escribir es justo cuando acabo de leer algo que me ha impactado, incluso si es un libro que estoy leyendo por tercera o por cuarta vez.... De repente siento un ansia incontrolable por coger el ordenador y ponerme a escribir lo que sea, como sea y cuando sea.
*En esto, como en otras cosas, yo prefiero el enfoque tranquilo. Mi consejo es: primero, no tengais prisa. Guardad el bolígrafo o apagad el ordenador, y salid en busca del mundo real. Pasead, id a trabajar, mirad por la ventana, montad en metro... pero con los ojos muy abiertos. La próxima historia está oculta dentro de nosotros, pero la chispa que la inicie puede estar en cualquier recodo de los caminos.
*A veces la historia empieza por una frase, otras veces por un personaje, otras veces por un escenario. Leed y cread frases, mirad e imaginad personajes, mirad e inventad escenarios, y ya aparecerá. Después, seguid sin tener prisa. Por fin sentireis que estais listos para sentaros ante el papel en blanco o ante el ordenador. Bien, pues entonces, solo entonces, que nada se interponga en vuestro camino, y a por ello. Dejad salir las palabras, deprisa, que al final habrá tiempo para corregir, repasar, incluso reescribir completamente a veces, y, lo que me parece muy interesante, borrar todas esas palabras que, en una lectura sosegada, descubrimos que sobran.
Sobre la trama de una novela
John Gardner
Sólo el escritor que ha llegado a comprender lo difícil que es contar una historia de excepcional calidad -sin manipulaciones fáciles, sin romper su continuaidad, sin jactancia ni cohibición- está en condiciones de apreciar en su totalidad la "generosidad" de la ficción.
En la mejor ficción narrativa, la trama no es una sucesión de sorpresas, sino una sucesión cada vez más emocionante de descubrimientos, o de momentos de comprensión. Un o de los errores más habituales de los escritores noveles (de los que entienden que escribir novela es contar historias) es creer que la fuerza del relato radica en la información que se retiene, es decir, en que el escritor consiga tener al lector siempre en sus manos, para descargarle el golpe definitivo cuando menos se lo espera. La ficción avara es aquélla en la que el autor se niega a tratar al lector de igual a igual
Supongamos, por ejemplo, que el escritor ha decidido contar la historia de un hombre que se traslada a vivir a una casa que está al lado de la casa de su hija, una jovencita que no sabe que su nuevo vecino es su padre. El hombre -llamémosle Frank- no le dice a la muchacha -que podría llamarse Wanda- que es hija suya. Se hacen amigos y, a pesar de la diferencia de edad, ella comienza a sentirse atraída sexualmente por él.
Lo que el escritor necio o inexperto hace con esta idea es ocultarle al lector la relación padre-hija hasta el último momento, y al llegar a este punta salta y exclama: "¡Sorpresa!" Si el escritor cuenta la historia desde el punto de vista del padre y se guarda un detalle tan importante, no respeta el tradicional pacto lector-escritor, es decir, le hace una jugarreta al primero.
Por otro lado, si la historia está contada desde el punto de vista de la hija, el recurso es legítimo porque el lector sólo puede saber lo que la chica sabe. Lo que ocurre entonces, sin embargo, es que el escritor hace mal uso de la idea. En esta historia, la hija es simplemente una víctima, puesto que no conoce los hechos que le permitían optar por alternativas, a saber: afrontar sus sentimientos y tomar una decisión, bien aceptando el papel de hija, bien escogiendo violar el tabú del incesto.
Cuando el personaje central es un víctima, no quien actúa, sino sobre quién se actúa, no puede haber auténtica intriga. Es cierto que en la gran narrativa no siempre es fácil distinguir si el personaje central es al mismo tiempo agente. La institutriz de Otra vuelta de tuerca negaría rotundamente que está actuando en complicidad con las fuerzas del mal, pero poco a poco, con gran horror por nuestra parte, nos damos cuenta de que así es.(...)
En el análisis final, la verdadera intriga viene con el dilema moral y la valentía de tomar decisiones y actuar en consecuencia. La falsa intriga proviene de la sucesión absurda y accidental de los acontecimientos. El escritor más hábil o experto proporciona al lector, a su debido tiempo, la información necesaria para comprender la historia, con lo que éste, a medida que lee, en lugar de preguntarse "¿Qué les ocurrirá ahora a los personajes?" lo que se plantea es: "¿Qué hará Frank a continuación?¿Qué diría Wanda si Frank decidiera...?" y así sucesivamente.
Al entrar en la historia de esta forma, el lector siente auténtica intriga, o lo que es lo mismo, auténtico interés por los personajes. Toma parte activa, por secundaria que sea, en el desarrollo de la historia: especula, intenta prever, y como se le ha proporcionado información importante, está en situación de advertir el error si el autor extrae conclusiones falsas o poco convincentes, si fuerza el desarrollo en una dirección que no sería natural, o si atribuye a los personajes sentimientos que nadie tendría de hallarse en lugar de éstos.
(...)La moralidad de la historia de Frank y Wanda no reside en que éstos opten por no cometer incesto o decidan que sí lo cometerán. La buena narrativa no se ocupa de los códigos de conducta -o, en todo caso, lo hace indirectamente- El joven escritor que comprende porqué es más inteligente presentar el caso de Frank y Wanda como una historia de dilema, sufrimiento y necesidad de optar por una u otra alternativa está en situación de comprender la generosidad de la buena narrativa. El escritor inteligente, para conferir fuerza a su relato, confía en los personajes y en el argumento, y no en la treta de guardarse información, ni siquiera en hacerlo al final.
