García Márquez dijo: "Yo creo que una novela que empieza contando que un señor se ha convertido en un insecto, está condenada al éxito". A mí me dejó muy sorprendido la afirmación, primero por su obviedad y, además, porque decía algo que es absolutamente cierto y con lo que estoy completamente de acuerdo. ¿Y por qué tendría éxito algo tan anormal? Porque eso es lo normal. Ésa es una de las respuestas que me doy. Me resultó muy iluminadora la frase de García Márquez, dicha con la sencillez con la que la dijo, porque lo que revelaba es que lo habitual es lo anormal. Si, por ejemplo, el terror gusta tanto en etapas infantiles o de adolescencia, es precisamente por la enorme carga simbólica que hay en lo anormal, porque debe de haber una especie de intuición de que lo anormal es lo normal. Cuando nos llega algo de esa naturaleza, reconocemos lo que seguramente es una de las condiciones fundamentales de la existencia: la anormalidad fundamental sobre la que está montada. Ese afán por lo anormal -que es lo que en definitiva tú señalabas-, tiene que ver con la capacidad de simbolizar o de reflejar lo que es la vida. Está muy bien dicho en la frase García Márquez. ¿Por qué está condenada al éxito una novela como La metamorfosis? Porque si fuera algo que está absolutamente fuera de nuestros códigos, no lo tendría; si tiene ese interés es porque eso debe de ser lo normal, y lo estamos tapando todo el día. Cuando surge algo donde eso no se tapa, es que alude a algo que nos concierne, y nos reconocemos en ello.
Escribir no es tanto una tarea de ir inventando cosas para ir añadiendo como de ir escuchando para que vayan surgiendo, como del fondo del óvulo fecundado va surgiendo el individuo; como una fuente que nace de sí misma, no a base de añadidos externos, sino a base de que no se entorpezca el desarrollo. Porque, claro, si a ese óvulo le metes la tijera y cortas por aquí y por allá, saldrá un niño con un brazo de menos, o con tres piernas. Y ése es, muchas veces, el problema por el que fracasa una novela, porque no has escuchado lo que había en esa idea que fue el punto de arranque y no has respetado, por tanto, las reglas de juego que tú has planteado. Por eso yo creo que un relato nunca se debe juzgar con leyes externas, sino desde las reglas de juego que el propio relato propone. En ese sentido, escribir no es más que escuchar lo que hay dentro, y no interferir el desarrollo. Y eso parece muy pasivo, pero es muy activo. En el momento en que uno escribe tres folios, ha lanzado una tela de araña de hilos invisibles; ahí hay una cantidad de información tremenda, la cuestión es ser capaz de oírla. Esta idea es la que quizá explique que a alguna gente le cueste creer que muchos relatos míos que parecen piezas de relojería, según dicen, no estén diseñados de antemano. Pero es que cuando diseñas de antemano no sirve para nada más que para violar luego ese esquema. Por otro lado, sería aburridísimo escribir una novela que tienes preparada, porque entonces ya me dirás qué quieres averiguar. Yo hablo de mi modo de trabajar, no digo que no haya otros. Y en ocasiones he llegado a momentos en que he dicho: esto no tiene continuación. La soledad era esto fue un caso. La novela se me acabó, y yo sabía -una parte de mí sabía- que no se había acabado. Hasta que me di cuenta de lo que pasaba. Me ha sucedido también con la novela nueva, en cierto modo. Y es curioso, también tiene dos partes. Todo esto conecta de nuevo con esa afirmación del personaje de El desorden de tu nombre que dice que tenemos que escribir sobre lo que no sabemos. Yo de esto tengo experiencia porque escribo mucho, y muchas cosas de encargo. Yo sé que redacto siete líneas sobre lo que sea y a partir de ahí el problema no es inventar, sino desarrollar lo que hay dentro. Claro, te tienes que sentar todos los días a trabajar, eso sí. Ésa es la parte de la disciplina. La solución está dentro, no está fuera. Cuando yo empiezo a escribir El desorden de tu nombre, por citar un ejemplo, yo no sabía que la mujer del psicoanalista era la mujer del parque. Yo eso no lo sé, yo eso lo averiguo en un momento determinado y digo: ¿pero cómo no me he dado cuenta? Y claro, el problema era que no había escuchado hasta entonces. Y es que -como planteo en el Prólogo a Relatos clínicos, un volumen que editó Siruela con los historiales clínicos de Freud- a lo mejor la literatura también consiste en parte en buscar la causalidad por debajo de la casualidad, en buscar las tramas que hay por debajo del azar, lo que hay de necesario por debajo de lo contingente. A mí una de las experiencias que más me maravillan es que, cuando escribo un artículo - y mis artículos tienen fama de que se cierran muy bien-, yo no sé cómo va a acabar. Pero sé que si escucho bien, lo cerraré bien; y si no escucho bien, pues no.
