CRÍTICA
Un joven autor debe recordar que las razones que llevan a un crítico a reseñar una obra suelen ser muy variadas, siendo una de tantas, pero no la principal, el valor literario de la misma. Hemingway, Flaubert y Galdós, por citar solo unos ejemplos, merecieron en su día el general menosprecio de la crítica. Echegaray y Benavente, considerados hoy unánimemente como autores de segunda fila, obtuvieron sendos premios Nobel. Esto no quiere decir que la crítica se equivoque por sistema, simplemente que a veces lo hace.
DEBATE
Un supuesto intercambio de opiniones e ideas entre escritores que, o bien no están informados del tema a tratar y además no cuentan con un solo dato empírico que pueda refutar la tesis que defienden, o bien sí lo están pero se encuentran que el moderador o el medio en el que publican censura continuamente sus opiniones; o bien están informados y hablan libremente, pero deben enfrentarse al hecho de que unas imposiciones de tiempo o de espacio impiden que el debate arribe a ninguna conclusión.
ÉXITO
El éxito se mide por el éxito, en palabras de Doris Lessing. Esta autora, en plena cumbre de su carrera y cuando ya era considerada unánimemente como una de las más importantes de su generación, escribió bajo seudónimo dos novelas que, tras ser rechazadas por sus editores y más tarde publicadas en una editorial menor, consiguieron unas críticas tibias y unas escasas ventas. Experimentos similares llevados a cabo por numerosos escritores han dado lugar, invariablemente, a resultados similares. Dos novelas de parecida calidad, la primera escrita por un autor consagrado y la segunda por uno novel, obtendrán respuestas de crítica y público muy distintas. La primera, en general, conseguirá un éxito notablemente mayor que la segunda.
Un autor debe estar preparado para el éxito. El éxito origina, irremediablemente, un aluvión de críticas malintencionadas por parte de los que no lo tienen. En el mundillo literario se da por hecho que el escritor de éxito ha obtenido su reconocimiento merced a cualquier cualidad que no sea su capacidad de contacto con la sensibilidad del lector. Se adjudicará su éxito a su físico, a sus excelentes relaciones con tal y cual editor o director de periódico o académico, a su claudicación ante los imperativos comerciales... Esta ecuación éxito = trampa, sin dejar de ser cierta en algunos casos, no es de ningún modo aplicable a todos. En cualquier caso, el escritor de éxito debe estar preparado ante lo que se avecina, y aferrarse más que nunca a aquello en lo que cree (su trabajo, sus ideas, sus seres queridos) intentando desoír el clamor de comentarios malintencionados que le rodeará.
FACTORES DETERMINANTES EN LA COMPRA
Son, por este orden: título y autor, precio, sinopsis, críticas o reseñas, colocación en el punto de venta, las buenas ventas del libro (el éxito se mide por l éxito…), y la estética del libro. (*)
FRACASO
La vocación de un autor se prueba en el fracaso. “La única respuesta posible, lo único que permite soportar la soledad, las dudas sobre tu propio trabajo, el desinterés ajeno, el esfuerzo incesante, es la vocación”, en palabras de Laura Freixas. Y esta, lo garantizo, es resistente a críticas negativas y a rechazos. Un autor que ansía publicar no es escritor. Lo es un escritor que ansía escribir; es más, que no puede evitar hacerlo.
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JOVEN
A los veintiséis años uno deja de ser considerado oficialmente joven. Ya no puede obtener descuentos en transportes, ni viajar en Interraíl, ni conseguir acceso gratuito a según qué sitios. A partir de los veinticinco años se supone que empieza a disminuir la capacidad sexual masculina. Las mujeres utilizan cremas antiarrugas y reforzantes desde los veintipocos. Pero para el escritor novel el tiempo se detendrá milagrosamente y podrá presumir de lozana juventud casi hasta los cuarenta. Aunque ya peine alguna que otra cana y se le vean las patas de gallo al sonreír, se le seguirá catalogando como escritor joven, y no habrá alusión a su persona publicada en un medio de comunicación que no vaya inevitablemente sucedida por una referencia a su juventud. Poetas como Rimbaud o Christina Rossetti publicaron a los dieciséis años; novelistas como Radiguet, Jane Austen o Ana María Matute escribieron su primera novela antes de los veinte. Y en general la mayoría de los autores y dramaturgos clásicos ya habían escrito gran parte de su obra antes de los treinta (y más les valía, si tenemos en cuenta que una vida que se extendiera más allá de los cuarenta y cinco dejó de considerarse un hecho excepcional en el siglo XX, y esto exclusivamente para el Primer Mundo). Sin embargo críticos y editores se empeñan en cuestionar que una persona a los treinta años haya adquirido la experiencia suficiente como para plasmada en una obra literaria. E incluso algunos dudan que un autor de veintiséis años posea el necesario conocimiento de la vida como para atreverse a hablar del amor, como se publicó a propósito de un premio Planeta. Resumiendo: que el crítico que olvida la historia de la literatura está condenado a... escribir tonterías.
LIBRERO
El señor que decide la vida comercial de un libro. Los editores, sabedores de cómo influye en la venta de un libro su colocación bien visible en un estante destacado del establecimiento de venta, negocian con los libreros esta ventaja a cambio de un descenso en los márgenes de distribución de su producto. Este tipo de acuerdos beneficia claramente a las grandes superficies y a las grandes editoriales. Un libro publicado en una pequeña editorial posee escasas ―por no decir inexistentes― posibilidades de acceder al gran público, en primer lugar debido a la escasa distribución en librerías que una pequeña editorial puede garantizar; y en segundo, a la colocación secundaria que inevitablemente se le destinará a su libro en las pocas librerías a las que consiga llegar. El comprador de libros suele actuar por impulso. Compra el libro que ve; y en el hipotético caso de que acuda a la librería con la intención de adquirir un libro determinado, cejará en el intento si no lo encuentra allí; y regresará a su hogar, en un 95% por ciento de los casos, después de haber adquirido otro título que sí encontró en el establecimiento.
LISTAS DE VENTAS
Las listas de ventas de libros publicadas en los suplementos culturales de los diarios de difusión nacional se confeccionan a partir de datos proporcionados por cuatro grandes superficies de la capital. Esto implica que las listas de ventas no tienen ningún valor real, sino indicativo, puesto que, obviamente, los libros que se venden en Madrid no son los mismos que se venden en Barcelona, en Bilbao o en Santiago, y así se ningunean de plano grandes cifras de venta conseguidas por autores cuyo ámbito de influencia sea local. Por otra parte, resulta muy curioso comprobar que en numerosas ocasiones las listas publicadas por los tres suplementos culturales de este país ―Babelia, El Cultural y La Esfera― diferían en su contenido, a pesar de que citaban a idénticas fuentes de información; lo que lógicamente nos llevaba a dudar de la fiabilidad de dichas listas. Desaparecida La Esfera y la lista de Babelia, solo queda la lista de El Cultural como poca fiable referencia.
MEDIOS DE COMUNICACIÓN
Un autor joven se ve sometido inevitablemente al siguiente dilema: ¿debe someterse a entrevistas en los medios de comunicación, que siempre ofrecerán una imagen distorsionada de su persona (pues dicha imagen se confeccionará a partir de un cuidadoso extracto de selección y montaje de sus palabras para adaptarse a la idea del escritor joven que el medio de comunicación en cuestión desea ofrecer a su público), o debe negarse a aparecer en medios de comunicación y suicidarse comercialmente (porque sin promoción no hay ventas, y sin éstas se anula la publicación de una segunda obra, y por tanto la continuidad de un proyecto literario)?
PORCENTAJE DE LECTORES EN LA POBLACIÓN
Un 50% de los españoles leen. Entre este 50% un 54% son hombres y un 46% son mujeres. España es el único país europeo en el que los hombres leen más que las mujeres. Esto se explica por la elevada tasa de analfabetismo funcional entre mujeres mayores. Pero entre los menores de 30 años, las mujeres leen más que los hombres. En todos los países europeos compran más libros las mujeres que los hombres, excepto en España. El índice más alto de lectura corresponde a los menores de 30 años. El 74% de los españoles menores de 30 años lee al menos un libro al año. Solo el 35% de los de 45 a 59 años y el 23% de los mayores de 60 pueden presumir de lo mismo.
Aunque nuestro porcentaje de lectura sea pequeño en comparación al de otros países europeos, los lectores españoles son los segundos más activos de Europa, después de los holandeses, y dedican nada menos que 79 minutos diarios de su tiempo a la lectura, casi media hora más que los alemanes. (*) La parte del tiempo libre que las mujeres dedican a leer libros, según Enrique Gil Calvo, supera en un 20% a la de los hombres.
PORTADA
Como bien saben los editores, la estética de un ejemplar tiene especial interés para españoles, franceses e italianos. La afirmación “me gustan los libros bellos” figuraba en ambos países entre las cinco primeras respuestas a la pregunta “¿qué le impulsa a comprar un libro?”. (*) Esta es la razón por la que el editor vetará en numerosas ocasiones la portada propuesta por el autor, por no considerarla suficientemente comercial.
PRECIO
España es uno de los países de Europa en el que más caros son los libros, por ser uno de los de menor índice de lectura. Causa y consecuencia: Cuantos menos libros se vendan, más cara resultará su publicación. Por otra parte, mientras más caro sea el libro, menos se venderá. Y así hasta el infinito.
PREMIO
Se acepta comúnmente que casi todos los premios literarios ―por no decir todos― que conllevan una importante dotación económica están pactados, hasta el punto de que se ha convertido en una de las mayores obsesiones de algunos columnistas la de intentar averiguar la identidad del ganador semanas antes que el premio se falle. Una parte del mundo de las letras, la más fundamentalista, denosta esta práctica por creer que atenta contra la pureza del quehacer literario; mientras que otra considera que los premios millonarios contribuyen a acercar la literatura al gran público. Un joven autor con dos dedos de frente no debería perder su tiempo presentándose a según qué certámenes literarios, a no ser que su agente se lo recomiende encarecidamente, que sus razones tendrá.
PROMOCIÓN
Estadísticamente, los húngaros y los españoles somos los que concedemos mayor importancia a la publicidad en radio y televisión a la hora de comprar un libro. En todos los países crítica, reseñas y apariciones en prensa se citan por los compradores como factores determinantes en la compra. (*) Un joven autor debe tener en cuenta que no aparecer en los medios de comunicación equivale a no existir, comercialmente hablando.
QUIÉN ES QUIÉN EN LA LITERATURA ESPAÑOLA
Se considera autor superventas en España a aquel que haya superado la barrera del cuarto de millón de ejemplares vendidos. Los autores más vendidos son Corín Tellado y Alberto Vázquez Figueroa. El autor más vendido de entre los que cuentan con cierto respeto crítico es Antonio Gala, si nos referimos a obra general. Si nos referimos a aquel que más ejemplares por título vende en los últimos cinco años, hablaríamos de Miguel Delibes o Arturo Pérez Reverte. Le siguen de cerca Antonio Muñoz Molina, Terenci Moix y Almudena Grandes (que superó el millón de ejemplares con Las edades de Lulú). Entre los cincuenta y cien mil ejemplares se sitúan autores como Rosa Montero, Bernardo Atxaga, Carmen Martín Gaite, Eduardo Mendoza, Torcuato Luca de Tena, et moi même. (**)
Una primera novela que supere los 20 000 ejemplares se considera un fenómeno sociológico (privilegio que le corresponde a servidora). José Ángel Mañas, con Historias del Kronen, y Pedro Maestre, con Matando dinosaurios con tirachinas, superaron los setenta mil gracias al premio Nadal. El otro superventas entre los escritores menores de 30 años es Ray Loriga que vendió 20 000 ejemplares de su segunda novela, Héroes. (**)
Las cifras de venta son aproximadas. Las editoriales y las listas de ventas tienden a falsear las cifras reales.
SUPLEMENTOS LITERARIOS
Se da por sentado que la opinión de los críticos literarios del diario El País será benévola a la hora de reseñar obras de las editoriales Alfaguara, Anaya, Taurus, Santillana, etc..., y que la sección de cultura de El Mundo inclinará su balanza a favor de las obras literarias escritas por los colaboradores del diario en el que trabajan. En cuanto a El Cultural, se ha hecho acreedor de cierta aura de imparcialidad y rigor, pero también de fama de vetusto y de excesivamente conservador.
TEMAS
La novela policíaca y el libro de viajes son los géneros literarios preferidos en casi toda Europa. Las personas con estudios superiores se inclinan por la novela histórica, el ensayo, los clásicos y las biografías. Las novelas de amor y las biografías ocupan los primeros puestos de la lista de preferencias de todos los encuestados. (*)
TRADICIÓN
Lo que no es tradición es plagio, reza el aforismo. Un escritor que se limite a leer a sus contemporáneos limita su visión del mundo y sus perspectivas estilísticas. Demasiados escritores españoles buscan su tradición en fuentes ajenas antes que en las propias. La historia de nuestra literatura española más reciente ha sufrido una falsificación que nos ha escamoteado la apreciación real de la generación literaria de nuestros padres, lo que ha llevado a demasiados escritores jóvenes españoles a rechazar una obra que a veces ni siquiera conocen. Una exclusividad de modelos extranjeros conlleva los inevitables neologismos estilísticos y una distorsión de la realidad. Si algunos hicieran un esfuerzo de investigación, probablemente descubrirían que Aldecoa es mejor cuentista que Carver.
VIDA DEL LIBRO
Un libro desaparece de las librerías en cuanto deja de vender y, a no ser que se trate de un clásico, se descatalogará rápidamente. La vida del libro suele tener una duración directamente proporcional a la del volumen de ventas de la editorial en que se publicó y de las del propio libro.
X
La incógnita. Factor que determina la venta masiva de títulos que salieron a la calle sin particular esperanza de éxito ni esfuerzo promocional por parte del editor, o el fracaso de títulos que salieron al mercado en las condiciones exactamente contrarias.
Y
Yo, yo y nada más que yo. Una de las marcas más significativas a la hora de identificar en una reunión al escritor de éxito: su inevitable egocentrismo.
(*) Encuesta de índices comparativos de hábitos de lectura
Bertelsmann Buch Ag. 1994.
(**) FNAC España, departamento de libros.
Tomado del volumen La Eva futura: cómo seremos las mujeres en el XXI y en qué mundo nos tocará virir; La letra futura: el dedo en la llaga, cuestiones sobre arte, literatura, creación y crítica. Editorial Destino, Barcelona, 2000.
sábado, 3 de octubre de 2009
El estilo literario
( de http://www.gestionesliterarias.com)
El estilo es indispensable para fijar la inspiración en una forma artística. Por medio del estilo el artista fusiona y armoniza los diversos elementos, dándoles una unidad, al mismo tiempo que logra que los demás veamos el argumento, como lo ven sus propios ojos.
El estilo es inseparable de la obra de arte acabada. La penetra, la invade y, sin embargo, permanece en cada momento invisible como algo que no se deja comprobar.
La finalidad de la literatura es esencialmente estética; es decir, pretende producir belleza. El texto literario se caracteriza, entre otras propiedades, por:
Predominio de la función poética del lenguaje: el texto llama la atención por sí mismo, por su original construcción, que lo distingue del uso normal, para así dotarse de especial y nueva significación.
Por la connotación, que es especialmente relevante: la palabra poética no se agota en un solo significado; no es, como en el lenguaje común, simple sustituto del objeto al que se refiere, sino que su significado se ve acompañado de distintas sugerencias y sentidos que sólo pueden apreciarse en su contexto.
Es imposible separar qué es lo que dice el autor (el contenido, la significación) de cómo lo dice (la forma), aunque esta división pueda ser útil en determinadas ocasiones como recurso metodológico.