Dicho de otra manera, el escritor procede abiertamente, evoluciona en la cuerda floja, sin red. Y también es generoso en el sentido de que, a pesar de su dominio de las técnicas narrativas, sólo recurre a las que convienen a la historia: es, literalmente, servidor de ésta y no un doncel que utiliza la historia como mera excusa para alardear. Aunque esto no quiere decir que el escritor no conceda importancia a la realización. Las técnicas que emplea porque la historia lo exige las emplea con brillantez. Trabaja totalmente al servicio de la historia, pero con elegancia.
(...) La buena novela, tiene hondura intelectual y emotiva, lo cual significa que una historia cuya idea central sea estúpida, por brillantemente contada que esté, lo será igualmente. Tomemos un ejemplo sencillo. Un joven periodista descubre que su padre, que es el alcalde de la ciudad y que ha sido siempre un héroe para él, en secreto posee burdeles y sex-shops y practica la usura.¿Descubrirá el pastel el hijo? Sean cuales fueren sus actividades secretas, ha sido el padre de nuestro periodista quién le ha enseñado todos los valores que defiende, entre ellos la integridad, la valentía y la conciencia social. ¿Qué hará el periodista?
¿Y a quién le importa?Como planteamiento es una imbecilidad. Su primer error es que el conflicto que presenta (¿qué es más importante, la integridad o la lealtad personal?) carece de interés. Es tan obvio que la integridad personal se puede someter a las exigencias de un tipo más elevado de integridad, que no vale la pena hablar de ello. Y en el caso de esta historia hipotética, la vileza del padre es de tal calibre que sólo a un tonto le atormentará la duda de si debe o no anteponer la lealtad personal.
El error más grave de esta idea es que no empieza por el personaje, sino por la situación. El personaje es la vida de la novela. el ambiente existe sólo para que el personaje tenga un entorno en el que moverse, algo que ayude a definirlo. el argumento existe para que el personaje pueda descubrir algo de sí mismo, y, en el proceso, revelar al lector cómo es él realmente: el argumento obliga al personaje a decidir y a actuar, lo transforma de estética construcción en ser humano vivo que toma decisiones y paga las consecuencias u obtiene recompensas.(...)
En casi toda buena novela, la forma básica -casi ineludiblemente- de la trama es: un personaje central quiere algo, lo persigue a pesar de la oposición que encuentra (en la que, quizá, se incluyan sus propias dudas) y gana, pierde o se inhibe.
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Decálogo del escritor, por Augusto Monterroso
Primero.
Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.
Segundo.
No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.
Tercero.
En ninguna circunstancia olvides el célebre dictum: "En literatura no hay nada escrito".
Cuarto.
Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamas escribas nada con cincuenta palabras.
Quinto.
Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche.
Sexto.
Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.
Séptimo.
No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.
Octavo.
Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.
Noveno.
Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.
Décimo.
Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.
Undécimo.
No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.
Duodécimo.
Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecera tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratara de tocarte el saco en la calle, ni te señalara con el dedo en el supermercado.
El autor da la opción al escritor, de descartar dos de estos enunciados, y quedarse con los restantes diez.
Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.
Segundo.
No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.
Tercero.
En ninguna circunstancia olvides el célebre dictum: "En literatura no hay nada escrito".
Cuarto.
Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamas escribas nada con cincuenta palabras.
Quinto.
Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche.
Sexto.
Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.
Séptimo.
No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.
Octavo.
Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.
Noveno.
Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.
Décimo.
Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.
Undécimo.
No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.
Duodécimo.
Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecera tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratara de tocarte el saco en la calle, ni te señalara con el dedo en el supermercado.
El autor da la opción al escritor, de descartar dos de estos enunciados, y quedarse con los restantes diez.
El lenguaje de la literatura
Texto extraído del libro Filosofía del arte y la literatura del autor chileno: Juan O. Jofré
La evidencia de que la obra literaria es obra de lenguaje ha llevado a muchos críticos a admitir que la literatura es un lenguaje y que su esencia radica en un modo especial de su ser lingüístico. Se opone entonces lenguaje ordinario a lenguaje poético y se trata de demostrar que este último posee ciertos atributos exclusivos de los que carece el lenguaje ordinario. Importantes corrientes de la poética contemporánea - decir de la ciencia o teoría de la literatura- piensan que como la literatura, según este modo de ver, es un lenguaje, ha de estudiársela con criterios y métodos lingüísticos, por lo cual además, la poética vendría a ser una rama subsidiaria de la lingüística.
Es obvio que no se puede negar el estrcho parentesco de la obra literaria con el lenguaje pero, de la evidencia de que la obra literaria es obra de lenguaje, no se puede seguir que la literatura misma sea lenguaje. Si la obra literaria fuera básicamente un mensaje lingüístico por este solo hecho se descalificaría como arte, ya que la obra literaria no es medio o instrumento destinado a informar sobre el mundo de los hechos reales objetivos o subjetivos. Importantes corrientes literarias han querido encontrar la esencia de la obra de arte literaria en una suerte de lenguaje connotativo, a diferencia del lenguaje ordinario y científico que se concibe sustancialmente como denotativo. Sin embargo estas teorías es empeñan en ignorar el hecho evidentísimo de que existen muchísimos discursos fundamentalmente connotativos que de ningún modo pueden pasar por poéticos.