La corrección, cuantitativamente, es lo que lleva más tiempo. Lo que pasa es que eso lo podía calcular cuando escribía a mano, porque hacía tres borradores; pero ahora, con el ordenador, es más difícil de cuantificar.
. Me ha ocurrido a veces creer que tenía un cuento entre manos y, de repente, darme cuenta de que aquello era el germen de una novela. El cuento es el género literario que mejor se adecua a la definición de estructura, entendiendo como tal un conjunto de elementos interdependientes. Y, como interdependientes que son, no puedes modificar un elemento sin que toda la estructura se modifique. Un cuento sería eso, una estructura en ese sentido del término. Y si tocas un elemento y el resto de la estructura permanece impasible, es que ese elemento sobraba. Sin embargo, en una novela esto no es tan rígido, puede haber elementos prescindibles que estén ahí para aliviar si la tensión ha llegado a un punto excesivo y, sin embargo, el final está lejos todavía. En un cuento esto no es así, sobre todo en un determinado tipo de cuento, que es el que, en nuestra tradición, viene de Edgar Allan Poe. Danphort Ross dice que la teoría de Poe supone que todo conduce hacia un instante único: aquel en el que el efecto se produce y el lector siente la más plena satisfacción. En esta definición se condensa toda la poética de Poe respecto al cuento. Es la definición, si te fijas, de un orgasmo; y le viene muy bien al cuento, porque un cuento tiene el tamaño de un orgasmo. Un orgasmo del tamaño de una novela sería insoportable. Bueno, pues justamente eso es lo que tiene el cuento de diferencia con la novela. Todo lo que no contribuya a llegar bien hacia ese instante final está estorbando. Es cierto que es una definición que se adecua muy bien a la poética de Poe, y mucho al cuento circular que luego trabajan Borges o Cortázar, más bien a ese tipo de cuento. Pero bueno, está bien para ver que son ámbitos distintos. La actitud psicológica es muy diferente cuando uno empieza a escribir. Ahora, otra cosa es que uno empiece escribiendo un cuento y de repente perciba que eso va a tener más desarrollo. Pero son excepciones, uno no se equivoca todo el rato en eso. En un cuento está todo mucho más medido, todo es mucho más rápido. Un cuento tiene que tener un tiempo limitado, también, de escritura; se te pudre, si no. Depende, por otro lado, del cuento del que hablemos. Yo practico mucho el cuento breve. Otra cosa es el cuento de medio aliento, ése que tan bien trabajan los americanos, el cuento de cuarenta o cincuenta folios, que ya está en la frontera con la novela corta. Ése tiene otro proceso, seguramente.
Generalmente, el título es algo que se desprende de un modo natural a lo largo del proceso de escritura de una novela. Yo nunca lo he tenido antes. En los casos en que cuando llegas al final no tienes el título, yo siempre digo que es mala cosa, porque entonces tienes que ponerte a buscarlo y corres el peligro de que sea un título retórico.