Quien nada lee mal escribe. Es, sin lugar a dudas, en el primer párrafo de un manuscrito donde se advierte el estilo que emplea el escritor; por la sintaxis desprovista de oscuridades, o la forma de adjetivar que más se ajusta a las diferentes frases y no la más linda o pintoresca. ¿Por qué el primer párrafo, si es tan solo un párrafo? El párrafo en sí mismo, debe contener un argumento coherente, una secuencia de pensamientos bien hilvanados. Cuando se termina esta secuencia o situación, hay que considerar la puntuación, las comas , o puntos y comas y la conjugación verbal, Así como la herramienta para encontrar palabras y su significado, es el diccionario y para construir frases es la gramática, para construir un párrafo con claridad, necesitamos revisar los manuales de lógica y dialéctica, y que están al alcance de todos. Hay gran cantidad de escritores que alargan la información, hasta entrada ya las cien páginas, en donde comienza recién la trama. He leído varios libros así. Novelas insoportables que daban verdaderas lecciones de informática, de astrología o religión, cuando una lo que quería era llegar a saber de qué trataba el libro y seguir paso a paso la trama. Larguísimos comienzos y tramas débiles o finales pocos creíbles. O el punto de vista equivocado. En algunos momentos cae en tópicos y en frases hechas que hay que revisar. O qué decir de la construcción de los personajes esteriotipados, olvidando que están escribiendo una novela no un cuento.¿Podemos separar el estilo del tema o la idea del argumento? ¿Puede el escritor romper con su manera de pensar de concebir el mundo de visionar el futuro? No, desde luego, porque eso es el estilo literario. El estilo es lo que contiene al escritor. Toda lo cosmogonía que conforma su universo y que únicamente le concierne a él, por estar hecha de sus propias experiencias, tristes, alegres, fantásticas. Claro que existen escritores prolíferos, geniales, que han basado sus libros de viajes o aventuras sin haberlas tenido jamás. Julio Verne viajó muy poco, limitación que suplió mediante un trabajo meticuloso de documentación y una portentosa imaginación. Se escapó de su casa a la edad de 11 años para ser grumete y más tarde marinero, pero, prontamente atrapado y recuperado por sus padres, fue llevado de nuevo al hogar paterno en el que, en un furioso ataque de vergüenza por lo breve y efímero de su aventura, juró solemnemente no volver a viajar más que en su imaginación y a través de su fantasía.
El estilo es indispensable para fijar la inspiración en una forma artística. Por medio del estilo el artista fusiona y armoniza los diversos elementos, dándoles una unidad, al mismo tiempo que logra que los demás veamos el argumento, como lo ven sus propios ojos.
El estilo es inseparable de la obra de arte acabada. La penetra, la invade y, sin embargo, permanece en cada momento invisible como algo que no se deja comprobar.
La finalidad de la literatura es esencialmente estética; es decir, pretende producir belleza. El texto literario se caracteriza, entre otras propiedades, por:
Predominio de la función poética del lenguaje: el texto llama la atención por sí mismo, por su original construcción, que lo distingue del uso normal, para así dotarse de especial y nueva significación.
Por la connotación, que es especialmente relevante: la palabra poética no se agota en un solo significado; no es, como en el lenguaje común, simple sustituto del objeto al que se refiere, sino que su significado se ve acompañado de distintas sugerencias y sentidos que sólo pueden apreciarse en su contexto.
Es imposible separar qué es lo que dice el autor (el contenido, la significación) de cómo lo dice (la forma), aunque esta división pueda ser útil en determinadas ocasiones como recurso metodológico.
Quien nada lee mal escribe. Es, sin lugar a dudas, en el primer párrafo de un manuscrito donde se advierte el estilo que emplea el escritor; por la sintaxis desprovista de oscuridades, o la forma de adjetivar que más se ajusta a las diferentes frases y no la más linda o pintoresca. ¿Por qué el primer párrafo, si es tan solo un párrafo? El párrafo en sí mismo, debe contener un argumento coherente, una secuencia de pensamientos bien hilvanados. Cuando se termina esta secuencia o situación, hay que considerar la puntuación, las comas , o puntos y comas y la conjugación verbal, Así como la herramienta para encontrar palabras y su significado, es el diccionario y para construir frases es la gramática, para construir un párrafo con claridad, necesitamos revisar los manuales de lógica y dialéctica, y que están al alcance de todos. Hay gran cantidad de escritores que alargan la información, hasta entrada ya las cien páginas, en donde comienza recién la trama. He leído varios libros así. Novelas insoportables que daban verdaderas lecciones de informática, de astrología o religión, cuando una lo que quería era llegar a saber de qué trataba el libro y seguir paso a paso la trama. Larguísimos comienzos y tramas débiles o finales pocos creíbles. O el punto de vista equivocado. En algunos momentos cae en tópicos y en frases hechas que hay que revisar. O qué decir de la construcción de los personajes esteriotipados, olvidando que están escribiendo una novela no un cuento.¿Podemos separar el estilo del tema o la idea del argumento? ¿Puede el escritor romper con su manera de pensar de concebir el mundo de visionar el futuro? No, desde luego, porque eso es el estilo literario. El estilo es lo que contiene al escritor. Toda lo cosmogonía que conforma su universo y que únicamente le concierne a él, por estar hecha de sus propias experiencias, tristes, alegres, fantásticas. Claro que existen escritores prolíferos, geniales, que han basado sus libros de viajes o aventuras sin haberlas tenido jamás. Julio Verne viajó muy poco, limitación que suplió mediante un trabajo meticuloso de documentación y una portentosa imaginación. Se escapó de su casa a la edad de 11 años para ser grumete y más tarde marinero, pero, prontamente atrapado y recuperado por sus padres, fue llevado de nuevo al hogar paterno en el que, en un furioso ataque de vergüenza por lo breve y efímero de su aventura, juró solemnemente no volver a viajar más que en su imaginación y a través de su fantasía.
jueves, 1 de octubre de 2009
Sistema de self - editing
Vale la pèna leer este articulo , pero basicamente dice que para autoeditarse hace falta : dejar el material de lado, esperara aque se enfrie, y volver a el cuando ya olvidaste que habias ecsrito. Entonces regresass a leerlo como nuevo, y lo eidtas como si fuera el texto de otro. Sin amor, sin piedad , hay que cortar todo material que no ayude a que avance la accion . No hay que enamorarse de lo que uno escribió, y hay que serrucharlo sin pieda. Es lo mas parecido a ser jurado en un concurso de belleza en el que participa tu hermana : uno tiende a ser parcial, pero hay que ser objetivo. Tambien ayuda el truco de Cortazar : ller o escrito en voz alta y escuchar la candecia y el sentrido de las frases. Si no funcionan en voz alta, no funicona. Cortazar se grababa leyendo sus textos,. Y a lo que carecia de musicalidad oral lo quitaba. Hay que ser duro con uno msimo, pero asi es el editing efectivo.
Maybe in the movies, maybe in your dreams, maybe it really does happen on rare
occasions, but most of the time, it just plain doesn't. Back to the great idea.
It hits you and you can't wait to get to your keyboard (or legal pad or typewriter). You lave over the first draft, but it's a willing bondage -- this project is promising. Finally you're finished. You put it aside and pretend it doesn't exist. ou work on something else, clean your bathroom, go grocery shopping, attend to the business of living or earning one. Then, once you've let the piece cool, you pick it back up.
Yes, there's something there and that feels pretty damn good, because, as a writer, you know with hard work, good editing and multiple revisions, this piece might have a chance.
You might not make it to Oprah, but this little baby could pay off the rest of your college loan. Or at least cover the next month's phone bill.
Self-editing and revision -- it's a process most neophyte writers don't like -- heck,professional writers don't like it either -- but the pros, the ones in this talent-dense profession who consistently turn out smart, polished prose, know it's the editing and revising that separate writers who make money from the writer wannabes. Consider this scenario: Joe Aspiring asks his friend, Mary Sellsalot, to critique some writing for him. She does and gives him some pointers, recommending he revise certain parts and re-edit the piece. Joe gets huffy, "I'm not changing a thing." It's nice that he likes it because, odds are, he's the only one who's ever going to read it all the way through. And he shouldn't bank on selling it to pay his rent, either. The only current market for sloppy writing is on personal home pages. Sorting through the jumble of words and making them sing is a big job, and one requiring as much inspiration and talent as the initial draft. But how does a novice learn to self-edit, pick up on the tricks to successful revision and keep his or her sanity intact? The answer is complex, but do-able.
First, there's no right or wrong approach to the refining process. What works for one writer might be poison to another. Dana Nourie, a San Jose-based freelancer who writes for Family Circle, Walking Magazine, Fitness, Family Life and numerous web sites, says she edits as she puts together her first draft.
"Fortunately, I don't use a chisel when I write, and the computer makes self-editing much easier," Nourie said.
Texas-based freelancer Margie Culbertson-McCaskey, on the other hand, completes her first draft, then edits.
"Only edit after you finish the piece," Culbertson-McCaskey, who's written everything from greeting card verses to magazine articles for the Christian market, says. The two writers may have different takes on editing initial drafts, but they agree on several important editing techniques. Both say to set the piece aside after first drafting it and let is cool prior to editing. That puts some distance between you and your work and allows you to reconsider it from a fresh point of view. Then edit, edit, edit and, when you think your writing's the best it can possibly be -- edit some more. Another editing technique endorsed by both Nourie and Culbertson-McCaskey is to not only read one's words, but hear them. Nourie always reads her work out loud, listening to what she's written, checking the cadence and flow of the phrases, gauging how they sound to the ear. She also uses Via Voice software, enabling her to dictate handwritten pieces into the computer. But the Via Voice feature most appealing to Nourie is the one that allows the program to read her piece back to her.
"I find a lot of errors in my work that way," Nourie said Although editing approaches may differ, basic rules of grammar and composition still apply, whether the piece is destined for a scientific journal or a folksy newsletter. One key to quality self-editing is to acquaint yourself with good reference material, such as(William) Strunk and (E.B.) White's "The Elements of Style." A concise classic that covers everything from punctuation to plurals, it should be annual required reading for all writers. Consult it for quick references when composing and editing. And, depending on the target market, "The Associated Press Style Book" or another news service style book can be an invaluable resource when working within the stylistic peculiarities of newspapers.
Manuscripts, both fiction and non-fiction, awash with typos and misspellings rarely rise from the slush pile. If you first attend to the mechanics of good writing, you'll greatly increase your chances of distancing the pack.
But writers who dot and cross all the right letters still must work on crafting their work with just the right combination of words, style, point of view, dialogue and quotes. That's where revising comes in.The old cliche "practice makes perfect" is a self-evident truth in the writing profession. It may sound like drudgery to walk down the same path time and again, but many best-selling authors have been quoted as saying the art of writing is really the art of "rewriting." Barbara Short, whose work has appeared in publications ranging from Better
Homes and Gardens to Readers Digest, says she developed her own formula for putting together winning material. Short works with an outline, then rewrites.
"Half a dozen drafts and I am ready to sell," Short says. The stringent rewriting works for her in a big way. In addition to her magazine articles,Short's also written for more than 40 newspapers and sold poetry, prose and non-fiction in the course of her career. Short doesn't mind constant rewriting because she knows it only makes her work better.If rewriting a draft six or more times sounds deadly to you, cheer up. Although the process can be frustrating, it's also rewarding to see a rough piece turn into something readable and, more importantly, sellable.
Newspaper and online humor columnist and forthcoming e-book author Sharon Wren says she considers the editing and writing sides of her writer persona to often be at odds,with the editor side chopping away while the writer protests.
"I think self editing encourages multiple personalities," Wren says of the process.And it's true that revising your work can be a traumatic experience. No one likes eliminating a passage, joke, quote or a character that's dear to his heart. But revision often casts the writer in the role of mercenary: anything that doesn't advance the story or article is a candidate for excision.
And that's another integral part of editing and revision -- the writer must be able to stand outside his work and view it objectively. Without objectivity, revision can't and won't work.It's a difficult trait to master.
Self-revision can be likened to judging a beauty contest your sister's entered. You love your sister. In your eyes, she's the most beautiful, talented and accomplished contestant in the pageant. But -- is she really all those superlatives-- or are you seeing her through eyes clouded by prejudice?
When rewriting your own work, put aside any affection you may have for it. Read and listen to it with the eyes and ears of a stranger. You might find that brilliant passage isn't as witty or moving as you thought and, remember, editors looking at your work won't be biased. They're running their businesses with the bottom lines in mind and you should, too.
Maybe in the movies, maybe in your dreams, maybe it really does happen on rare
occasions, but most of the time, it just plain doesn't. Back to the great idea.
It hits you and you can't wait to get to your keyboard (or legal pad or typewriter). You lave over the first draft, but it's a willing bondage -- this project is promising. Finally you're finished. You put it aside and pretend it doesn't exist. ou work on something else, clean your bathroom, go grocery shopping, attend to the business of living or earning one. Then, once you've let the piece cool, you pick it back up.
Yes, there's something there and that feels pretty damn good, because, as a writer, you know with hard work, good editing and multiple revisions, this piece might have a chance.
You might not make it to Oprah, but this little baby could pay off the rest of your college loan. Or at least cover the next month's phone bill.
Self-editing and revision -- it's a process most neophyte writers don't like -- heck,professional writers don't like it either -- but the pros, the ones in this talent-dense profession who consistently turn out smart, polished prose, know it's the editing and revising that separate writers who make money from the writer wannabes. Consider this scenario: Joe Aspiring asks his friend, Mary Sellsalot, to critique some writing for him. She does and gives him some pointers, recommending he revise certain parts and re-edit the piece. Joe gets huffy, "I'm not changing a thing." It's nice that he likes it because, odds are, he's the only one who's ever going to read it all the way through. And he shouldn't bank on selling it to pay his rent, either. The only current market for sloppy writing is on personal home pages. Sorting through the jumble of words and making them sing is a big job, and one requiring as much inspiration and talent as the initial draft. But how does a novice learn to self-edit, pick up on the tricks to successful revision and keep his or her sanity intact? The answer is complex, but do-able.
First, there's no right or wrong approach to the refining process. What works for one writer might be poison to another. Dana Nourie, a San Jose-based freelancer who writes for Family Circle, Walking Magazine, Fitness, Family Life and numerous web sites, says she edits as she puts together her first draft.
"Fortunately, I don't use a chisel when I write, and the computer makes self-editing much easier," Nourie said.
Texas-based freelancer Margie Culbertson-McCaskey, on the other hand, completes her first draft, then edits.
"Only edit after you finish the piece," Culbertson-McCaskey, who's written everything from greeting card verses to magazine articles for the Christian market, says. The two writers may have different takes on editing initial drafts, but they agree on several important editing techniques. Both say to set the piece aside after first drafting it and let is cool prior to editing. That puts some distance between you and your work and allows you to reconsider it from a fresh point of view. Then edit, edit, edit and, when you think your writing's the best it can possibly be -- edit some more. Another editing technique endorsed by both Nourie and Culbertson-McCaskey is to not only read one's words, but hear them. Nourie always reads her work out loud, listening to what she's written, checking the cadence and flow of the phrases, gauging how they sound to the ear. She also uses Via Voice software, enabling her to dictate handwritten pieces into the computer. But the Via Voice feature most appealing to Nourie is the one that allows the program to read her piece back to her.
"I find a lot of errors in my work that way," Nourie said Although editing approaches may differ, basic rules of grammar and composition still apply, whether the piece is destined for a scientific journal or a folksy newsletter. One key to quality self-editing is to acquaint yourself with good reference material, such as(William) Strunk and (E.B.) White's "The Elements of Style." A concise classic that covers everything from punctuation to plurals, it should be annual required reading for all writers. Consult it for quick references when composing and editing. And, depending on the target market, "The Associated Press Style Book" or another news service style book can be an invaluable resource when working within the stylistic peculiarities of newspapers.
Manuscripts, both fiction and non-fiction, awash with typos and misspellings rarely rise from the slush pile. If you first attend to the mechanics of good writing, you'll greatly increase your chances of distancing the pack.