La literatura tiene un lenguaje, que no es tú más ni menos que el lenguaje ordinario, pero ella misma como un todo no es lenguaje, sino arte. Es verdad que una parte importante de su peculiaridad como arte reside en el lenguaje, pero este lenguaje es sólo la materia prima de que se vale el poeta para construir su mundo de ficción. Así como el pintor se vale de ciertos materiales como la tela y los pigmentos y, escultor del mármol o del bronce, el escritor se vale del lenguaje. El lenguaje Y toda materia impone sus derechos al artista en tanto el artista no puede hacer lo que quiera con la materia sino, tan sólo, lo que su naturaleza posibilita. No es lo mismo trabajar con mármol que con arcilla, ni pintar sobre tela que sobre muros. Del mismo modo el poeta no podrá tratar como quiera material, el lenguaje, sino que tendrá que atenerse, aunque sea de una manera menos rigurosa y formal, a las leyes morfológicas, sintácticas y semánticas que el lenguaje de suyo posee. Podrá innovar, más allá de los hábitos al uso, pero nunca podrá destruir su materia lingüísticas por grandes que sean las exigencias de expresión. De aquí que sea correcto hablar del lenguaje de la poesía, si por ello se entiende la materia con que trabaja el poeta y que sea incorrecto hablar de la poesía como lenguaje, porque la poesía es, entre otras cosas, mucho más que el lenguaje de que está hecha.
La evidencia de que la obra literaria es obra de lenguaje ha llevado a muchos críticos a admitir que la literatura es un lenguaje y que su esencia radica en un modo especial de su ser lingüístico. Se opone entonces lenguaje ordinario a lenguaje poético y se trata de demostrar que este último posee ciertos atributos exclusivos de los que carece el lenguaje ordinario. Importantes corrientes de la poética contemporánea - decir de la ciencia o teoría de la literatura- piensan que como la literatura, según este modo de ver, es un lenguaje, ha de estudiársela con criterios y métodos lingüísticos, por lo cual además, la poética vendría a ser una rama subsidiaria de la lingüística.
Es obvio que no se puede negar el estrcho parentesco de la obra literaria con el lenguaje pero, de la evidencia de que la obra literaria es obra de lenguaje, no se puede seguir que la literatura misma sea lenguaje. Si la obra literaria fuera básicamente un mensaje lingüístico por este solo hecho se descalificaría como arte, ya que la obra literaria no es medio o instrumento destinado a informar sobre el mundo de los hechos reales objetivos o subjetivos. Importantes corrientes literarias han querido encontrar la esencia de la obra de arte literaria en una suerte de lenguaje connotativo, a diferencia del lenguaje ordinario y científico que se concibe sustancialmente como denotativo. Sin embargo estas teorías es empeñan en ignorar el hecho evidentísimo de que existen muchísimos discursos fundamentalmente connotativos que de ningún modo pueden pasar por poéticos.
La literatura tiene un lenguaje, que no es tú más ni menos que el lenguaje ordinario, pero ella misma como un todo no es lenguaje, sino arte. Es verdad que una parte importante de su peculiaridad como arte reside en el lenguaje, pero este lenguaje es sólo la materia prima de que se vale el poeta para construir su mundo de ficción. Así como el pintor se vale de ciertos materiales como la tela y los pigmentos y, escultor del mármol o del bronce, el escritor se vale del lenguaje. El lenguaje Y toda materia impone sus derechos al artista en tanto el artista no puede hacer lo que quiera con la materia sino, tan sólo, lo que su naturaleza posibilita. No es lo mismo trabajar con mármol que con arcilla, ni pintar sobre tela que sobre muros. Del mismo modo el poeta no podrá tratar como quiera material, el lenguaje, sino que tendrá que atenerse, aunque sea de una manera menos rigurosa y formal, a las leyes morfológicas, sintácticas y semánticas que el lenguaje de suyo posee. Podrá innovar, más allá de los hábitos al uso, pero nunca podrá destruir su materia lingüísticas por grandes que sean las exigencias de expresión. De aquí que sea correcto hablar del lenguaje de la poesía, si por ello se entiende la materia con que trabaja el poeta y que sea incorrecto hablar de la poesía como lenguaje, porque la poesía es, entre otras cosas, mucho más que el lenguaje de que está hecha.
¿ Por qué escribir ? por Jean Paul Sartre
¿ Por qué escribir ?
Jean Paul Sartre ( Qué es la literatura)
Cada cual tiene sus razones: para éste, el arte es un escape; para aquél, un modo de conquistar. Pero cabe huir a una ermita, a la locura, a la muerte y cabe conquistar con las armas. ¿Por qué precisamente escribir, hacer por escrito esas evasiones y esas conquistas? Es que, detrás de los diversos propósitos de los autores, hay una elección más profunda e inmediata, común a todos. Vamos a intentar una elucidación de esta elección y veremos si no es ella misma lo que induce a reclamar a los escritores que se comprometan.
Cada una de nuestras percepciones va acompañada de la conciencia de que la realidad humana es "reveladora", es decir, de que "hay" ser gracias a ella o, mejor aún, que el hombre es el medio por el que las cosas se manifiestan; es nuestra presencia en el mundo lo que multiplica las relaciones; somos nosotros los que ponemos en relación este árbol con ese trozo de cielo; gracias a nosotros, esa estrella, muerta hace milenios, ese cuarto de luna y ese río se revelan en la unidad de un paisaje; es la velocidad de nuestro automóvil o nuestro avión lo que organiza las grandes masas terrestres; con cada uno de nuestros actos, el mundo nos revela un rostro nuevo. Pero, si sabemos que somos los detectores del ser, sabemos también que no somos sus productores. Si le volvemos la espalda, ese paisaje quedará sumido en su permanencia oscura. Quedará sumido por lo menos; no hay nadie tan loco que crea que el paisaje se reducirá a la nada. Seremos nosotros los que nos reduciremos a la nada y la tierra continuará en su letargo hasta que otra conciencia venga a despertarla. De este modo, a nuestra
certidumbre interior de ser "reveladores" se une la de ser inesenciales en relación con la cosa revelada.