But writers who dot and cross all the right letters still must work on crafting their work with just the right combination of words, style, point of view, dialogue and quotes. That's where revising comes in.The old cliche "practice makes perfect" is a self-evident truth in the writing profession. It may sound like drudgery to walk down the same path time and again, but many best-selling authors have been quoted as saying the art of writing is really the art of "rewriting." Barbara Short, whose work has appeared in publications ranging from Better
Homes and Gardens to Readers Digest, says she developed her own formula for putting together winning material. Short works with an outline, then rewrites.
"Half a dozen drafts and I am ready to sell," Short says. The stringent rewriting works for her in a big way. In addition to her magazine articles,Short's also written for more than 40 newspapers and sold poetry, prose and non-fiction in the course of her career. Short doesn't mind constant rewriting because she knows it only makes her work better.If rewriting a draft six or more times sounds deadly to you, cheer up. Although the process can be frustrating, it's also rewarding to see a rough piece turn into something readable and, more importantly, sellable.
Newspaper and online humor columnist and forthcoming e-book author Sharon Wren says she considers the editing and writing sides of her writer persona to often be at odds,with the editor side chopping away while the writer protests.
"I think self editing encourages multiple personalities," Wren says of the process.And it's true that revising your work can be a traumatic experience. No one likes eliminating a passage, joke, quote or a character that's dear to his heart. But revision often casts the writer in the role of mercenary: anything that doesn't advance the story or article is a candidate for excision.
And that's another integral part of editing and revision -- the writer must be able to stand outside his work and view it objectively. Without objectivity, revision can't and won't work.It's a difficult trait to master.
Self-revision can be likened to judging a beauty contest your sister's entered. You love your sister. In your eyes, she's the most beautiful, talented and accomplished contestant in the pageant. But -- is she really all those superlatives-- or are you seeing her through eyes clouded by prejudice?
When rewriting your own work, put aside any affection you may have for it. Read and listen to it with the eyes and ears of a stranger. You might find that brilliant passage isn't as witty or moving as you thought and, remember, editors looking at your work won't be biased. They're running their businesses with the bottom lines in mind and you should, too.
Entrevista a Juan José Millás
SE ESCRIBE PARA MATAR EL CANARIO
( Desgrabación de una conferencia en Buenos Aires, por Ana von Rebeur, publicada en el diario de la Boutique del Libro de San Isidro )
El irreverente autor de “ El orden alfabético”arremete contra el Papa, la prensa , la Comunidad Europea y la sociedad de consumo . Con un aire distraído que recuerda a Peter Sellers, Millás narra los desopilantes argumentos de sus novelas y explica que diferencia hay entre alguien que escribe y un escritor .
Un escritor se hace . ¿ Pero cómo se hace? Nadie nace sabiendo escribir, así que se puede aprender . Se puede enseñar la técnica de qué tornillo va con cuál . Y aunque no creo que sea necesario pasar por ahí para ser escritor, tampoco estorba . Pero en los talleres literarios se pasan quince días enseñando cómo un destornillador saca un tornillo: ese es el problema . Yo creo que ser escritor no es tanto cuestión de técnicas sino de tener una mirada entrenada , que es la que permite crear un espacio donde se den las condiciones para que pueda surgir un pensamiento literario. El escritor es quien tiene la mirada más ingenua . Es el tonto que vive advirtiendo que el; rey está desnudo. En el cuento, era un niño el que decía la verdad. Un escritor tiene esa mirada de tonto sincero, que grita lo que ve. Un escritor , de alguna manera es un tonto mixto, es el tonto que se come a los otros tontos .
Escribir una novela es meterse en un mundo irreal. Es cuestión de práctica : uno se ha acostumbrado de pequeño a disimular , y a fingir que está aquí cuando no está aquí. Mi novela anterior a “El orden alfabético”,-que se titula “Tonto, muerto, bastardo , invisible”- cuenta la historia de un ejecutivo que tiene una crisis personal en su vida, en la que empieza a pensar en el pasado y a recordar que , de pequeño , él era tonto. Pero como los compañeros de escuela se reían de él, un día se cansó y decidió disimular. Y disimuló con tanta eficacia que empezó a sacarse diez en clase , y luego , con los años , fue un ejecutivo con un trabajo estupendo, se casó con una mujer normal , y disimuló tan bien que él mismo había llegado a olvidar que era tonto. En esta crisis , justamente, este hombre recuerda que era más tonto que los demás y que su vida fue puro teatro . A partir de ahí la realidad se le modifica, porque él empieza a reconocer otros tontos en todas partes , ya que es sabido que un tonto reconoce a otro tonto enseguida, así como dicen que los enanos tienen un sexto sentido para reconocerse en público .Empieza mirar televisión y se da cuenta que el presidente de Estados Unidos es otro tonto como el , y que toda la gente importante es muy tonta , porque cuanto más han subido en la vida es porque más han tenido que ocultar . ¿ Por qué querría alguien ser Papa, por ejemplo? Si uno no tuviera que ocultar una minusvalidad realmente grave ...¿ Qué interés iba a tener en ser Papa? ¿ Hay alguna explicación? El hombre de la historia empieza a darse cuenta de que el mundo está dirigido por tontos como él , y no sabe cómo advertir de esto a la población . Porque aunque sea la verdad, él no puede decir la verdad porque no tiene autoridad : es un tonto y lo sabe . Entonces así entiende cómo anda el mundo : “Si está dirigido por tontos como yo, ¿ cómo va a andar bien?” . Entonces también empieza a recordar que cuando era pequeño murió, y que por no darle un disgusto a sus padres continuó haciendo como que estaba vivo . Lo que cuenta la novela es que todo es compatible : puedes ser tonto y Papa. Y también puedes ser escritor, tener un pie metido en estas historias , pero al mismo tiempo puedes llevar una existencia real... si practicas, claro .Y si no, seguro que hay un libro de autoayuda que podrá serte útil.
La realidad no es un hecho cerrado , sino que es la interpretación que hacemos de ella . No nos pasa lo que nos pasa, sino lo que nos parece que nos pasa. Yo soy periodista y creo que los periodistas creamos hábitos de consumo. En una época en que yo vivía solo me tocaron la puerta y vino una chica para hacerme una encuesta sobre hábitos de consumo porque estaban por hacer un supermercado en la zona. Yo creí que la encuesta sería más ingenua , pero me quedé muy sorprendido al ver que absolutamente todos lo actos de nuestra vida están registrados como posibles actos de consumo . Me enteré que comprar libros y discos son actos de consumo culturales. Me empezó a dar un poco de miedo, pero le quise decir la verdad , aunque introduje una variante falsa cuando llegó a la zona de consumo de animales domésticos. Me preguntó si consumía alguno.Entonces le dije en chiste que consumía un canario . La chica se fue, pero esa noche me fui a la cama y empecé a oír que cantaba un canario. Ese canario imaginario empezó a crecer en mí y ya era un canario real , que no me dejaba mirar televisión con sus cantos. Sólo conseguí desprenderme de él matándolo en “El desorden de...? nombre? “, donde hay un asesinato de un canario, que es este canario imaginario que se había metido en mi vida por culpa de esta encuesta . Lo maté y me liberé.En esta novela también hablo de que todo lo que no se puede registrar como hábitos de consumo no existe . A él le afecta esto , entonces el le dice a la encuestadora que tiene una mujer y un hijo que no tiene . Cuando la encuestadora se va esa mujer y el niño irreales se convierten en seres con los que tiene una relación muy intensa . Y hay una parte de la novela que me gusta especialmente, que es un momento en el que él se va a visitar una hermana suya que vive en una enciclopedia , en un articulo sobre el aborto , a la que le cuenta que él es periodista , que es quien crea el habito de consumo de la realidad.
A raíz de esto escribí un cuento imaginando lo siguiente : ustedes saben que en España, por pertenecer a la Unión Europea ahora tenemos cuotas fijas de leche que es lo máximo que podemos producir . En Asturias se han sacrificado muchas vacas , y en el sur están arrancando vides por estos acuerdos . Yo me imaginaba que en una reunión de ministros de la comunidad europea estos deciden que la novela es una industria contaminante , pesada y que por lo tanto , las novelas se iban a escribir en Singapur y se iban a importar con zapatillas, y que como los novelistas protestaban mucho, accedían a concederles una cuota máxima : “Usted puede escribir dos cuentos al año”. Ese sería el primer paso. En el segundo, nos dirían “usted ya no puede escribir nada “. Y en el tercero , nos dirían “usted tiene que desescribir lo que ha escrito,y le pagaremos por ello” , y pagarían como a los que arrancan vides o matan vacas . Conozco un agricultor que tenía vacas y ya no las tiene . Y siempre pienso : “ Este hombre , cuando llega la hora de ordeñar ¿ dónde mete las manos?” Yo no sé qué haría con mis manos si llegara la hora de escribir y no me dejaran hacerlo. Y todavía escribir es una actividad que la puedes hacer en la clandestinidad , pero...! a ver cómo crías vacas en la clandestinidad!.
Esta operación de arrancar vides y matar vacas es mucho más grave de lo que parece a primera vista. No se están arrancando vides se está arrancando una realidad. Esa gente lleva siglos haciendo eso y hay todo una cultura en torno a eso , por lo tanto se está desrealizando una zona de la realidad, se está desescribiendo . Yo podría ir al ministerio y decir “He desescrito “ El desorden de .....? “, y me darían dinero como al señor que dice “He arrancado siete cepas”. En Italia le dan tanto dinero como cuernos de las vacas muertas lleven . En esa historia aparecían individuos desaliñados y bohemios que eran los desescritores, que iban a la televisión a decir “Yo he desescrito Madame Bovary...Fue un verdadero esfuerzo.” ¡Y el desescritor de Shakespeare no les puedo contar como era !
A lo mejor esta fantasía loca ya está instalada en la sociedad. En algún punto, me pregunto... ¿La prensa no está desescribiendo ya la realidad? Cuando la noticia de un suceso tan infinitesimal como la muerte de Lady Di cubre la primera plana durante semanas....¿ eso no es ya un modo de desescribir la realidad?
La única herramienta de interpretación de la realidad es la palabra, pero me mostraron una estadística que contaba que en España perdimos en los últimos años unas 80 palabras del lenguaje cotidiano . Cuando se pierde una palabra es como si se perdiera una pieza dental : cada vez tenemos menos instrumentos para masticar la realidad. Por lo tanto, nos la tienen que dar ya prácticamente digerida. La realidad digerida es un hábito de consumo, y nos vamos habituando a consumir la realidad en papilla.
Ahora el fin de las telenovelas lo decide gente que dirige la realidad optando por el final que más le gusta en una cabina cerrada . Si te invitan a un programa de televisión , lo primero que te dicen es “No hables más de 15 segundos porque la gente no puede mantener la atención por más de 15 segundos: la población ya está idiota. No uses palabras rebuscadas . Lo importante no es lo que digas , sino que te veas bien “. Por eso , la televisión es uno de los grandes desescritores de la realidad. Y además, dicen que ya la van a vender encendida, para no tener que encenderla.
Tengo la suerte de trabajar para el diario “El País”y hago reportajes por gusto, porque cada vez me gustan más . El periodismo es literatura , y un buen reportaje se puede leer también como un buen cuento .A mí me parecen mentira que me paguen por hacer lo que hago, porque me gusta y me divierte mucho. Además , el periodismo me permite cambiar de actividad . Yo tengo un temperamento un poco infantil y no resisto estar mucho tiempo en la misma actividad. Si yo me levantara de la cama y sólo pudiera escribir una novela que tengo entre manos no me levantaría porque me parecería muy agobiante. Por eso yo me levanto y hago dos horas trabajando en la novela, luego preparo el artículo que tengo que entregar , luego preparo una conferencia que voy a dar , y todo eso me permite cambiar de actividad cada dos horas más o menos. El periodismo me parece además un privilegio porque no puedo concebir que un escritor que no esté vinculado a la prensa . Me parece que es como estar fuera de la realidad . La realidad mediática es un nuevo generador de lectores . Me gusta mucho y a veces me pregunto por qué escribo novelas pudiendo escribir sólo periodismo , pero bueno. Lo hago para poder matar al canario.
Creo que el escritor es una persona que tiene la mirada entrenada , a fuerza de trabajar la manera de mirar . Ve cosas que a otro le pasan desapercibidas .Ser escritor es algo que se logra a base del deseo. Si uno quiere ser escritor es porque en ello se juega algo muy importante , porque necesita. Hay una diferencia muy grande entre el que quiere escribir y el que quiere ser escritor . Son dos cosas distintas. Es la misma diferencia entre el que quiere tener plantas en su casa y el que quiere ser agricultor . A mí me puede gustar tener plantas en casa para verlas, pero si no me gusta regarlas , abonarlas, saber si la tierra es ácida o no , pues nunca tendré en casa . Pero en cambio, aquel al que le gusta preparar la tierra y regarla, tendrá plantas como efecto secundario . Decía alguien “ten cuidado lo que deseas en la juventud , porque eso serás en la edad madura”. Yo creo que si uno desea mucho escribir , pues , como efecto secundario, acabará siendo escritor porque se lo desea , porque es uno de los pocos modos de entender a la realidad y de estar en la realidad.
miércoles, 30 de septiembre de 2009
Sobre el cuento, por Julio Cortázar
1. El cuento, género poco encasillable
(...) Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable; en segundo lugar, los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquéllos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.
2. Ajuste del tema a la forma
(...) Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les bastará escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquél que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con su circunstancia de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse ese secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial.
(...) Pienso que el tema comporta necesariamente su forma. Aunque a mí no me gusta hablar de temas; prefiero hablar de bloques. Repentinamente hay un conjunto, un punto de partida. Hice muchos de mis cuentos sin saber cómo iban a terminar, de la misma manera que no sabía lo que había en la popa del barco de Los premios, y eso vale para todo lo que he escrito.
Es lo que me interesa más: guardar esa especie de inocencia -una inocencia muy poco inocente, si usted quiere, porque finalmente soy un veterano de la escritura- como actitud fundamental frente a lo que va a ser escrito.
No sé si usted ha hecho la experiencia, pero hay escritores que proyectan escribir un libro y se lo cuentan a usted en detalle, en un café, todo está listo, todo planteado: cuando lo escriben, generalmente es un mal libro.
3. Brevedad
(...) el cuento contemporáneo se propone como una máquina infalible destinada a cumplir su misión narrativa con la máxima economía de medios; precisamente, la diferencia entre el cuento y lo que los franceses llaman nouvelle y los anglosajones long short story se basa en esa implacable carrera contra el reloj que es un cuento plenamente logrado.
4. Unidad y esfericidad.
(...) Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparar con la novela, género mucho más popular y sobre el que abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de lectura, sin otro límites que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede de las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En este sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que en una película es en principio un "orden abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brassai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knockout. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condensados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa "apertura" a que me refería antes.
(...) Cada vez que me ha tocado revisar la traducción de uno de mis relatos (o intentar la de otros autores, como alguna vez con Poe) he sentido hasta qué punto la eficacia y el sentido del cuento dependían de esos valores que dan su carácter específico al poema y también al jazz: la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de parámetros previstos, esa libertad fatal que no admite alteración sin una pérdida irrestañable. Los cuentos de esta especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo lector que los merezca: son criaturas vivientes, organismos completos, ciclos cerrados, y respiran.
(...) -¿Cómo se le presenta hoy la idea de un cuento?
-Igual que hace cuarenta años; en eso no he cambiado ni un ápice. De pronto a mí me invade eso que yo llamo una "situación", es decir que yo sé que algo me va a dar un cuento. Hace poco, en julio de este año, vi en Londres unos pósters de Glenda Jackson -una actriz que amo mucho- y bruscamente tuve el título de un cuento: "Queremos tanto a Glenda Jackson". No tenía más que el título y al mismo tiempo el cuento ya estaba, yo sabía en líneas generales lo que iba a pasar y lo escribí inmediatamente después. Cuando eso me cae encima y yo sé que voy a escribir un cuento, tengo hoy, como tenía hace cuarenta años, el mismo temblor de alegría, como una especie de amor; la idea de que va a nacer una cosa que yo espero que va a estar bien.