Uno de los principales motivos de la creación artística es indudablemente la necesidad de sentirnos esenciales en relación con el mundo. Este aspecto de los campos o del mar y esta expresión del rostro por mí revelados, cuando los fijo en un cuadro o un escrito, estrechando las relaciones, introduciendo el orden donde no lo había, imponiendo la unidad de espíritu a la diversidad de la cosa, tienen para mi conciencia el valor de una producción, es decir, hacen que me sienta esencial en relación con mi creación. Pero esta vez, lo que se me escapa es el objeto creado: no puedo revelar y producir a la vez. La creación pasa a lo inesencial en relación con la actividad creadora. Por de pronto, aunque parezca a los demás algo definitivo, el objeto creado siempre se nos muestra como provisional: siempre podemos cambiar esta línea, este color, esta palabra. El objeto creado no se impone jamás. Un aprendiz de pintor preguntaba a su maestro: ,,¿Cuándo debo estimar que mi cuadro está acabado?" Y el maestro contestó: "Cuando puedas contemplarlo con sorpresa, diciéndote: «¡Soy yo quien ha hecho esto!»" Lo que equivale a decir: nunca. Pues esto equivaldría a contemplar la propia obra con ojos ajenos y a revelar lo que se ha creado. Pero es manifiesto que cuanto más conciencia tenemos de nuestro actividad creadora menos tenemos de la cosa creada. Cuando se trata de una vasija o un cajón que fabricamos conforme a las normas tradicionales y con útiles cuyo empleo está codificado, es el famoso "se" de Heidegger lo que trabaja por medio de nuestras manos. En este caso, el resultado puede parecernos lo bastante extraño a nosotros como para conservar a nuestros ojos su objetividad. Pero, si producimos nosotros mismos las normas de la producción, las medidas y los criterios y si nuestro impulso creador viene de lo más profundo del corazón, no cabe nunca encontrar en la obra otra cosa que nosotros mismos: somos nosotros quienes hemos inventado las leyes con las que juzgamos esa obra; vemos en ella nuestra historia, nuestro amor, nuestra alegría; aunque la contemplemos sin volverla a tocar, nunca nos entrega esa alegría o ese amor,porque somos nosotros quienes ponernos esas cosas en ella; los resultados que hemos obtenido sobre el lienzo o sobre el papel no nos parecen nunca objetivos, pues conocemos demasiado bien los procedimientos de los que son los efectos. Estos procedimientos continúan siendo un hallazgo subjetivo: son nosotros mismos, nuestra inspiración, nuestra astucia, y, cuando tratamos de percibir nuestra obra, todavía la creamos, repetimos mentalmente las operaciones que la han producido y cada uno de los aspectos se nos manifiesta como un resultado. Así, en la percepción, el objeto se manifiesta como esencial y el sujeto como inesencial; éste busca la esencialidad en la creación y la obtiene, pero entonces el objeto se convierte en inesencial.
En parte alguna se hace esta dialéctica más evidente que en el arte de escribir. El objeto literario es un trompo extraño que sólo existe en movimiento. Para que surja, hace falta un acto concreto que se denomina la lectura y, por otro lado, sólo dura lo que la lectura dure. Fuera de esto, no hay más que trazos negros sobre el papel. Ahora bien, el escritor no puede leer lo que escribe, mientras que el zapatero puede usar los zapatos que acaba de hacer, si son de su número, y el arquitecto puede vivir en la casa que ha construido. Al leer, se prevé, se está a la espera. Se prevé el final de la frase, la frase siguiente, la siguiente página; se espera que se confirmen o se desmientan las previsiones; la. lectura se compone de una multitud de hipótesis, de sueños y despertares, de esperanzas y decepciones; los lectores se hallan siempre más adelante de la frase que leen, en un porvenir solamente probable que se derrumba en parte y se consolida en otra parte a medida que se avanza, en un porvenir que retrocede de página a página y forma el horizonte móvil del objeto literario. Sin espera, sin porvenir, sin ignorancia, no hay objetividad. Ahora bien, la operación de escribir supone una cuasi-lectura implícita que hace la verdadera lectura imposible. Cuando las palabras se forman bajo la pluma, el autor las ve, sin duda, pero no las ve como el lector, pues las conoce antes de escribirlas; su mirada no tiene por función despertar rozando las palabras dormidas que están a la espera de ser leídas, sino de controlar el trazado de los signos; es una misión puramente reguladora, en suma, y la vista nada enseña en este caso, salvo los menudos errores de la mano. El escritor no prevé ni conjetura: proyecta. Con frecuencia, se espera; espera, como se dice, la inspiración. Pero no se espera a sí mismo como se espera a los demás; si vacila, sabe que el porvenir no está labrado, que es él mismo quien tiene que labrarlo, y, si ignora todavía qué va a ser de su héroe, es sencillamente que todavía no ha pensado en ello, que no lo ha decidido; entonces, el futuro es una página en blanco, mientras que el futuro del lector son doscientas paginas llenas de palabras que le separan del fin. Así, el escritor no hace más que volver a encontrar en todas partes su saber, su voluntad, sus proyectos; es decir, vuelve a encontrarse a sí mismo; no tiene jamás contacto con su propia subjetividad y el objeto que crea está fuera de alcance: no lo crea para él. Si se relee, es ya demasiado tarde; su frase no será jamás a sus ojos completamente una cosa. El escritor va hasta los límites de lo subjetivo, pero no los franquea: aprecia el efecto de un rasgo, de una máxima, de un adjetivo bien colocado, pero se trata del efecto sobre los demás; puede estimarlo, pero no volverlo a sentir. Proust nunca ha descubierto la homosexualidad de Charlus, porque la tenía decidida antes de iniciar su libro. Y si la obra adquiere un día para su autor cierto aspecto de subjetividad, es que han transcurrido los años y que el autor ha olvidado lo escrito, no tiene ya en ello arte ni parte y no sería ya indudablemente capaz de escribirlo. Tal vez es el caso de Rousseau volviendo a leer El contrato social al final de su vida.
No es verdad, pues, que se escriba para sí mismo: sería el mayor de los fracasos; al proyectar las emociones sobre el papel, apenas se lograría procurarles una lánguida prolongación. El acto creador no es más que un momento incompleto y abstracto de la producción de una obra; si el autor fuera el único hombre existente, por mucho que escribiera, jamás su obra vería la luz como objeto; no habría más remedio que dejar la pluma o desesperarse. Pero la operación de escribir supone la de leer como su correlativo dialéctico y estos dos actos conexos necesitan dos agentes distintos. Lo que hará surgir ese objeto concreto e imaginario, que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y del lector. Sólo hay arte por y para los demás.
Jean Paul Sartre ( Qué es la literatura)
Cada cual tiene sus razones: para éste, el arte es un escape; para aquél, un modo de conquistar. Pero cabe huir a una ermita, a la locura, a la muerte y cabe conquistar con las armas. ¿Por qué precisamente escribir, hacer por escrito esas evasiones y esas conquistas? Es que, detrás de los diversos propósitos de los autores, hay una elección más profunda e inmediata, común a todos. Vamos a intentar una elucidación de esta elección y veremos si no es ella misma lo que induce a reclamar a los escritores que se comprometan.
Cada una de nuestras percepciones va acompañada de la conciencia de que la realidad humana es "reveladora", es decir, de que "hay" ser gracias a ella o, mejor aún, que el hombre es el medio por el que las cosas se manifiestan; es nuestra presencia en el mundo lo que multiplica las relaciones; somos nosotros los que ponemos en relación este árbol con ese trozo de cielo; gracias a nosotros, esa estrella, muerta hace milenios, ese cuarto de luna y ese río se revelan en la unidad de un paisaje; es la velocidad de nuestro automóvil o nuestro avión lo que organiza las grandes masas terrestres; con cada uno de nuestros actos, el mundo nos revela un rostro nuevo. Pero, si sabemos que somos los detectores del ser, sabemos también que no somos sus productores. Si le volvemos la espalda, ese paisaje quedará sumido en su permanencia oscura. Quedará sumido por lo menos; no hay nadie tan loco que crea que el paisaje se reducirá a la nada. Seremos nosotros los que nos reduciremos a la nada y la tierra continuará en su letargo hasta que otra conciencia venga a despertarla. De este modo, a nuestra
certidumbre interior de ser "reveladores" se une la de ser inesenciales en relación con la cosa revelada.
Uno de los principales motivos de la creación artística es indudablemente la necesidad de sentirnos esenciales en relación con el mundo. Este aspecto de los campos o del mar y esta expresión del rostro por mí revelados, cuando los fijo en un cuadro o un escrito, estrechando las relaciones, introduciendo el orden donde no lo había, imponiendo la unidad de espíritu a la diversidad de la cosa, tienen para mi conciencia el valor de una producción, es decir, hacen que me sienta esencial en relación con mi creación. Pero esta vez, lo que se me escapa es el objeto creado: no puedo revelar y producir a la vez. La creación pasa a lo inesencial en relación con la actividad creadora. Por de pronto, aunque parezca a los demás algo definitivo, el objeto creado siempre se nos muestra como provisional: siempre podemos cambiar esta línea, este color, esta palabra. El objeto creado no se impone jamás. Un aprendiz de pintor preguntaba a su maestro: ,,¿Cuándo debo estimar que mi cuadro está acabado?" Y el maestro contestó: "Cuando puedas contemplarlo con sorpresa, diciéndote: «¡Soy yo quien ha hecho esto!»" Lo que equivale a decir: nunca. Pues esto equivaldría a contemplar la propia obra con ojos ajenos y a revelar lo que se ha creado. Pero es manifiesto que cuanto más conciencia tenemos de nuestro actividad creadora menos tenemos de la cosa creada. Cuando se trata de una vasija o un cajón que fabricamos conforme a las normas tradicionales y con útiles cuyo empleo está codificado, es el famoso "se" de Heidegger lo que trabaja por medio de nuestras manos. En este caso, el resultado puede parecernos lo bastante extraño a nosotros como para conservar a nuestros ojos su objetividad. Pero, si producimos nosotros mismos las normas de la producción, las medidas y los criterios y si nuestro impulso creador viene de lo más profundo del corazón, no cabe nunca encontrar en la obra otra cosa que nosotros mismos: somos nosotros quienes hemos inventado las leyes con las que juzgamos esa obra; vemos en ella nuestra historia, nuestro amor, nuestra alegría; aunque la contemplemos sin volverla a tocar, nunca nos entrega esa alegría o ese amor,porque somos nosotros quienes ponernos esas cosas en ella; los resultados que hemos obtenido sobre el lienzo o sobre el papel no nos parecen nunca objetivos, pues conocemos demasiado bien los procedimientos de los que son los efectos. Estos procedimientos continúan siendo un hallazgo subjetivo: son nosotros mismos, nuestra inspiración, nuestra astucia, y, cuando tratamos de percibir nuestra obra, todavía la creamos, repetimos mentalmente las operaciones que la han producido y cada uno de los aspectos se nos manifiesta como un resultado. Así, en la percepción, el objeto se manifiesta como esencial y el sujeto como inesencial; éste busca la esencialidad en la creación y la obtiene, pero entonces el objeto se convierte en inesencial.