-¿Qué concepto tiene del cuento?
-Muy severo: alguna vez lo he comparado con una esfera; es algo que tiene un ciclo perfecto e implacable; algo que empieza y termina satisfactoriamente como la esfera en que ninguna molécula puede estar fuera de sus límites precisos.
5. El ritmo
(...) Cuando escribo percibo el ritmo de lo que estoy narrando, pero eso viene dentro de una pulsión. Cuando siento que ese ritmo cesa y que la frase entra en un terreno que podríamos llamar prosaico, me cuenta que tomo por un falsa ruta y me detengo. Sé que he fracasado. Eso se nota sobre todo en el final de mis cuentos, el final es siempre una frase larga o una acumulación de frases largas que tienen un ritmo perceptible si se las lee en voz alta. A mis traductores les exijo que vigilen ese ritmo, que hallen el equivalente porque sin él, aunque estén las ideas y el sentido, el cuento se me viene abajo.
6. Intensidad
(...) Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, hay solamente un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.
7. Objetivación del tema
(...) Un verso admirable de Pablo Neruda: "Mis criaturas nacen de un largo rechazo", me parece la mejor definición de un proceso en el que escribir es de alguna manera exorcizar, rechazar criaturas invasoras proyectándolas a una condición que paradójicamente les da existencia universal a la vez que las sitúa en el otro extremo del puente, donde ya no está el narrador que ha soltado la burbuja de su pipa de yeso. Quizá sea exagerado afirmar que todo cuento breve plenamente logrado, y en especial los cuentos fantásticos, son productos neuróticos, pesadillas o alucinaciones neutralizadas mediante la objetivación y el traslado a un medio exterior al terreno neurótico; de todas maneras, en cualquier cuento breve memorable se percibe esa polarización, como si el autor hubiera querido desprenderse lo antes posible y de la manera más absoluta de su criatura, exorcizándola en la única forma en que le era dado hacerlo: escribiéndola.
8. Temas significativos.
(...) Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no es tan sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi conciencia razonante, como si yo no fuera más que una médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero esto, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes de que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema.
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema debe ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotaban virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía conciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y más hermoso?
(...) Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores.
(...) Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá entre nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
(...) Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable; en segundo lugar, los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquéllos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.
2. Ajuste del tema a la forma
(...) Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les bastará escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquél que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con su circunstancia de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse ese secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial.
(...) Pienso que el tema comporta necesariamente su forma. Aunque a mí no me gusta hablar de temas; prefiero hablar de bloques. Repentinamente hay un conjunto, un punto de partida. Hice muchos de mis cuentos sin saber cómo iban a terminar, de la misma manera que no sabía lo que había en la popa del barco de Los premios, y eso vale para todo lo que he escrito.
Es lo que me interesa más: guardar esa especie de inocencia -una inocencia muy poco inocente, si usted quiere, porque finalmente soy un veterano de la escritura- como actitud fundamental frente a lo que va a ser escrito.
No sé si usted ha hecho la experiencia, pero hay escritores que proyectan escribir un libro y se lo cuentan a usted en detalle, en un café, todo está listo, todo planteado: cuando lo escriben, generalmente es un mal libro.
3. Brevedad
(...) el cuento contemporáneo se propone como una máquina infalible destinada a cumplir su misión narrativa con la máxima economía de medios; precisamente, la diferencia entre el cuento y lo que los franceses llaman nouvelle y los anglosajones long short story se basa en esa implacable carrera contra el reloj que es un cuento plenamente logrado.
4. Unidad y esfericidad.
(...) Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparar con la novela, género mucho más popular y sobre el que abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de lectura, sin otro límites que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede de las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En este sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que en una película es en principio un "orden abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brassai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knockout. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condensados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa "apertura" a que me refería antes.
(...) Cada vez que me ha tocado revisar la traducción de uno de mis relatos (o intentar la de otros autores, como alguna vez con Poe) he sentido hasta qué punto la eficacia y el sentido del cuento dependían de esos valores que dan su carácter específico al poema y también al jazz: la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de parámetros previstos, esa libertad fatal que no admite alteración sin una pérdida irrestañable. Los cuentos de esta especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo lector que los merezca: son criaturas vivientes, organismos completos, ciclos cerrados, y respiran.
(...) -¿Cómo se le presenta hoy la idea de un cuento?
-Igual que hace cuarenta años; en eso no he cambiado ni un ápice. De pronto a mí me invade eso que yo llamo una "situación", es decir que yo sé que algo me va a dar un cuento. Hace poco, en julio de este año, vi en Londres unos pósters de Glenda Jackson -una actriz que amo mucho- y bruscamente tuve el título de un cuento: "Queremos tanto a Glenda Jackson". No tenía más que el título y al mismo tiempo el cuento ya estaba, yo sabía en líneas generales lo que iba a pasar y lo escribí inmediatamente después. Cuando eso me cae encima y yo sé que voy a escribir un cuento, tengo hoy, como tenía hace cuarenta años, el mismo temblor de alegría, como una especie de amor; la idea de que va a nacer una cosa que yo espero que va a estar bien.
-¿Qué concepto tiene del cuento?
-Muy severo: alguna vez lo he comparado con una esfera; es algo que tiene un ciclo perfecto e implacable; algo que empieza y termina satisfactoriamente como la esfera en que ninguna molécula puede estar fuera de sus límites precisos.
5. El ritmo
(...) Cuando escribo percibo el ritmo de lo que estoy narrando, pero eso viene dentro de una pulsión. Cuando siento que ese ritmo cesa y que la frase entra en un terreno que podríamos llamar prosaico, me cuenta que tomo por un falsa ruta y me detengo. Sé que he fracasado. Eso se nota sobre todo en el final de mis cuentos, el final es siempre una frase larga o una acumulación de frases largas que tienen un ritmo perceptible si se las lee en voz alta. A mis traductores les exijo que vigilen ese ritmo, que hallen el equivalente porque sin él, aunque estén las ideas y el sentido, el cuento se me viene abajo.
6. Intensidad
(...) Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, hay solamente un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.
7. Objetivación del tema
(...) Un verso admirable de Pablo Neruda: "Mis criaturas nacen de un largo rechazo", me parece la mejor definición de un proceso en el que escribir es de alguna manera exorcizar, rechazar criaturas invasoras proyectándolas a una condición que paradójicamente les da existencia universal a la vez que las sitúa en el otro extremo del puente, donde ya no está el narrador que ha soltado la burbuja de su pipa de yeso. Quizá sea exagerado afirmar que todo cuento breve plenamente logrado, y en especial los cuentos fantásticos, son productos neuróticos, pesadillas o alucinaciones neutralizadas mediante la objetivación y el traslado a un medio exterior al terreno neurótico; de todas maneras, en cualquier cuento breve memorable se percibe esa polarización, como si el autor hubiera querido desprenderse lo antes posible y de la manera más absoluta de su criatura, exorcizándola en la única forma en que le era dado hacerlo: escribiéndola.
8. Temas significativos.
(...) Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no es tan sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi conciencia razonante, como si yo no fuera más que una médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero esto, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes de que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema.
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema debe ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotaban virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía conciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y más hermoso?
(...) Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores.
(...) Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá entre nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
Sobre la trama de una novela , por John Gardner
Sólo el escritor que ha llegado a comprender lo difícil que es contar una historia de excepcional calidad -sin manipulaciones fáciles, sin romper su continuaidad, sin jactancia ni cohibición- está en condiciones de apreciar en su totalidad la "generosidad" de la ficción.
En la mejor ficción narrativa, la trama no es una sucesión de sorpresas, sino una sucesión cada vez más emocionante de descubrimientos, o de momentos de comprensión. Un o de los errores más habituales de los escritores noveles (de los que entienden que escribir novela es contar historias) es creer que la fuerza del relato radica en la información que se retiene, es decir, en que el escritor consiga tener al lector siempre en sus manos, para descargarle el golpe definitivo cuando menos se lo espera. La ficción avara es aquélla en la que el autor se niega a tratar al lector de igual a igual
Supongamos, por ejemplo, que el escritor ha decidido contar la historia de un hombre que se traslada a vivir a una casa que está al lado de la casa de su hija, una jovencita que no sabe que su nuevo vecino es su padre. El hombre -llamémosle Frank- no le dice a la muchacha -que podría llamarse Wanda- que es hija suya. Se hacen amigos y, a pesar de la diferencia de edad, ella comienza a sentirse atraída sexualmente por él.
Lo que el escritor necio o inexperto hace con esta idea es ocultarle al lector la relación padre-hija hasta el último momento, y al llegar a este punta salta y exclama: "¡Sorpresa!" Si el escritor cuenta la historia desde el punto de vista del padre y se guarda un detalle tan importante, no respeta el tradicional pacto lector-escritor, es decir, le hace una jugarreta al primero.
Por otro lado, si la historia está contada desde el punto de vista de la hija, el recurso es legítimo porque el lector sólo puede saber lo que la chica sabe. Lo que ocurre entonces, sin embargo, es que el escritor hace mal uso de la idea. En esta historia, la hija es simplemente una víctima, puesto que no conoce los hechos que le permitían optar por alternativas, a saber: afrontar sus sentimientos y tomar una decisión, bien aceptando el papel de hija, bien escogiendo violar el tabú del incesto.
Cuando el personaje central es un víctima, no quien actúa, sino sobre quién se actúa, no puede haber auténtica intriga. Es cierto que en la gran narrativa no siempre es fácil distinguir si el personaje central es al mismo tiempo agente. La institutriz de Otra vuelta de tuerca negaría rotundamente que está actuando en complicidad con las fuerzas del mal, pero poco a poco, con gran horror por nuestra parte, nos damos cuenta de que así es.(...)
En el análisis final, la verdadera intriga viene con el dilema moral y la valentía de tomar decisiones y actuar en consecuencia. La falsa intriga proviene de la sucesión absurda y accidental de los acontecimientos. El escritor más hábil o experto proporciona al lector, a su debido tiempo, la información necesaria para comprender la historia, con lo que éste, a medida que lee, en lugar de preguntarse "¿Qué les ocurrirá ahora a los personajes?" lo que se plantea es: "¿Qué hará Frank a continuación?¿Qué diría Wanda si Frank decidiera...?" y así sucesivamente.
Al entrar en la historia de esta forma, el lector siente auténtica intriga, o lo que es lo mismo, auténtico interés por los personajes. Toma parte activa, por secundaria que sea, en el desarrollo de la historia: especula, intenta prever, y como se le ha proporcionado información importante, está en situación de advertir el error si el autor extrae conclusiones falsas o poco convincentes, si fuerza el desarrollo en una dirección que no sería natural, o si atribuye a los personajes sentimientos que nadie tendría de hallarse en lugar de éstos.
(...)La moralidad de la historia de Frank y Wanda no reside en que éstos opten por no cometer incesto o decidan que sí lo cometerán. La buena narrativa no se ocupa de los códigos de conducta -o, en todo caso, lo hace indirectamente- El joven escritor que comprende porqué es más inteligente presentar el caso de Frank y Wanda como una historia de dilema, sufrimiento y necesidad de optar por una u otra alternativa está en situación de comprender la generosidad de la buena narrativa. El escritor inteligente, para conferir fuerza a su relato, confía en los personajes y en el argumento, y no en la treta de guardarse información, ni siquiera en hacerlo al final.
Dicho de otra manera, el escritor procede abiertamente, evoluciona en la cuerda floja, sin red. Y también es generoso en el sentido de que, a pesar de su dominio de las técnicas narrativas, sólo recurre a las que convienen a la historia: es, literalmente, servidor de ésta y no un doncel que utiliza la historia como mera excusa para alardear. Aunque esto no quiere decir que el escritor no conceda importancia a la realización. Las técnicas que emplea porque la historia lo exige las emplea con brillantez. Trabaja totalmente al servicio de la historia, pero con elegancia.
(...) La buena novela, tiene hondura intelectual y emotiva, lo cual significa que una historia cuya idea central sea estúpida, por brillantemente contada que esté, lo será igualmente. Tomemos un ejemplo sencillo. Un joven periodista descubre que su padre, que es el alcalde de la ciudad y que ha sido siempre un héroe para él, en secreto posee burdeles y sex-shops y practica la usura.¿Descubrirá el pastel el hijo? Sean cuales fueren sus actividades secretas, ha sido el padre de nuestro periodista quién le ha enseñado todos los valores que defiende, entre ellos la integridad, la valentía y la conciencia social. ¿Qué hará el periodista?
¿Y a quién le importa?Como planteamiento es una imbecilidad. Su primer error es que el conflicto que presenta (¿qué es más importante, la integridad o la lealtad personal?) carece de interés. Es tan obvio que la integridad personal se puede someter a las exigencias de un tipo más elevado de integridad, que no vale la pena hablar de ello. Y en el caso de esta historia hipotética, la vileza del padre es de tal calibre que sólo a un tonto le atormentará la duda de si debe o no anteponer la lealtad personal.
El error más grave de esta idea es que no empieza por el personaje, sino por la situación. El personaje es la vida de la novela. el ambiente existe sólo para que el personaje tenga un entorno en el que moverse, algo que ayude a definirlo. el argumento existe para que el personaje pueda descubrir algo de sí mismo, y, en el proceso, revelar al lector cómo es él realmente: el argumento obliga al personaje a decidir y a actuar, lo transforma de estética construcción en ser humano vivo que toma decisiones y paga las consecuencias u obtiene recompensas.(...)
En casi toda buena novela, la forma básica -casi ineludiblemente- de la trama es: un personaje central quiere algo, lo persigue a pesar de la oposición que encuentra (en la que, quizá, se incluyan sus propias dudas) y gana, pierde o se inhibe.
En la mejor ficción narrativa, la trama no es una sucesión de sorpresas, sino una sucesión cada vez más emocionante de descubrimientos, o de momentos de comprensión. Un o de los errores más habituales de los escritores noveles (de los que entienden que escribir novela es contar historias) es creer que la fuerza del relato radica en la información que se retiene, es decir, en que el escritor consiga tener al lector siempre en sus manos, para descargarle el golpe definitivo cuando menos se lo espera. La ficción avara es aquélla en la que el autor se niega a tratar al lector de igual a igual
Supongamos, por ejemplo, que el escritor ha decidido contar la historia de un hombre que se traslada a vivir a una casa que está al lado de la casa de su hija, una jovencita que no sabe que su nuevo vecino es su padre. El hombre -llamémosle Frank- no le dice a la muchacha -que podría llamarse Wanda- que es hija suya. Se hacen amigos y, a pesar de la diferencia de edad, ella comienza a sentirse atraída sexualmente por él.
Lo que el escritor necio o inexperto hace con esta idea es ocultarle al lector la relación padre-hija hasta el último momento, y al llegar a este punta salta y exclama: "¡Sorpresa!" Si el escritor cuenta la historia desde el punto de vista del padre y se guarda un detalle tan importante, no respeta el tradicional pacto lector-escritor, es decir, le hace una jugarreta al primero.
Por otro lado, si la historia está contada desde el punto de vista de la hija, el recurso es legítimo porque el lector sólo puede saber lo que la chica sabe. Lo que ocurre entonces, sin embargo, es que el escritor hace mal uso de la idea. En esta historia, la hija es simplemente una víctima, puesto que no conoce los hechos que le permitían optar por alternativas, a saber: afrontar sus sentimientos y tomar una decisión, bien aceptando el papel de hija, bien escogiendo violar el tabú del incesto.
Cuando el personaje central es un víctima, no quien actúa, sino sobre quién se actúa, no puede haber auténtica intriga. Es cierto que en la gran narrativa no siempre es fácil distinguir si el personaje central es al mismo tiempo agente. La institutriz de Otra vuelta de tuerca negaría rotundamente que está actuando en complicidad con las fuerzas del mal, pero poco a poco, con gran horror por nuestra parte, nos damos cuenta de que así es.(...)
En el análisis final, la verdadera intriga viene con el dilema moral y la valentía de tomar decisiones y actuar en consecuencia. La falsa intriga proviene de la sucesión absurda y accidental de los acontecimientos. El escritor más hábil o experto proporciona al lector, a su debido tiempo, la información necesaria para comprender la historia, con lo que éste, a medida que lee, en lugar de preguntarse "¿Qué les ocurrirá ahora a los personajes?" lo que se plantea es: "¿Qué hará Frank a continuación?¿Qué diría Wanda si Frank decidiera...?" y así sucesivamente.
Al entrar en la historia de esta forma, el lector siente auténtica intriga, o lo que es lo mismo, auténtico interés por los personajes. Toma parte activa, por secundaria que sea, en el desarrollo de la historia: especula, intenta prever, y como se le ha proporcionado información importante, está en situación de advertir el error si el autor extrae conclusiones falsas o poco convincentes, si fuerza el desarrollo en una dirección que no sería natural, o si atribuye a los personajes sentimientos que nadie tendría de hallarse en lugar de éstos.
(...)La moralidad de la historia de Frank y Wanda no reside en que éstos opten por no cometer incesto o decidan que sí lo cometerán. La buena narrativa no se ocupa de los códigos de conducta -o, en todo caso, lo hace indirectamente- El joven escritor que comprende porqué es más inteligente presentar el caso de Frank y Wanda como una historia de dilema, sufrimiento y necesidad de optar por una u otra alternativa está en situación de comprender la generosidad de la buena narrativa. El escritor inteligente, para conferir fuerza a su relato, confía en los personajes y en el argumento, y no en la treta de guardarse información, ni siquiera en hacerlo al final.
Dicho de otra manera, el escritor procede abiertamente, evoluciona en la cuerda floja, sin red. Y también es generoso en el sentido de que, a pesar de su dominio de las técnicas narrativas, sólo recurre a las que convienen a la historia: es, literalmente, servidor de ésta y no un doncel que utiliza la historia como mera excusa para alardear. Aunque esto no quiere decir que el escritor no conceda importancia a la realización. Las técnicas que emplea porque la historia lo exige las emplea con brillantez. Trabaja totalmente al servicio de la historia, pero con elegancia.
(...) La buena novela, tiene hondura intelectual y emotiva, lo cual significa que una historia cuya idea central sea estúpida, por brillantemente contada que esté, lo será igualmente. Tomemos un ejemplo sencillo. Un joven periodista descubre que su padre, que es el alcalde de la ciudad y que ha sido siempre un héroe para él, en secreto posee burdeles y sex-shops y practica la usura.¿Descubrirá el pastel el hijo? Sean cuales fueren sus actividades secretas, ha sido el padre de nuestro periodista quién le ha enseñado todos los valores que defiende, entre ellos la integridad, la valentía y la conciencia social. ¿Qué hará el periodista?
¿Y a quién le importa?Como planteamiento es una imbecilidad. Su primer error es que el conflicto que presenta (¿qué es más importante, la integridad o la lealtad personal?) carece de interés. Es tan obvio que la integridad personal se puede someter a las exigencias de un tipo más elevado de integridad, que no vale la pena hablar de ello. Y en el caso de esta historia hipotética, la vileza del padre es de tal calibre que sólo a un tonto le atormentará la duda de si debe o no anteponer la lealtad personal.
El error más grave de esta idea es que no empieza por el personaje, sino por la situación. El personaje es la vida de la novela. el ambiente existe sólo para que el personaje tenga un entorno en el que moverse, algo que ayude a definirlo. el argumento existe para que el personaje pueda descubrir algo de sí mismo, y, en el proceso, revelar al lector cómo es él realmente: el argumento obliga al personaje a decidir y a actuar, lo transforma de estética construcción en ser humano vivo que toma decisiones y paga las consecuencias u obtiene recompensas.(...)
En casi toda buena novela, la forma básica -casi ineludiblemente- de la trama es: un personaje central quiere algo, lo persigue a pesar de la oposición que encuentra (en la que, quizá, se incluyan sus propias dudas) y gana, pierde o se inhibe.
Advertencias de un escritor, por Gabriel García Márquez
Una cosa es una historia larga, y otra, una historia alargada.
El final de un reportaje hay que escribirlo cuando vas por la mitad.
El autor recuerda más cómo termina un artículo que cómo empieza.
Es más fácil atrapar un conejo que un lector
Hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos va a ser lo mejor que se ha escrito nunca, porque luego siempre queda algo de esa voluntad.
Cuando uno se aburre escribiendo el lector se aburre leyendo.
No debemos obligar al lector a leer una frase de nuevo.
El final de un reportaje hay que escribirlo cuando vas por la mitad.
El autor recuerda más cómo termina un artículo que cómo empieza.
Es más fácil atrapar un conejo que un lector
Hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos va a ser lo mejor que se ha escrito nunca, porque luego siempre queda algo de esa voluntad.
Cuando uno se aburre escribiendo el lector se aburre leyendo.
No debemos obligar al lector a leer una frase de nuevo.
Aspectos del cuento, por Julio Cortázar
Puesto que voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento como género literario, y es posible que algunas de mis ideas sorprendan o choquen a quienes las lean, me parece de una elemental honradez definir el tipo de narración que me interesa, señalando mi especial manera de entender el mundo.
Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas, de geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese de los temas o incluso de las formas expresivas, creo que esta presentación de mi propia manera de entender el mundo explicará mi toma de posesión y mi enfoque del problema. En último extremo podrá decirse que solo he hablado del cuento tal y como yo lo practico. Y sin embargo, no creo que sea así. Tengo la certidumbre de que existen ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso que tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.
La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por diversas razones. Vivo en un país -Francia- donde este género tiene poca vigencia, aunque en los últimos años se nota entre escritores y lectores un interés creciente por esa forma de expresión. De todos modos, mientras los críticos siguen acumulando teorías y manteniendo enconadas polémicas acerca de la novela, casi nadie se interesa por la problemática del cuento. Vivir como cuentista en un país donde esta forma expresiva es un producto casi exótico, obliga forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta. Poco a poco, en sus textos originales o mediante traducciones, uno va acumulando casi rencorosamente una enorme cantidad de cuentos del pasado y del presente, y llega el día en que puede hacer un balance, intentar una aproximación valorativa a ese género de tan difícil definición, tan huidizo en sus múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia tan secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario.
Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en algún momento de su labor, hablar del cuento tiene un interés especial para nosotros, puesto que casi todos los países americanos de lengua española le están dando al cuento una importancia excepcional, que jamás había tenido en otros países latinos como Francia o España. Entre nosotros, como es natural en las literaturas jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco incasillable; en segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquellos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.
En América, tanto en Cuba como en México o Chile o Argentina, una gran cantidad de cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre sí, descubriéndose a veces de manera casi póstuma. Frente a ese panorama sin coherencia suficiente, en el que pocos conocen a fondo la labor de los demás, creo que es útil hablar del cuento por encima de las particularidades nacionales e internacionales, porque es un género que entre nosotros tiene una importancia y una vitalidad que crecen de día en día. Alguna vez se harán las antologías definitivas -como las hacen los países anglosajones, por ejemplo- y se sabrá hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me parece inútil hablar del cuento en abstracto, como género literario. Si nos hacemos una idea convincente de esa forma de expresión literaria, ella podrá contribuir a establecer una escala de valores para esa antología ideal que está por hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados malentendidos en este terreno. Mientras los cuentistas siguen adelante su tarea, ya es tiempo de hablar de esa tarea en sí misma, al margen de las personas y de las nacionalidades. Es preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es siempre difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere echarle la conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que es el cuento habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se puede trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre nosotros, y que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente grandes.
Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparara con la novela, género mucho más popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un "orden abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa "apertura" a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.
Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo. El elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood Anderson, se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chejov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulces. Y, sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada.
Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no reside solamente en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos cuentos que todos hemos leído contienen episodios similares a los que tratan los autores nombrados. La idea de significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco más esa extraña forma de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre papel, alimento para el olvido.
Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y hermosos? Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo. Aquí me parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen tan bien como yo. Es habitual que en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio divertido o conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga: "Ahí tienes un tema formidable para un cuento; te lo regalo." A mí me han reglado en esa forma montones de temas, y siempre he contestado amablemente: "Muchas gracias", y jamás he escrito un cuento con ninguno de ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras de una criada suya en París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar a ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas curiosas; para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba mucho más allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema insignificante, por más divertido o emocionante que pueda ser, y otro significativo?, he respondido que el escritor es el primero en sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y que precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el sabor de una magdalena mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico de recuerdos aparentemente olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la misma forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento está así predeterminado por el aura, por la fascinación irresistible que el tema crea en su creador.
Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y tocamos el umbral de su creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles antenas que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está esperando al lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial, descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce en la manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso de El barril de amontillado y de Los asesinos, los hechos despojados de toda preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato demorado y caudaloso de Henry James -La lección del maestro, por ejemplo- se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor, y es aquí donde nos vamos acercando al final de este paseo por el cuento.
Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas, de geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese de los temas o incluso de las formas expresivas, creo que esta presentación de mi propia manera de entender el mundo explicará mi toma de posesión y mi enfoque del problema. En último extremo podrá decirse que solo he hablado del cuento tal y como yo lo practico. Y sin embargo, no creo que sea así. Tengo la certidumbre de que existen ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso que tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.
La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por diversas razones. Vivo en un país -Francia- donde este género tiene poca vigencia, aunque en los últimos años se nota entre escritores y lectores un interés creciente por esa forma de expresión. De todos modos, mientras los críticos siguen acumulando teorías y manteniendo enconadas polémicas acerca de la novela, casi nadie se interesa por la problemática del cuento. Vivir como cuentista en un país donde esta forma expresiva es un producto casi exótico, obliga forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta. Poco a poco, en sus textos originales o mediante traducciones, uno va acumulando casi rencorosamente una enorme cantidad de cuentos del pasado y del presente, y llega el día en que puede hacer un balance, intentar una aproximación valorativa a ese género de tan difícil definición, tan huidizo en sus múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia tan secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario.
Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en algún momento de su labor, hablar del cuento tiene un interés especial para nosotros, puesto que casi todos los países americanos de lengua española le están dando al cuento una importancia excepcional, que jamás había tenido en otros países latinos como Francia o España. Entre nosotros, como es natural en las literaturas jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco incasillable; en segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquellos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.
En América, tanto en Cuba como en México o Chile o Argentina, una gran cantidad de cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre sí, descubriéndose a veces de manera casi póstuma. Frente a ese panorama sin coherencia suficiente, en el que pocos conocen a fondo la labor de los demás, creo que es útil hablar del cuento por encima de las particularidades nacionales e internacionales, porque es un género que entre nosotros tiene una importancia y una vitalidad que crecen de día en día. Alguna vez se harán las antologías definitivas -como las hacen los países anglosajones, por ejemplo- y se sabrá hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me parece inútil hablar del cuento en abstracto, como género literario. Si nos hacemos una idea convincente de esa forma de expresión literaria, ella podrá contribuir a establecer una escala de valores para esa antología ideal que está por hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados malentendidos en este terreno. Mientras los cuentistas siguen adelante su tarea, ya es tiempo de hablar de esa tarea en sí misma, al margen de las personas y de las nacionalidades. Es preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es siempre difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere echarle la conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que es el cuento habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se puede trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre nosotros, y que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente grandes.
Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparara con la novela, género mucho más popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un "orden abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa "apertura" a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.
Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo. El elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood Anderson, se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chejov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulces. Y, sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada.
Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no reside solamente en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos cuentos que todos hemos leído contienen episodios similares a los que tratan los autores nombrados. La idea de significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco más esa extraña forma de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre papel, alimento para el olvido.
Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y hermosos? Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo. Aquí me parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen tan bien como yo. Es habitual que en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio divertido o conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga: "Ahí tienes un tema formidable para un cuento; te lo regalo." A mí me han reglado en esa forma montones de temas, y siempre he contestado amablemente: "Muchas gracias", y jamás he escrito un cuento con ninguno de ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras de una criada suya en París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar a ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas curiosas; para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba mucho más allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema insignificante, por más divertido o emocionante que pueda ser, y otro significativo?, he respondido que el escritor es el primero en sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y que precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el sabor de una magdalena mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico de recuerdos aparentemente olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la misma forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento está así predeterminado por el aura, por la fascinación irresistible que el tema crea en su creador.
Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y tocamos el umbral de su creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles antenas que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está esperando al lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial, descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce en la manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso de El barril de amontillado y de Los asesinos, los hechos despojados de toda preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato demorado y caudaloso de Henry James -La lección del maestro, por ejemplo- se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor, y es aquí donde nos vamos acercando al final de este paseo por el cuento.
Consejos para dialogar
Algunas notas sobre los diálogos
Rodolfo Martínez
Cierta vez, alguien me preguntó qué encontraba más difícil en el trabajo de escribir. No parpadeé al responder: "Los personajes y los diálogos". Del diseño de personajes quizá hablemos en otro momento, pero hoy me gustaría pediros unos minutos de vuestra atención para dedicarlos a lo difícil que es construir un buen (o incluso un mal) diálogo.
A menudo, y especialmente en los cuentos, donde no hay espacio para un desarrollo en profundidad de la psicología de un personaje, la forma en que éste habla puede bastar para definirlo. Un personaje que nos es presentado hablando de determinada manera evocará en nuestra mente una concreta forma de ser y, si el autor es lo suficientemente hábil, ni siquiera necesitará describirlo física o mentalmente para que tengamos una imagen clara de cómo es.
Claro que ahí tropezamos con el meollo de la cuestión.
Es frasecita sin importancia de "si el autor es lo suficientemente hábil". De hecho, es perfectamente posible que un cuento con una buena idea de partida, bien desarrollada y que esté impecablemente escrito en sus partes narrativas y descriptivas resulte luego un completo fiasco a causa de la pobreza de sus diálogos. Ultimamente he tenido la oportunidad de leer bastante material de autores noveles y precisamente uno de los lugares donde estos parecen tener más dificultades es en ese tema. Cuentos que en general no están mal escritos suelen tener unos diálogos que entorpecen el desarrollo de la acción más que ayudarla a avanzar, que no resultan ni fluidos ni naturales, dando al lector la impresión de que los personajes hablan como si recitasen papeles aprendidos de memoria en una mala obra de teatro.
¿Cómo debería ser entonces un buen diálogo? En primer lugar y, posiblemente más importante, debe sonar natural a nuestros oidos mentales de lector, que parezca (aunque en el fondo no lo sea) un diálogo de verdad, de los que puede oir por la calle o decir él mismo. Debe también aportar información, no ser simplemente una pieza dialéctica vacía. Y, por último, y peliagudo, está el tema de las acotaciones, de cómo introducirlos.
Trataré cada uno de estos temas por separado.
La naturalidad
Algo primordial es adaptar los términos y las construcciones gramaticales que vamos a usar a la personalidad que queremos definir por medio de ese diálogo. Un individuo iletrado, de escaso nivel cultural, no usará los cultismos y las construcciones subordinadas que puede utilizar un especialista en literatura germánica medieval.
Si estamos escribiendo un relato en el que los personajes son navajeros del más miserable suburbio de Barazagor, el olvidado planeta por allá a la izquierda, tendremos que hacerles hablar de acuerdo con su papel. Utilizarán frases más bien cortas o en todo caso unidas por conjunciones. Pocas veces usarán oraciones subordinadas, tenderán a servirse exclusicamente del indicativo, e incluso es posible que trabuquen algunos tiempos verbales, que digan "si no habrías venido" en lugar de "si no hubieras venido", por ejemplo. Su vocabulario será más bien limitado, y con cierta frecuencia se servirrán de muletillas e interjecciones varias que insertarán en mitad de una frase.