En parte alguna se hace esta dialéctica más evidente que en el arte de escribir. El objeto literario es un trompo extraño que sólo existe en movimiento. Para que surja, hace falta un acto concreto que se denomina la lectura y, por otro lado, sólo dura lo que la lectura dure. Fuera de esto, no hay más que trazos negros sobre el papel. Ahora bien, el escritor no puede leer lo que escribe, mientras que el zapatero puede usar los zapatos que acaba de hacer, si son de su número, y el arquitecto puede vivir en la casa que ha construido. Al leer, se prevé, se está a la espera. Se prevé el final de la frase, la frase siguiente, la siguiente página; se espera que se confirmen o se desmientan las previsiones; la. lectura se compone de una multitud de hipótesis, de sueños y despertares, de esperanzas y decepciones; los lectores se hallan siempre más adelante de la frase que leen, en un porvenir solamente probable que se derrumba en parte y se consolida en otra parte a medida que se avanza, en un porvenir que retrocede de página a página y forma el horizonte móvil del objeto literario. Sin espera, sin porvenir, sin ignorancia, no hay objetividad. Ahora bien, la operación de escribir supone una cuasi-lectura implícita que hace la verdadera lectura imposible. Cuando las palabras se forman bajo la pluma, el autor las ve, sin duda, pero no las ve como el lector, pues las conoce antes de escribirlas; su mirada no tiene por función despertar rozando las palabras dormidas que están a la espera de ser leídas, sino de controlar el trazado de los signos; es una misión puramente reguladora, en suma, y la vista nada enseña en este caso, salvo los menudos errores de la mano. El escritor no prevé ni conjetura: proyecta. Con frecuencia, se espera; espera, como se dice, la inspiración. Pero no se espera a sí mismo como se espera a los demás; si vacila, sabe que el porvenir no está labrado, que es él mismo quien tiene que labrarlo, y, si ignora todavía qué va a ser de su héroe, es sencillamente que todavía no ha pensado en ello, que no lo ha decidido; entonces, el futuro es una página en blanco, mientras que el futuro del lector son doscientas paginas llenas de palabras que le separan del fin. Así, el escritor no hace más que volver a encontrar en todas partes su saber, su voluntad, sus proyectos; es decir, vuelve a encontrarse a sí mismo; no tiene jamás contacto con su propia subjetividad y el objeto que crea está fuera de alcance: no lo crea para él. Si se relee, es ya demasiado tarde; su frase no será jamás a sus ojos completamente una cosa. El escritor va hasta los límites de lo subjetivo, pero no los franquea: aprecia el efecto de un rasgo, de una máxima, de un adjetivo bien colocado, pero se trata del efecto sobre los demás; puede estimarlo, pero no volverlo a sentir. Proust nunca ha descubierto la homosexualidad de Charlus, porque la tenía decidida antes de iniciar su libro. Y si la obra adquiere un día para su autor cierto aspecto de subjetividad, es que han transcurrido los años y que el autor ha olvidado lo escrito, no tiene ya en ello arte ni parte y no sería ya indudablemente capaz de escribirlo. Tal vez es el caso de Rousseau volviendo a leer El contrato social al final de su vida.
No es verdad, pues, que se escriba para sí mismo: sería el mayor de los fracasos; al proyectar las emociones sobre el papel, apenas se lograría procurarles una lánguida prolongación. El acto creador no es más que un momento incompleto y abstracto de la producción de una obra; si el autor fuera el único hombre existente, por mucho que escribiera, jamás su obra vería la luz como objeto; no habría más remedio que dejar la pluma o desesperarse. Pero la operación de escribir supone la de leer como su correlativo dialéctico y estos dos actos conexos necesitan dos agentes distintos. Lo que hará surgir ese objeto concreto e imaginario, que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y del lector. Sólo hay arte por y para los demás.
Los errores más comunes y como corregirlos
por Ricard de la Casa
Todos cometemos errores, es humano según dice la famosa cita en latín. Es importante que entendamos que, aún con mucha experiencia como bagaje, los seguimos cometiendo, otros errores, desde luego y en algunos casos los mismos, pero alguien también decía que somos la única especie que es capaz de tropezar con la misma piedra dos y tres y hasta cuatro veces. He aquí unos cuantos errores comunes de una obra. Algunos se deslizan casi sin darnos cuenta, y son difíciles de encontrar.
1/ El Personaje principal se vuelve pasivo
Eso suele suceder generalmente porque al cabo de poco tiempo en que nos hemos sumergido completamente en la elaboración de la obra, los personajes suelen cobrar "vida" en nuestro interior y algún personaje secundario toma mayor relevancia. Puede que sea porque el personaje principal ha dejado de gustarnos o justamente porque alguno de secundario nos agrada más o encontramos que la obra mejora o da más juego con ese personaje. Es fácil que suceda así, pensemos que los personajes que actúan de contrapunto del principal, suelen ser los "malos de la película" y estos son, en la mayoría de los casos, mucho más atractivos. En cualquier caso es un error. Desde luego seguimos siendo libres para hacer lo que nos venga en gana, pero seguirá siendo un error de planteamiento. Debemos entonces repasar el texto (las escenas) y ver donde el personaje se vuelve pasivo y devolverle la fuerza perdida. Si eso no nos apetece, o es muy complicado y acabamos prefiriendo al personaje secundario, deberíamos reestructurar la obra para el intercambio de roles o tener más un personaje principal, esta solución es un poquito más complicada, pero la experiencia vale la pena.