Usarán determinadas palabras propias de su jerga. Por el contrario, si estamos describiendo la investigación de un grupo de sesudos físicos que tratan de desentrañar el último misterio del universo, tendrán que hablar de forma completamente distinta. Su habla será algo más ampulosa, pero al mismo tiempo más precisa. Usarán, evidentemente, términos como "vector" o "gradiente de velocidad". En general hablarán igual que un individuo de cultura más o menos media con la jerga propia de su profesión.
Ese tema, el de la jerga es muy importante. En dos aspectos. Cada profesión, cada forma de vida, tiene su vocabulario propio, y si pretendes describir a un médico, tienes que estar bien enterado de qué terminos usan los médicos. No digo que llegues al nivel de documentación de Gabriel Bermúdez, que para Salud mortal se devoró tomos y tomos de divulgación médica, pero sí que estés lo suficientemente enterado como para no cometer gazapos y caracterizarles mínimamente bien.
El otro aspecto de las jergas, el de las hablas marginales, es más peliagudo.
Decía Raymond Chandler que solo hay dos tipos de jergas aceptables para el escritor: "el slang que se ha establecido en el lenguaje, y el slang que uno mismo inventa. Todo lo demás está propenso a ponerse fuera de moda antes de alcanzar la imprenta" [1]. Un ejemplo perfecto de jerga inventada puede ser La naranja mecánica [2], donde el autor, partiendo del vocabulario ruso crea el nadsat, la lengua juvenil que hablan los pandilleros de la novela. Burgess introduce tan bien el nadsat en su novela, de una forma tan paulatina, y con un contexto tan exclarecedor que uno apenas necesita mirar el glosario que incluyen algunas ediciones del libro para comprender su significado. En nuestro pais podríamos citar el caso de Ahogos y palpitaciones [3], novela olvidable en casi todos sus aspectos, pero que resulta interesante por la deformación a que el autor somete el idioma. Nos describe una sociedad que vive por y para el placer, donde el sufrimiento es algo inconcebible y obsceno: de esa forma, el lenguaje se deforma hasta el extremo de que palabras como "sangre" y "muerte" son auténticas procacidades y los más prosaicos aspectos fisiológicos humanos son descritos en tonos poéticos y alegóricos.
Por otro lado, el diálogo debe ser fluido, ha de tener un ritmo propio y en ese aspecto quizá nos pudiera servir de ayuda la poesía, especialmente la clásica, ferreamente estructurada en torno a grupos acentuales muy concretos. Un soneto de Garcilaso o de Quevedo puede ser de mucha ayuda para ayudarnos a ir cogiendo ese ritmo. Volviendo a citar a Raymond Chandler: "Es probable que comenzara con la poesía; casi todo comienza en ella."[4]
Pero todo lo dicho no basta para que un diálogo suene natural. Uno puede haber cumplido todo lo que acabo de exponer y aun así encontrarse con que acaba de escribir una conversación forzada y anquilosada. ¿Dónde está entonces la naturalidad? Ahí es donde interviene el oido del escritor, su intuición y sus años de oficio.
En primer lugar, en una conversación real, los interlocutores no sueltan un ladrillo de discurso respondido a su vez por otro ladrillo de discurso. La gente, cuando habla, se interrumpen unos a otros, se producen lapsos de silencio, un personaje inicia un chiste y aquel con el que está hablando se lo termina... No hay nada que cause peor efecto que Pepe diciendo: "Yo creo que..." y soltando una parrafada a la que Manolo responde "Pues yo pienso..." y suelta una nueva parrafada solo para que, cuando acabe llegue Juan y diga "Quizá, pero a mí me parece..." para embarcarse en nuevo discurso. Eso no es un diálogo, sino tres monólogos sobre el mismo tema.
Cuando dos o más personas hablan, las circunstancias mandan en muchas ocasiones sobre ellos. Se puede empezar hablando de fútbol y, a medida que la conversación va derivando, se termina poniendo a parir al gobierno sin que nadie lo haya planeado así. En el mundo "real" las conversaciones no son, no suelen ser, algo preparado. En la literatura, sin embargo, deben serlo. Si transcribimos un diálogo es porque hay determinada información que queremos transmitir a través de él, algo que queremos contar usando esa conversación. Por tanto, hemos de ceñirnos al tema que queremos exponer, pero al mismo tiempo, hemos de ser consecuentes con la caracterización de nuestros personajes. Si hemos diseñado uno de ellos de tal forma que tenga tendencia a divagar, tendremos que hacer que, en determinados momentos, el tema de la conversación se aparte de nuestro propósito, aunque luego la hagamos volver a él.
También hay que tener en cuenta que, si el diálogo lleva una gran carga emocional, es más que probable que alguno de los personajes que intervienen en él, en un momento dado, suelte un taco para aliviar su propia tensión o recalcar una idea. ¿Por qué no? No hay que tener miedo a los tacos, la gente los usa cuando habla y, aunque el escritor no debe abusar de ellos, resulta peor aun que prescinda totalmente de su uso. Nada resulta más ridículo que un individuo que, supuestamente está furioso, diciendo: "¡Córcholis! Menuda faena me habéis hecho!". Si está furioso de verdad, no dirá "córcholis" o "cáscaras"; soltará un exabrupto. No hace falta ser terriblemente vulgares, pero uno o dos tacos insertados en una conversación de forma natural ayudan a hacerla más creible, siempre que no nos pasemos.
Y cuando ya tenemos el diálogo ¿cómo sabemos que este es válido? Una solución puede ser coger lo que uno acaba de escribir e intentar leerlo en voz alta. Eso nos salvará en más de un momento de perpetrar diálogos que nos parecían maravillosos en la página escrita y que al ser oidos se nos revelan cursis, artificiales o torpes. Sin embargo tampoco esa es la solución definitiva. A García Márquez le preguntaron en una ocasión por qué daba tan poca importancia al diálogo en sus libros. Respondió que para él: "el diálogo en lengua castellana resulta falso. [...] En este idioma existe una gran distancia entre el diálogo hablado y el escrito. Un diálogo que en castellano es bueno en la vida real no es necesariamente bueno en las novelas. Por eso lo trabajo tan poco" [5]. A primera vista puede parecer que el escritor colombiano está en uno de sus habituales desbarres, pero si nos paramos a pensarlo un poco veremos que no deja de tener razón, en cierto sentido. Al contrario de lo que nos ocurría antes un diálogo puede sonar perfecto al oirlo y luego, en la página, resultar completamente inadecuado. No olvidemos que la literatura es, en el fondo, un artificio, un fingimiento. Un diálogo escrito debe parecer que es igual que uno hablado, pero en realidad no lo será.
¿Qué hacer, entonces?
Mi primer consejo sigue siendo, creo yo, útil pese a todo. Lee el diálogo en voz alta y, si no resulta, tíralo a la papelera. En cuanto a cómo solucionar la segunda cuestión, eso es algo que va dando el tiempo, la experiencia y, sobre todo, el haber escrito mucho. El genio sigue siendo un 20% de inspiración y un 80% de transpiración. O, en las inmortales palabras de Sherlock Holmes: "Watson, el genio solo es la capacidad de esforzarse".
Dar información. ¿Cómo?
Como cualquier otra parte de un relato, un diálogo cumple una función. Y esta, creo yo, es básicamente la de aportar información de una forma más rápida, directa y agradable al lector de la que lo puede hacer un fragmento narrativo [6].
Un recurso muy usado por determinados escritores del pasado es, en lugar de mostrarnos la acción, situarnos ante dos personajes: uno asiste a ella, el otro no. El primero le cuenta al segundo lo que ocurre. Era algo muy usado por Shakespeare; claro que él no lo hacía por gusto: no podía poner en escena a dos ejércitos de quince mil hombres dándose de bofetadas, así que tenía que limitarse a situar sobre el escenario a un criado que, desde lo alto de una torre le cuenta a su señor lo que ocurre en el campo de batalla.
Pero es algo que se sigue utilizando hoy en día y no es un mal método. La narración de la acción por parte de un testigo a un tercero puede ser mucho más colorista, emocionante y vital que una descripción directa de esa acción. Sobre todo, si lo que estamos narrando es de importancia secundaria para el relato y no queremos perder demasiado tiempo en su descripción, el truco del testigo siempre es útil.
Un recurso similar es el de utilizar un diálogo para que el lector se entere de acontecimientos que han ocurrido antes de que se inicie el relato, para situarle en el escenario, en el universo donde se desarrolla la historia. Esto no es peligroso cuando uno de los interlocutores de la conversación ignora lo que el otro le está contando. El que lo sabe se limita a poner en antecedentes a su amigo y punto. El problema viene cuando ambos saben lo que ha pasado y el único que lo ignora es el pobre lector.
Este es un defecto del que no escapan ni escritores experimentados. Del que, de hecho, es difícil escapar. ¿Cómo te las apañas para poner en antecedentes al lector sobre algo que todos los personajes de la novela saben ya perfectamente y que es imprescindible que el lector sepa para que comprenda perfectamente la situación?
La solución del escritor inexperto es la que yo llamo la de la intervención parlamentaria. Aquello de "Señores diputados, no les voy a decir..." y acto seguido se lo dice. No es difícil encontrar en un cuento primerizo una conversación que empieza más o menos así:
-Todos sabéis que ayer por la tarde hubo una reunión en la que se decidió...
Si todos lo saben ¿para qué lo cuenta? Lo lógico es dar esos acontecimientos por sabidos y seguir a partir de ahí. Pero el lector los ignora y hay que contárselos de alguna manera.
Pero no de esa. Eso crea una impresión de pobreza y falsedad en el diálogo. La gente no habla de cosas que ya saben para que un ente misterioso ajeno a su universo se entere de lo que les ha pasado (Groucho Marx lo hacía, pero a Groucho se le podía perdonar casi todo).
La solución es, quizá, dar la información poco a poco, a pequeños retazos. Siempre que uno tenga espacio suficiente, por supuesto. Se puede intentar otra cosa, si los acontecimientos en cuestión son lo suficientemente importantes como para haber sido tenidos en cuenta por los historiadores: insertar, en mitad del relato un fragmento de un supuesto libro donde se comenten esos hechos, como hacía Asimov en su serie de las Fundaciones con las citas de la Enciclopedia Galáctica. O, como hábilmente hace Gabriel Bermúdez en Salud mortal, conseguir que el personaje central asista a una conferencia de carácter histórico-político.
Al final, si uno es lo suficientemente hábil, puede incluso utilizar la solución de la intervención parlamentaria y hacer que el lector no se de cuenta de que las normas de la verosimilitud acaban de ser transgredidas. Pero pocos escritores pueden permitirse eso impunemente.
Rodolfo Martínez
Cierta vez, alguien me preguntó qué encontraba más difícil en el trabajo de escribir. No parpadeé al responder: "Los personajes y los diálogos". Del diseño de personajes quizá hablemos en otro momento, pero hoy me gustaría pediros unos minutos de vuestra atención para dedicarlos a lo difícil que es construir un buen (o incluso un mal) diálogo.
A menudo, y especialmente en los cuentos, donde no hay espacio para un desarrollo en profundidad de la psicología de un personaje, la forma en que éste habla puede bastar para definirlo. Un personaje que nos es presentado hablando de determinada manera evocará en nuestra mente una concreta forma de ser y, si el autor es lo suficientemente hábil, ni siquiera necesitará describirlo física o mentalmente para que tengamos una imagen clara de cómo es.
Claro que ahí tropezamos con el meollo de la cuestión.
Es frasecita sin importancia de "si el autor es lo suficientemente hábil". De hecho, es perfectamente posible que un cuento con una buena idea de partida, bien desarrollada y que esté impecablemente escrito en sus partes narrativas y descriptivas resulte luego un completo fiasco a causa de la pobreza de sus diálogos. Ultimamente he tenido la oportunidad de leer bastante material de autores noveles y precisamente uno de los lugares donde estos parecen tener más dificultades es en ese tema. Cuentos que en general no están mal escritos suelen tener unos diálogos que entorpecen el desarrollo de la acción más que ayudarla a avanzar, que no resultan ni fluidos ni naturales, dando al lector la impresión de que los personajes hablan como si recitasen papeles aprendidos de memoria en una mala obra de teatro.
¿Cómo debería ser entonces un buen diálogo? En primer lugar y, posiblemente más importante, debe sonar natural a nuestros oidos mentales de lector, que parezca (aunque en el fondo no lo sea) un diálogo de verdad, de los que puede oir por la calle o decir él mismo. Debe también aportar información, no ser simplemente una pieza dialéctica vacía. Y, por último, y peliagudo, está el tema de las acotaciones, de cómo introducirlos.
Trataré cada uno de estos temas por separado.
La naturalidad
Algo primordial es adaptar los términos y las construcciones gramaticales que vamos a usar a la personalidad que queremos definir por medio de ese diálogo. Un individuo iletrado, de escaso nivel cultural, no usará los cultismos y las construcciones subordinadas que puede utilizar un especialista en literatura germánica medieval.
Si estamos escribiendo un relato en el que los personajes son navajeros del más miserable suburbio de Barazagor, el olvidado planeta por allá a la izquierda, tendremos que hacerles hablar de acuerdo con su papel. Utilizarán frases más bien cortas o en todo caso unidas por conjunciones. Pocas veces usarán oraciones subordinadas, tenderán a servirse exclusicamente del indicativo, e incluso es posible que trabuquen algunos tiempos verbales, que digan "si no habrías venido" en lugar de "si no hubieras venido", por ejemplo. Su vocabulario será más bien limitado, y con cierta frecuencia se servirrán de muletillas e interjecciones varias que insertarán en mitad de una frase.
Usarán determinadas palabras propias de su jerga. Por el contrario, si estamos describiendo la investigación de un grupo de sesudos físicos que tratan de desentrañar el último misterio del universo, tendrán que hablar de forma completamente distinta. Su habla será algo más ampulosa, pero al mismo tiempo más precisa. Usarán, evidentemente, términos como "vector" o "gradiente de velocidad". En general hablarán igual que un individuo de cultura más o menos media con la jerga propia de su profesión.
Ese tema, el de la jerga es muy importante. En dos aspectos. Cada profesión, cada forma de vida, tiene su vocabulario propio, y si pretendes describir a un médico, tienes que estar bien enterado de qué terminos usan los médicos. No digo que llegues al nivel de documentación de Gabriel Bermúdez, que para Salud mortal se devoró tomos y tomos de divulgación médica, pero sí que estés lo suficientemente enterado como para no cometer gazapos y caracterizarles mínimamente bien.
El otro aspecto de las jergas, el de las hablas marginales, es más peliagudo.
Decía Raymond Chandler que solo hay dos tipos de jergas aceptables para el escritor: "el slang que se ha establecido en el lenguaje, y el slang que uno mismo inventa. Todo lo demás está propenso a ponerse fuera de moda antes de alcanzar la imprenta" [1]. Un ejemplo perfecto de jerga inventada puede ser La naranja mecánica [2], donde el autor, partiendo del vocabulario ruso crea el nadsat, la lengua juvenil que hablan los pandilleros de la novela. Burgess introduce tan bien el nadsat en su novela, de una forma tan paulatina, y con un contexto tan exclarecedor que uno apenas necesita mirar el glosario que incluyen algunas ediciones del libro para comprender su significado. En nuestro pais podríamos citar el caso de Ahogos y palpitaciones [3], novela olvidable en casi todos sus aspectos, pero que resulta interesante por la deformación a que el autor somete el idioma. Nos describe una sociedad que vive por y para el placer, donde el sufrimiento es algo inconcebible y obsceno: de esa forma, el lenguaje se deforma hasta el extremo de que palabras como "sangre" y "muerte" son auténticas procacidades y los más prosaicos aspectos fisiológicos humanos son descritos en tonos poéticos y alegóricos.
Por otro lado, el diálogo debe ser fluido, ha de tener un ritmo propio y en ese aspecto quizá nos pudiera servir de ayuda la poesía, especialmente la clásica, ferreamente estructurada en torno a grupos acentuales muy concretos. Un soneto de Garcilaso o de Quevedo puede ser de mucha ayuda para ayudarnos a ir cogiendo ese ritmo. Volviendo a citar a Raymond Chandler: "Es probable que comenzara con la poesía; casi todo comienza en ella."[4]
Pero todo lo dicho no basta para que un diálogo suene natural. Uno puede haber cumplido todo lo que acabo de exponer y aun así encontrarse con que acaba de escribir una conversación forzada y anquilosada. ¿Dónde está entonces la naturalidad? Ahí es donde interviene el oido del escritor, su intuición y sus años de oficio.
En primer lugar, en una conversación real, los interlocutores no sueltan un ladrillo de discurso respondido a su vez por otro ladrillo de discurso. La gente, cuando habla, se interrumpen unos a otros, se producen lapsos de silencio, un personaje inicia un chiste y aquel con el que está hablando se lo termina... No hay nada que cause peor efecto que Pepe diciendo: "Yo creo que..." y soltando una parrafada a la que Manolo responde "Pues yo pienso..." y suelta una nueva parrafada solo para que, cuando acabe llegue Juan y diga "Quizá, pero a mí me parece..." para embarcarse en nuevo discurso. Eso no es un diálogo, sino tres monólogos sobre el mismo tema.
Cuando dos o más personas hablan, las circunstancias mandan en muchas ocasiones sobre ellos. Se puede empezar hablando de fútbol y, a medida que la conversación va derivando, se termina poniendo a parir al gobierno sin que nadie lo haya planeado así. En el mundo "real" las conversaciones no son, no suelen ser, algo preparado. En la literatura, sin embargo, deben serlo. Si transcribimos un diálogo es porque hay determinada información que queremos transmitir a través de él, algo que queremos contar usando esa conversación. Por tanto, hemos de ceñirnos al tema que queremos exponer, pero al mismo tiempo, hemos de ser consecuentes con la caracterización de nuestros personajes. Si hemos diseñado uno de ellos de tal forma que tenga tendencia a divagar, tendremos que hacer que, en determinados momentos, el tema de la conversación se aparte de nuestro propósito, aunque luego la hagamos volver a él.
También hay que tener en cuenta que, si el diálogo lleva una gran carga emocional, es más que probable que alguno de los personajes que intervienen en él, en un momento dado, suelte un taco para aliviar su propia tensión o recalcar una idea. ¿Por qué no? No hay que tener miedo a los tacos, la gente los usa cuando habla y, aunque el escritor no debe abusar de ellos, resulta peor aun que prescinda totalmente de su uso. Nada resulta más ridículo que un individuo que, supuestamente está furioso, diciendo: "¡Córcholis! Menuda faena me habéis hecho!". Si está furioso de verdad, no dirá "córcholis" o "cáscaras"; soltará un exabrupto. No hace falta ser terriblemente vulgares, pero uno o dos tacos insertados en una conversación de forma natural ayudan a hacerla más creible, siempre que no nos pasemos.
Y cuando ya tenemos el diálogo ¿cómo sabemos que este es válido? Una solución puede ser coger lo que uno acaba de escribir e intentar leerlo en voz alta. Eso nos salvará en más de un momento de perpetrar diálogos que nos parecían maravillosos en la página escrita y que al ser oidos se nos revelan cursis, artificiales o torpes. Sin embargo tampoco esa es la solución definitiva. A García Márquez le preguntaron en una ocasión por qué daba tan poca importancia al diálogo en sus libros. Respondió que para él: "el diálogo en lengua castellana resulta falso. [...] En este idioma existe una gran distancia entre el diálogo hablado y el escrito. Un diálogo que en castellano es bueno en la vida real no es necesariamente bueno en las novelas. Por eso lo trabajo tan poco" [5]. A primera vista puede parecer que el escritor colombiano está en uno de sus habituales desbarres, pero si nos paramos a pensarlo un poco veremos que no deja de tener razón, en cierto sentido. Al contrario de lo que nos ocurría antes un diálogo puede sonar perfecto al oirlo y luego, en la página, resultar completamente inadecuado. No olvidemos que la literatura es, en el fondo, un artificio, un fingimiento. Un diálogo escrito debe parecer que es igual que uno hablado, pero en realidad no lo será.
¿Qué hacer, entonces?
Mi primer consejo sigue siendo, creo yo, útil pese a todo. Lee el diálogo en voz alta y, si no resulta, tíralo a la papelera. En cuanto a cómo solucionar la segunda cuestión, eso es algo que va dando el tiempo, la experiencia y, sobre todo, el haber escrito mucho. El genio sigue siendo un 20% de inspiración y un 80% de transpiración. O, en las inmortales palabras de Sherlock Holmes: "Watson, el genio solo es la capacidad de esforzarse".
Dar información. ¿Cómo?
Como cualquier otra parte de un relato, un diálogo cumple una función. Y esta, creo yo, es básicamente la de aportar información de una forma más rápida, directa y agradable al lector de la que lo puede hacer un fragmento narrativo [6].
Un recurso muy usado por determinados escritores del pasado es, en lugar de mostrarnos la acción, situarnos ante dos personajes: uno asiste a ella, el otro no. El primero le cuenta al segundo lo que ocurre. Era algo muy usado por Shakespeare; claro que él no lo hacía por gusto: no podía poner en escena a dos ejércitos de quince mil hombres dándose de bofetadas, así que tenía que limitarse a situar sobre el escenario a un criado que, desde lo alto de una torre le cuenta a su señor lo que ocurre en el campo de batalla.
Pero es algo que se sigue utilizando hoy en día y no es un mal método. La narración de la acción por parte de un testigo a un tercero puede ser mucho más colorista, emocionante y vital que una descripción directa de esa acción. Sobre todo, si lo que estamos narrando es de importancia secundaria para el relato y no queremos perder demasiado tiempo en su descripción, el truco del testigo siempre es útil.
Un recurso similar es el de utilizar un diálogo para que el lector se entere de acontecimientos que han ocurrido antes de que se inicie el relato, para situarle en el escenario, en el universo donde se desarrolla la historia. Esto no es peligroso cuando uno de los interlocutores de la conversación ignora lo que el otro le está contando. El que lo sabe se limita a poner en antecedentes a su amigo y punto. El problema viene cuando ambos saben lo que ha pasado y el único que lo ignora es el pobre lector.
Este es un defecto del que no escapan ni escritores experimentados. Del que, de hecho, es difícil escapar. ¿Cómo te las apañas para poner en antecedentes al lector sobre algo que todos los personajes de la novela saben ya perfectamente y que es imprescindible que el lector sepa para que comprenda perfectamente la situación?
La solución del escritor inexperto es la que yo llamo la de la intervención parlamentaria. Aquello de "Señores diputados, no les voy a decir..." y acto seguido se lo dice. No es difícil encontrar en un cuento primerizo una conversación que empieza más o menos así:
-Todos sabéis que ayer por la tarde hubo una reunión en la que se decidió...
Si todos lo saben ¿para qué lo cuenta? Lo lógico es dar esos acontecimientos por sabidos y seguir a partir de ahí. Pero el lector los ignora y hay que contárselos de alguna manera.
Pero no de esa. Eso crea una impresión de pobreza y falsedad en el diálogo. La gente no habla de cosas que ya saben para que un ente misterioso ajeno a su universo se entere de lo que les ha pasado (Groucho Marx lo hacía, pero a Groucho se le podía perdonar casi todo).
La solución es, quizá, dar la información poco a poco, a pequeños retazos. Siempre que uno tenga espacio suficiente, por supuesto. Se puede intentar otra cosa, si los acontecimientos en cuestión son lo suficientemente importantes como para haber sido tenidos en cuenta por los historiadores: insertar, en mitad del relato un fragmento de un supuesto libro donde se comenten esos hechos, como hacía Asimov en su serie de las Fundaciones con las citas de la Enciclopedia Galáctica. O, como hábilmente hace Gabriel Bermúdez en Salud mortal, conseguir que el personaje central asista a una conferencia de carácter histórico-político.
Al final, si uno es lo suficientemente hábil, puede incluso utilizar la solución de la intervención parlamentaria y hacer que el lector no se de cuenta de que las normas de la verosimilitud acaban de ser transgredidas. Pero pocos escritores pueden permitirse eso impunemente.
¿Cómo afrontar el temido "bloqueo"?
¿Qué técnicas, trucos o ejercicios nos sirven para volver a tener "inspiración"?
Camus, creo recordar, decía que para él la inspiración se explicaba con tres palabras: trabajo, trabajo y trabajo.
*Natalie Goldberg, poetisa norteamericana, describe en su libro "El gozo de escribir" todos los problemas del proceso creativo y aconseja que el autor aficionado se acostumbre a escribir todos los días, durante un tiempo determinado (15 minutos, una hora); no hace falta que se escriba un cuento serio, cualquier cosa es válida: un artículo, un diario, una carta, o simplemente una descripción de tus recuerdos, tus pensamientos, tus sensaciones... todo lo que sea coger un lápiz (o un ordenador) y juntar palabras una detrás de otra sirve para practicar.
*Muchos otros escritores cuando dan consejos a los escritores jóvenes o noveles destacan esa misma idea: a escribir se aprende escribiendo, no hay otra manera. Hay que escribir, escribir y volver a escribir. Si sigues ese consejo llega un momento en el que el temido bloqueo -eso de que sentarse ante la página (o la pantalla) en blanco y no saber QUÉ decir- no es un problema, porque te has pasado muchas horas escribiendo sin saber de qué escribir y te has dado cuenta de que cualquier tema es bueno: desde tus recuerdos de la infancia o los sentimientos que te provoca un perfume, hasta las travesuras de tu gatito o la forma en la que las vecinas se ponen a discutir en el portal. Siempre hay una historia.
*Una de las cosas que suelo hacer para desatascarme cuando no sé de qué hablar o cómo hacerlo, es llenar una página o varias con las primeras frases que se me pasan por la cabeza, sin pensar y sobre todo sin parar: me pongo un límite (de tiempo o de número de folios) y lo cumplo sin detenerme un segundo y sin corregir lo que he escrito, siempre hacia adelante. Después, cuando termino, me tomo un pequeño descanso y luego lo leo todo y saco los párrafos, frases o ideas que más me llaman la atención, de las que incluso surgen historias.
*Otro ejercicio que me gusta mucho y me sirve para practicar es derivar de otra historia. Se trata de escoger una historia conocida y escribir una nueva versión: por ejemplo, sacar un cuento de algún episodio mítico o bíblico, o escoger una escena de alguna obra famosa, o no tan famosa, pero que conozcamos bien, y contarla tal como nosotros la hubiéramos escrito (mejor no comparar después),incluso una historia entera ¿porqué no? Muchas obras están sacadas o inspiradas en historias ya conocidas, empezando por el Ulises de James Joyce (de la Odisea de Homero), hasta Heredarás la Tierra.
*Más cosas: escribir algo que nos importe menos, para descansar. Por ejemplo, a mí lo que me interesa es la prosa (cuento, novela corta) y es lo que más me preocupa. Pues para practicar, o cuando estoy atascada, me pongo a escribir poemas, que me salen mucho peor, pero no me importa tanto. Y,por lo menos, estoy escribiendo. También se pueden escribir imaginarios artículos periodísticos, colaboraciones del taller literario, hasta cartas al director de nuestro periódico... cualquier cosa que sea escribir y que no signifique tanto como lo que tenemos entre manos.
*También se puede sencillamente, descansar del todo. ¿No os pasa que muchas veces cuando estáis haciendo algo aburrido o repetitivo se os ocurre de repente una idea genial? Por lo visto es que cuando estamos llevando a cabo una tarea rutinaria y repetitiva (pero de ocio, se entiende) nuestro cerebro descansa, se relaja, y entonces aparece la maravillosa inspiración. A mí me ocurre cuando estoy caminando, yendo en el autobús o haciendo ejercicio. ¡Una vez se me ocurrió un cuento precioso mientras pelaba patatas! Ah, y una cosa más, que ya se me olvidaba.
*Cuando a mí se me ocurren más ideas y me entran más ganas de escribir es justo cuando acabo de leer algo que me ha impactado, incluso si es un libro que estoy leyendo por tercera o por cuarta vez.... De repente siento un ansia incontrolable por coger el ordenador y ponerme a escribir lo que sea, como sea y cuando sea.
*En esto, como en otras cosas, yo prefiero el enfoque tranquilo. Mi consejo es: primero, no tengais prisa. Guardad el bolígrafo o apagad el ordenador, y salid en busca del mundo real. Pasead, id a trabajar, mirad por la ventana, montad en metro... pero con los ojos muy abiertos. La próxima historia está oculta dentro de nosotros, pero la chispa que la inicie puede estar en cualquier recodo de los caminos.
*A veces la historia empieza por una frase, otras veces por un personaje, otras veces por un escenario. Leed y cread frases, mirad e imaginad personajes, mirad e inventad escenarios, y ya aparecerá. Después, seguid sin tener prisa. Por fin sentireis que estais listos para sentaros ante el papel en blanco o ante el ordenador. Bien, pues entonces, solo entonces, que nada se interponga en vuestro camino, y a por ello. Dejad salir las palabras, deprisa, que al final habrá tiempo para corregir, repasar, incluso reescribir completamente a veces, y, lo que me parece muy interesante, borrar todas esas palabras que, en una lectura sosegada, descubrimos que sobran.
Sobre la trama de una novela
John Gardner
Sólo el escritor que ha llegado a comprender lo difícil que es contar una historia de excepcional calidad -sin manipulaciones fáciles, sin romper su continuaidad, sin jactancia ni cohibición- está en condiciones de apreciar en su totalidad la "generosidad" de la ficción.
En la mejor ficción narrativa, la trama no es una sucesión de sorpresas, sino una sucesión cada vez más emocionante de descubrimientos, o de momentos de comprensión. Un o de los errores más habituales de los escritores noveles (de los que entienden que escribir novela es contar historias) es creer que la fuerza del relato radica en la información que se retiene, es decir, en que el escritor consiga tener al lector siempre en sus manos, para descargarle el golpe definitivo cuando menos se lo espera. La ficción avara es aquélla en la que el autor se niega a tratar al lector de igual a igual
Supongamos, por ejemplo, que el escritor ha decidido contar la historia de un hombre que se traslada a vivir a una casa que está al lado de la casa de su hija, una jovencita que no sabe que su nuevo vecino es su padre. El hombre -llamémosle Frank- no le dice a la muchacha -que podría llamarse Wanda- que es hija suya. Se hacen amigos y, a pesar de la diferencia de edad, ella comienza a sentirse atraída sexualmente por él.
Lo que el escritor necio o inexperto hace con esta idea es ocultarle al lector la relación padre-hija hasta el último momento, y al llegar a este punta salta y exclama: "¡Sorpresa!" Si el escritor cuenta la historia desde el punto de vista del padre y se guarda un detalle tan importante, no respeta el tradicional pacto lector-escritor, es decir, le hace una jugarreta al primero.
Por otro lado, si la historia está contada desde el punto de vista de la hija, el recurso es legítimo porque el lector sólo puede saber lo que la chica sabe. Lo que ocurre entonces, sin embargo, es que el escritor hace mal uso de la idea. En esta historia, la hija es simplemente una víctima, puesto que no conoce los hechos que le permitían optar por alternativas, a saber: afrontar sus sentimientos y tomar una decisión, bien aceptando el papel de hija, bien escogiendo violar el tabú del incesto.