2/ No presentar al Personaje Principal en los primeros párrafos
El lector busca, tiene, quiere identificarse con el personaje principal, al menos quiere hallarlo rápidamente para saber como, y a quién prestar mayor atención. Es vital que en la primera escena, se presenten al personaje principal. El comienzo es un tiempo delicado no sólo porque debemos captar la atención del lector, sino porque tenemos que presentar al personaje. Hay muchas formas de hacerlo, no se preocupe por ello, pero si no aparece, el lector tiende a confundirse y creer que algún secundario es el principal (por desgracia somos de costumbres fijas) y cuando éste aparece, la confusión se hace mayor y puede llegar a molestar. Intente mostrar alguna emoción del personaje, eso le servirá para darle profundidad, para caracterizarlo, sin necesidad de describirlo completamente. Ese es un punto importante, no lo haga de forma descarada, sensiblera ni gratuita, la inclusión debe ser natural, si no es así recomponga la escena hasta conseguirlo.
3/ Derrochar Ideas - Argumentos - Caracteres
Un error típico de principiante. Tenemos demasiadas ideas en la cabeza y las queremos meter todas para dar una sensación de complejidad de la trama, de riqueza, no es necesario en absoluto. Servirá, como mucho, para que el lector avezado se de cuenta de la falta de seguridad en nosotros mismos. A menudo utilizamos un personaje para explicar una cosa en el primer capítulo, otro en el segundo, otro en el tercero. Hay que aprovechar a los mismos, utilizarlos más intensamente, eso les dará mayor profundidad psicológica y por ello facilitaremos la labor del lector para seguir la trama. Al utilizar los mismos personajes secundarios y aunque estos no puedan mostrar cambios importantes en su carácter, se debería escoger algunos, por ejemplo el que de la réplica al personaje principal, para mostrar pequeños cambios.
4/ ¿Qué estoy haciendo yo aquí?
No se desespere, a todos les pasa, hasta el más experimentado. Es simplemente falta de previsión, falta de un esquema general del relato o de la novela. Y nos pasa porque a pesar de tener las cosas muy controladas, a todos nos gusta dejar correr la imaginación y ver a donde nos lleva la escena en la que estamos metidos. Tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Es bueno que antes de empezar hallamos diseñado la obra en sus partes principales: personajes, conflictos, escenas. Sólo así sabemos por donde vamos y si nos desviamos deberíamos tener una buena razón. Experimentar no es malo, pero cuanto más organizados estemos, mejor sacaremos provecho de esa experimentación, pues un buen escritor no debería pasar toda una vida escribiendo una sola novela.
Todos cometemos errores, es humano según dice la famosa cita en latín. Es importante que entendamos que, aún con mucha experiencia como bagaje, los seguimos cometiendo, otros errores, desde luego y en algunos casos los mismos, pero alguien también decía que somos la única especie que es capaz de tropezar con la misma piedra dos y tres y hasta cuatro veces. He aquí unos cuantos errores comunes de una obra. Algunos se deslizan casi sin darnos cuenta, y son difíciles de encontrar.
1/ El Personaje principal se vuelve pasivo
Eso suele suceder generalmente porque al cabo de poco tiempo en que nos hemos sumergido completamente en la elaboración de la obra, los personajes suelen cobrar "vida" en nuestro interior y algún personaje secundario toma mayor relevancia. Puede que sea porque el personaje principal ha dejado de gustarnos o justamente porque alguno de secundario nos agrada más o encontramos que la obra mejora o da más juego con ese personaje. Es fácil que suceda así, pensemos que los personajes que actúan de contrapunto del principal, suelen ser los "malos de la película" y estos son, en la mayoría de los casos, mucho más atractivos. En cualquier caso es un error. Desde luego seguimos siendo libres para hacer lo que nos venga en gana, pero seguirá siendo un error de planteamiento. Debemos entonces repasar el texto (las escenas) y ver donde el personaje se vuelve pasivo y devolverle la fuerza perdida. Si eso no nos apetece, o es muy complicado y acabamos prefiriendo al personaje secundario, deberíamos reestructurar la obra para el intercambio de roles o tener más un personaje principal, esta solución es un poquito más complicada, pero la experiencia vale la pena.
2/ No presentar al Personaje Principal en los primeros párrafos
El lector busca, tiene, quiere identificarse con el personaje principal, al menos quiere hallarlo rápidamente para saber como, y a quién prestar mayor atención. Es vital que en la primera escena, se presenten al personaje principal. El comienzo es un tiempo delicado no sólo porque debemos captar la atención del lector, sino porque tenemos que presentar al personaje. Hay muchas formas de hacerlo, no se preocupe por ello, pero si no aparece, el lector tiende a confundirse y creer que algún secundario es el principal (por desgracia somos de costumbres fijas) y cuando éste aparece, la confusión se hace mayor y puede llegar a molestar. Intente mostrar alguna emoción del personaje, eso le servirá para darle profundidad, para caracterizarlo, sin necesidad de describirlo completamente. Ese es un punto importante, no lo haga de forma descarada, sensiblera ni gratuita, la inclusión debe ser natural, si no es así recomponga la escena hasta conseguirlo.
3/ Derrochar Ideas - Argumentos - Caracteres
Un error típico de principiante. Tenemos demasiadas ideas en la cabeza y las queremos meter todas para dar una sensación de complejidad de la trama, de riqueza, no es necesario en absoluto. Servirá, como mucho, para que el lector avezado se de cuenta de la falta de seguridad en nosotros mismos. A menudo utilizamos un personaje para explicar una cosa en el primer capítulo, otro en el segundo, otro en el tercero. Hay que aprovechar a los mismos, utilizarlos más intensamente, eso les dará mayor profundidad psicológica y por ello facilitaremos la labor del lector para seguir la trama. Al utilizar los mismos personajes secundarios y aunque estos no puedan mostrar cambios importantes en su carácter, se debería escoger algunos, por ejemplo el que de la réplica al personaje principal, para mostrar pequeños cambios.