Cuando el personaje central es un víctima, no quien actúa, sino sobre quién se actúa, no puede haber auténtica intriga. Es cierto que en la gran narrativa no siempre es fácil distinguir si el personaje central es al mismo tiempo agente. La institutriz de Otra vuelta de tuerca negaría rotundamente que está actuando en complicidad con las fuerzas del mal, pero poco a poco, con gran horror por nuestra parte, nos damos cuenta de que así es.(...)
En el análisis final, la verdadera intriga viene con el dilema moral y la valentía de tomar decisiones y actuar en consecuencia. La falsa intriga proviene de la sucesión absurda y accidental de los acontecimientos. El escritor más hábil o experto proporciona al lector, a su debido tiempo, la información necesaria para comprender la historia, con lo que éste, a medida que lee, en lugar de preguntarse "¿Qué les ocurrirá ahora a los personajes?" lo que se plantea es: "¿Qué hará Frank a continuación?¿Qué diría Wanda si Frank decidiera...?" y así sucesivamente.
Al entrar en la historia de esta forma, el lector siente auténtica intriga, o lo que es lo mismo, auténtico interés por los personajes. Toma parte activa, por secundaria que sea, en el desarrollo de la historia: especula, intenta prever, y como se le ha proporcionado información importante, está en situación de advertir el error si el autor extrae conclusiones falsas o poco convincentes, si fuerza el desarrollo en una dirección que no sería natural, o si atribuye a los personajes sentimientos que nadie tendría de hallarse en lugar de éstos.
(...)La moralidad de la historia de Frank y Wanda no reside en que éstos opten por no cometer incesto o decidan que sí lo cometerán. La buena narrativa no se ocupa de los códigos de conducta -o, en todo caso, lo hace indirectamente- El joven escritor que comprende porqué es más inteligente presentar el caso de Frank y Wanda como una historia de dilema, sufrimiento y necesidad de optar por una u otra alternativa está en situación de comprender la generosidad de la buena narrativa. El escritor inteligente, para conferir fuerza a su relato, confía en los personajes y en el argumento, y no en la treta de guardarse información, ni siquiera en hacerlo al final.
Dicho de otra manera, el escritor procede abiertamente, evoluciona en la cuerda floja, sin red. Y también es generoso en el sentido de que, a pesar de su dominio de las técnicas narrativas, sólo recurre a las que convienen a la historia: es, literalmente, servidor de ésta y no un doncel que utiliza la historia como mera excusa para alardear. Aunque esto no quiere decir que el escritor no conceda importancia a la realización. Las técnicas que emplea porque la historia lo exige las emplea con brillantez. Trabaja totalmente al servicio de la historia, pero con elegancia.
(...) La buena novela, tiene hondura intelectual y emotiva, lo cual significa que una historia cuya idea central sea estúpida, por brillantemente contada que esté, lo será igualmente. Tomemos un ejemplo sencillo. Un joven periodista descubre que su padre, que es el alcalde de la ciudad y que ha sido siempre un héroe para él, en secreto posee burdeles y sex-shops y practica la usura.¿Descubrirá el pastel el hijo? Sean cuales fueren sus actividades secretas, ha sido el padre de nuestro periodista quién le ha enseñado todos los valores que defiende, entre ellos la integridad, la valentía y la conciencia social. ¿Qué hará el periodista?
¿Y a quién le importa?Como planteamiento es una imbecilidad. Su primer error es que el conflicto que presenta (¿qué es más importante, la integridad o la lealtad personal?) carece de interés. Es tan obvio que la integridad personal se puede someter a las exigencias de un tipo más elevado de integridad, que no vale la pena hablar de ello. Y en el caso de esta historia hipotética, la vileza del padre es de tal calibre que sólo a un tonto le atormentará la duda de si debe o no anteponer la lealtad personal.
El error más grave de esta idea es que no empieza por el personaje, sino por la situación. El personaje es la vida de la novela. el ambiente existe sólo para que el personaje tenga un entorno en el que moverse, algo que ayude a definirlo. el argumento existe para que el personaje pueda descubrir algo de sí mismo, y, en el proceso, revelar al lector cómo es él realmente: el argumento obliga al personaje a decidir y a actuar, lo transforma de estética construcción en ser humano vivo que toma decisiones y paga las consecuencias u obtiene recompensas.(...)
En casi toda buena novela, la forma básica -casi ineludiblemente- de la trama es: un personaje central quiere algo, lo persigue a pesar de la oposición que encuentra (en la que, quizá, se incluyan sus propias dudas) y gana, pierde o se inhibe.
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Camus, creo recordar, decía que para él la inspiración se explicaba con tres palabras: trabajo, trabajo y trabajo.
*Natalie Goldberg, poetisa norteamericana, describe en su libro "El gozo de escribir" todos los problemas del proceso creativo y aconseja que el autor aficionado se acostumbre a escribir todos los días, durante un tiempo determinado (15 minutos, una hora); no hace falta que se escriba un cuento serio, cualquier cosa es válida: un artículo, un diario, una carta, o simplemente una descripción de tus recuerdos, tus pensamientos, tus sensaciones... todo lo que sea coger un lápiz (o un ordenador) y juntar palabras una detrás de otra sirve para practicar.
*Muchos otros escritores cuando dan consejos a los escritores jóvenes o noveles destacan esa misma idea: a escribir se aprende escribiendo, no hay otra manera. Hay que escribir, escribir y volver a escribir. Si sigues ese consejo llega un momento en el que el temido bloqueo -eso de que sentarse ante la página (o la pantalla) en blanco y no saber QUÉ decir- no es un problema, porque te has pasado muchas horas escribiendo sin saber de qué escribir y te has dado cuenta de que cualquier tema es bueno: desde tus recuerdos de la infancia o los sentimientos que te provoca un perfume, hasta las travesuras de tu gatito o la forma en la que las vecinas se ponen a discutir en el portal. Siempre hay una historia.
*Una de las cosas que suelo hacer para desatascarme cuando no sé de qué hablar o cómo hacerlo, es llenar una página o varias con las primeras frases que se me pasan por la cabeza, sin pensar y sobre todo sin parar: me pongo un límite (de tiempo o de número de folios) y lo cumplo sin detenerme un segundo y sin corregir lo que he escrito, siempre hacia adelante. Después, cuando termino, me tomo un pequeño descanso y luego lo leo todo y saco los párrafos, frases o ideas que más me llaman la atención, de las que incluso surgen historias.
*Otro ejercicio que me gusta mucho y me sirve para practicar es derivar de otra historia. Se trata de escoger una historia conocida y escribir una nueva versión: por ejemplo, sacar un cuento de algún episodio mítico o bíblico, o escoger una escena de alguna obra famosa, o no tan famosa, pero que conozcamos bien, y contarla tal como nosotros la hubiéramos escrito (mejor no comparar después),incluso una historia entera ¿porqué no? Muchas obras están sacadas o inspiradas en historias ya conocidas, empezando por el Ulises de James Joyce (de la Odisea de Homero), hasta Heredarás la Tierra.
*Más cosas: escribir algo que nos importe menos, para descansar. Por ejemplo, a mí lo que me interesa es la prosa (cuento, novela corta) y es lo que más me preocupa. Pues para practicar, o cuando estoy atascada, me pongo a escribir poemas, que me salen mucho peor, pero no me importa tanto. Y,por lo menos, estoy escribiendo. También se pueden escribir imaginarios artículos periodísticos, colaboraciones del taller literario, hasta cartas al director de nuestro periódico... cualquier cosa que sea escribir y que no signifique tanto como lo que tenemos entre manos.
*También se puede sencillamente, descansar del todo. ¿No os pasa que muchas veces cuando estáis haciendo algo aburrido o repetitivo se os ocurre de repente una idea genial? Por lo visto es que cuando estamos llevando a cabo una tarea rutinaria y repetitiva (pero de ocio, se entiende) nuestro cerebro descansa, se relaja, y entonces aparece la maravillosa inspiración. A mí me ocurre cuando estoy caminando, yendo en el autobús o haciendo ejercicio. ¡Una vez se me ocurrió un cuento precioso mientras pelaba patatas! Ah, y una cosa más, que ya se me olvidaba.
*Cuando a mí se me ocurren más ideas y me entran más ganas de escribir es justo cuando acabo de leer algo que me ha impactado, incluso si es un libro que estoy leyendo por tercera o por cuarta vez.... De repente siento un ansia incontrolable por coger el ordenador y ponerme a escribir lo que sea, como sea y cuando sea.
*En esto, como en otras cosas, yo prefiero el enfoque tranquilo. Mi consejo es: primero, no tengais prisa. Guardad el bolígrafo o apagad el ordenador, y salid en busca del mundo real. Pasead, id a trabajar, mirad por la ventana, montad en metro... pero con los ojos muy abiertos. La próxima historia está oculta dentro de nosotros, pero la chispa que la inicie puede estar en cualquier recodo de los caminos.
*A veces la historia empieza por una frase, otras veces por un personaje, otras veces por un escenario. Leed y cread frases, mirad e imaginad personajes, mirad e inventad escenarios, y ya aparecerá. Después, seguid sin tener prisa. Por fin sentireis que estais listos para sentaros ante el papel en blanco o ante el ordenador. Bien, pues entonces, solo entonces, que nada se interponga en vuestro camino, y a por ello. Dejad salir las palabras, deprisa, que al final habrá tiempo para corregir, repasar, incluso reescribir completamente a veces, y, lo que me parece muy interesante, borrar todas esas palabras que, en una lectura sosegada, descubrimos que sobran.
Sobre la trama de una novela
John Gardner
Sólo el escritor que ha llegado a comprender lo difícil que es contar una historia de excepcional calidad -sin manipulaciones fáciles, sin romper su continuaidad, sin jactancia ni cohibición- está en condiciones de apreciar en su totalidad la "generosidad" de la ficción.
En la mejor ficción narrativa, la trama no es una sucesión de sorpresas, sino una sucesión cada vez más emocionante de descubrimientos, o de momentos de comprensión. Un o de los errores más habituales de los escritores noveles (de los que entienden que escribir novela es contar historias) es creer que la fuerza del relato radica en la información que se retiene, es decir, en que el escritor consiga tener al lector siempre en sus manos, para descargarle el golpe definitivo cuando menos se lo espera. La ficción avara es aquélla en la que el autor se niega a tratar al lector de igual a igual
Supongamos, por ejemplo, que el escritor ha decidido contar la historia de un hombre que se traslada a vivir a una casa que está al lado de la casa de su hija, una jovencita que no sabe que su nuevo vecino es su padre. El hombre -llamémosle Frank- no le dice a la muchacha -que podría llamarse Wanda- que es hija suya. Se hacen amigos y, a pesar de la diferencia de edad, ella comienza a sentirse atraída sexualmente por él.
Lo que el escritor necio o inexperto hace con esta idea es ocultarle al lector la relación padre-hija hasta el último momento, y al llegar a este punta salta y exclama: "¡Sorpresa!" Si el escritor cuenta la historia desde el punto de vista del padre y se guarda un detalle tan importante, no respeta el tradicional pacto lector-escritor, es decir, le hace una jugarreta al primero.
Por otro lado, si la historia está contada desde el punto de vista de la hija, el recurso es legítimo porque el lector sólo puede saber lo que la chica sabe. Lo que ocurre entonces, sin embargo, es que el escritor hace mal uso de la idea. En esta historia, la hija es simplemente una víctima, puesto que no conoce los hechos que le permitían optar por alternativas, a saber: afrontar sus sentimientos y tomar una decisión, bien aceptando el papel de hija, bien escogiendo violar el tabú del incesto.
Cuando el personaje central es un víctima, no quien actúa, sino sobre quién se actúa, no puede haber auténtica intriga. Es cierto que en la gran narrativa no siempre es fácil distinguir si el personaje central es al mismo tiempo agente. La institutriz de Otra vuelta de tuerca negaría rotundamente que está actuando en complicidad con las fuerzas del mal, pero poco a poco, con gran horror por nuestra parte, nos damos cuenta de que así es.(...)
En el análisis final, la verdadera intriga viene con el dilema moral y la valentía de tomar decisiones y actuar en consecuencia. La falsa intriga proviene de la sucesión absurda y accidental de los acontecimientos. El escritor más hábil o experto proporciona al lector, a su debido tiempo, la información necesaria para comprender la historia, con lo que éste, a medida que lee, en lugar de preguntarse "¿Qué les ocurrirá ahora a los personajes?" lo que se plantea es: "¿Qué hará Frank a continuación?¿Qué diría Wanda si Frank decidiera...?" y así sucesivamente.
Al entrar en la historia de esta forma, el lector siente auténtica intriga, o lo que es lo mismo, auténtico interés por los personajes. Toma parte activa, por secundaria que sea, en el desarrollo de la historia: especula, intenta prever, y como se le ha proporcionado información importante, está en situación de advertir el error si el autor extrae conclusiones falsas o poco convincentes, si fuerza el desarrollo en una dirección que no sería natural, o si atribuye a los personajes sentimientos que nadie tendría de hallarse en lugar de éstos.
(...)La moralidad de la historia de Frank y Wanda no reside en que éstos opten por no cometer incesto o decidan que sí lo cometerán. La buena narrativa no se ocupa de los códigos de conducta -o, en todo caso, lo hace indirectamente- El joven escritor que comprende porqué es más inteligente presentar el caso de Frank y Wanda como una historia de dilema, sufrimiento y necesidad de optar por una u otra alternativa está en situación de comprender la generosidad de la buena narrativa. El escritor inteligente, para conferir fuerza a su relato, confía en los personajes y en el argumento, y no en la treta de guardarse información, ni siquiera en hacerlo al final.
Dicho de otra manera, el escritor procede abiertamente, evoluciona en la cuerda floja, sin red. Y también es generoso en el sentido de que, a pesar de su dominio de las técnicas narrativas, sólo recurre a las que convienen a la historia: es, literalmente, servidor de ésta y no un doncel que utiliza la historia como mera excusa para alardear. Aunque esto no quiere decir que el escritor no conceda importancia a la realización. Las técnicas que emplea porque la historia lo exige las emplea con brillantez. Trabaja totalmente al servicio de la historia, pero con elegancia.
(...) La buena novela, tiene hondura intelectual y emotiva, lo cual significa que una historia cuya idea central sea estúpida, por brillantemente contada que esté, lo será igualmente. Tomemos un ejemplo sencillo. Un joven periodista descubre que su padre, que es el alcalde de la ciudad y que ha sido siempre un héroe para él, en secreto posee burdeles y sex-shops y practica la usura.¿Descubrirá el pastel el hijo? Sean cuales fueren sus actividades secretas, ha sido el padre de nuestro periodista quién le ha enseñado todos los valores que defiende, entre ellos la integridad, la valentía y la conciencia social. ¿Qué hará el periodista?
¿Y a quién le importa?Como planteamiento es una imbecilidad. Su primer error es que el conflicto que presenta (¿qué es más importante, la integridad o la lealtad personal?) carece de interés. Es tan obvio que la integridad personal se puede someter a las exigencias de un tipo más elevado de integridad, que no vale la pena hablar de ello. Y en el caso de esta historia hipotética, la vileza del padre es de tal calibre que sólo a un tonto le atormentará la duda de si debe o no anteponer la lealtad personal.
El error más grave de esta idea es que no empieza por el personaje, sino por la situación. El personaje es la vida de la novela. el ambiente existe sólo para que el personaje tenga un entorno en el que moverse, algo que ayude a definirlo. el argumento existe para que el personaje pueda descubrir algo de sí mismo, y, en el proceso, revelar al lector cómo es él realmente: el argumento obliga al personaje a decidir y a actuar, lo transforma de estética construcción en ser humano vivo que toma decisiones y paga las consecuencias u obtiene recompensas.(...)
En casi toda buena novela, la forma básica -casi ineludiblemente- de la trama es: un personaje central quiere algo, lo persigue a pesar de la oposición que encuentra (en la que, quizá, se incluyan sus propias dudas) y gana, pierde o se inhibe.
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