4/ ¿Qué estoy haciendo yo aquí?
No se desespere, a todos les pasa, hasta el más experimentado. Es simplemente falta de previsión, falta de un esquema general del relato o de la novela. Y nos pasa porque a pesar de tener las cosas muy controladas, a todos nos gusta dejar correr la imaginación y ver a donde nos lleva la escena en la que estamos metidos. Tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Es bueno que antes de empezar hallamos diseñado la obra en sus partes principales: personajes, conflictos, escenas. Sólo así sabemos por donde vamos y si nos desviamos deberíamos tener una buena razón. Experimentar no es malo, pero cuanto más organizados estemos, mejor sacaremos provecho de esa experimentación, pues un buen escritor no debería pasar toda una vida escribiendo una sola novela.
David Plante , sobre el anhelo de escribir
Sólo puedo decir que la única manera de saber si uno es o no escritor es sentirse poseído por cierto anhelo. No somos escritores por el mero hecho de que nuestros libros sean publicados y obtengan críticas excelentes y nos proporcionen suficiente dinero en concepto de derechos de autor como para vivir en un penthouse en la ciudad o en una villa en el campo. Somos escritores si preferimos escribir a hacer cualquier otra cosa, si estamos constantemente abrasados por el anhelo —semejante al que podríamos sentir por un amante que estuviera siempre fuera de nuestro alcance —de expresar con palabras aquello que sabemos que las palabras, por mucho que se acerquen, jamás podrán alcanzar. ¿Pero acaso tenemos otra manera para expresar ese anhelo inexpresable? El impulso de cumplir ese deseo , esa extraña añoranza nacida de la sensación de captar algún significado profundo en todo, en tratar de comprender nuestro anhelo, es lo que nos lleva a escribir.. (animus/ número 4).
jueves, 3 de septiembre de 2009
Charlie Kaufmann sobre escribir
http://www.youtube.com/watch?v=oxps3oouNiQ&feature=related
En el minuto 2, este aclamado guionista dice que escribir es una manera de entender el mundo, y una manera que se va desarrollando y sui eres honesta explorar distintos aspectos de una idea te hace wque se te revelen ideas a medida que las exploras y que esto puede durar años sin que tenga fin . Es una problam , porque el fin hay que ponerselo, pero es lo que pasa .
En el minuto 5 dice que no pyede dar consejos a los escritores porque el mismo le debe mucho a la suerte, especialmente guiones que nadie quiso, hasta que Spike Jones si se intereso en hacer " ¿Quieres serJohn Malkovich?" . Pero si tienes un cosa que quieres explorar verdaderamente, si te ientresa hacer lo que uieres hacer en el mudno, hazlo, porque significa encontrara su voz , que es un proceso que lleva toda la vida, un proceso que precisa coraje, al que " yo aun no he llegado, sigo buscando mi voz". Y lo dice el ganador de un Oscar.
En el minuto 2, este aclamado guionista dice que escribir es una manera de entender el mundo, y una manera que se va desarrollando y sui eres honesta explorar distintos aspectos de una idea te hace wque se te revelen ideas a medida que las exploras y que esto puede durar años sin que tenga fin . Es una problam , porque el fin hay que ponerselo, pero es lo que pasa .
En el minuto 5 dice que no pyede dar consejos a los escritores porque el mismo le debe mucho a la suerte, especialmente guiones que nadie quiso, hasta que Spike Jones si se intereso en hacer " ¿Quieres serJohn Malkovich?" . Pero si tienes un cosa que quieres explorar verdaderamente, si te ientresa hacer lo que uieres hacer en el mudno, hazlo, porque significa encontrara su voz , que es un proceso que lleva toda la vida, un proceso que precisa coraje, al que " yo aun no he llegado, sigo buscando mi voz". Y lo dice el ganador de un Oscar.
martes, 1 de septiembre de 2009
Consejito de Baudelaire
EL PERRO Y EL FRASCO
"-Mi lindo perro, mi buen perro, mi querido perrito, acércate y ven a respirar un excelente perfume comprado en la mejor perfumería de la ciudad."
Y el perro, agitando la cola, lo que es, creo, entre esos pobres seres, el signo correspondiente a la risa y la sonrisa, se aproxima y posa curiosamente su nariz húmeda sobre el frasco destapado; después, reculando de improviso con espanto, ladra contra mí a manera de reproche.
"-¡Ah! miserable perro, si te hubiese ofrecido un paquete de excrementos, lo hubieras olfateado con delicia y quizás devorado. Así, tú mismo, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, a quien nunca hay que ofrecer delicados perfumes que lo exasperan, sino inmundicias cuidadosamente elegidas."
Charles Baudelaire
"-Mi lindo perro, mi buen perro, mi querido perrito, acércate y ven a respirar un excelente perfume comprado en la mejor perfumería de la ciudad."
Y el perro, agitando la cola, lo que es, creo, entre esos pobres seres, el signo correspondiente a la risa y la sonrisa, se aproxima y posa curiosamente su nariz húmeda sobre el frasco destapado; después, reculando de improviso con espanto, ladra contra mí a manera de reproche.
"-¡Ah! miserable perro, si te hubiese ofrecido un paquete de excrementos, lo hubieras olfateado con delicia y quizás devorado. Así, tú mismo, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, a quien nunca hay que ofrecer delicados perfumes que lo exasperan, sino inmundicias cuidadosamente elegidas."
Charles Baudelaire
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