Cuando los escritores dicen que el de la escritura es el espacio en el que se sientan más a gusto, ése es el espacio que da sentido a su vida, que les proporciona identidad. Y dices: hombre, si eso fuese cierto, estarían deseando ponerse a escribir todo el rato. Y la contradicción es que nos buscamos coartadas para no escribir todo el rato. Entonces, algo pasa ahí, excepto con los escritores compulsivos -que también los hay-, pero yo hablo del escritor que tiene una ambivalencia respecto a la escritura. Es decir, que
Por un lado es verdad que la escritura es donde más a gusto te encuentras y, por otro lado, estás deseando que aparezca una excusa para decir: hoy no, mañana. Y eso es curioso. De hecho, hay muchos escritores que no escriben. El escritor que no escribe es un caso con status, existe. Quizá porque uno prefiere no darse la oportunidad de fracasar. Y, claro, si no te das la oportunidad de fracasar, tampoco te das la oportunidad de tener éxito, en algo que es tan importante que prefieres no probar. No recuerdo quién decía, muy acertadamente, que por lo general la gente triunfa en lo segundo para lo que está más dotada, porque arriesgarse a fracasar en lo primero da demasiado vértigo. El modelo tendría que ser ése, romper la ambivalencia, de manera que lo que uno estuviera deseando todo el rato fuera escribir. Yo, sin haberla resuelto completamente, sí la he mejorado mucho; es una ambivalencia que hoy puedo decir -hoy, no sé mañana, porque esto va por rachas- que en estos momentos de mi vida está, al menos, controlada. En ese sentido, creo que la actividad periodística me ha ayudado muchísimo, porque esta actividad -sobre todo en el artículo breve- tiene mucho de bricolaje. Entonces, sin llegar a la compulsión de mi padre, en estos momentos ya me pongo menos obstáculos, cada día me pongo menos coartadas a la hora de escribir. Y eso me parece que es una conquista porque supone aceptar tu deseo, que es una de las cosas más difíciles que hay en la vida, aceptar como propio un deseo y, por lo tanto, desarrollarlo. Y jugártela.
Necesitas estímulos fuertes, no te puedes poner a escribir sin interés. Muchos escritores -no digo todos, pero por lo menos aquellos a los que más cercano me encuentro- tienen una cosa en común , y es que han sufrido una pérdida, una ruptura, una herida -real o imaginaria, es lo mismo- en una época remota. Y, en ese sentido, la escritura es como un tejido que intenta aproximar los dos bordes de la herida. En una época remota se produjo una pérdida, y el agujero que causó uno lo está intentando rellenar o suturar con la escritura, con la garantía de que nunca se va a cerrar la herida.
En cierto modo me parece una impostura seguir cobrando los derechos de obras mías antiguas, porque el que las escribió fue otro. Y es que la identidad del ser humano es sumamente frágil; tan frágil que quizá por eso necesitamos acentuarla con cosas tales como firmar un libro, tener honores o ser miembros de algún club. Todo ello desde la conciencia de que uno es un invento muy frágil.
El lector modelo es el más inquietante para mí. Quizá no es el lector más cómodo. Pienso en esa experiencia que todo escritor tiene en algún momento, cuando estás dando una conferencia en un lugar adonde no vas a volver en tu vida y, de repente, en el coloquio se levanta alguien y te hace esa pregunta que nadie más te va a hacer. Es muy raro, y al mismo tiempo hay un intercambio de miradas que produce mucha inquietud, porque es el doble. Y ése que es el lector ideal, es al mismo tiempo el lector que menos te interesa, claro, porque es inquietante, porque te conflictúa mucho y porque además, con frecuencia, es un loco. En ese sentido, ese lector ideal sería el doble que aparece, a veces. Pero, ya te digo, no es la persona con la que te irías al cine.
Quizá lo que ocurre es que Madrid permite eso, porque es una ciudad en gran medida inexistente. Yo siempre digo: si a ti se te ocurre escribir un artículo sobre Barcelona y dices que no existe, te la cargas, sin duda alguna. ¡Fíjate sobre Bilbao! Ahora, de Madrid puedes decir auténticas barbaridades porque no hay una conciencia de ser madrileño, ser de Madrid es no ser de ningún sitio. De manera que ha sido, yo creo, el propio espacio y el sentimiento que los propios madrileños tienen de sí mismos lo que me ha permitido convertirlo en un espacio mítico. Si hubiera sido un sitio más encorsetado -digamos nacionalista, por entendernos-, seguramente habría sido imposible.
la literatura es una batalla silenciosa en la que uno ha de ganar, o de perder, palmo a palmo, un territorio que no es suyo con armas que no le pertenecen Uno tiene que escribir -y, en ese caso, ése sería el objetivo de la literatura- sobre lo que no sabe, justamente, porque escribir de lo que uno sabe no tiene ningún interés. Y con herramientas que no le pertenecen pues porque el lenguaje es muy artificial y nunca llegas a dominarlo, nunca llegas a controlarlo. Tienes que estar pactando con él porque, seguramente, el texto literario es el resultado de la tensión entre lo que quieres decir tú y lo que quiere decir el lenguaje, entre lo que quieres decir y lo que eres capaz de decir, entre la tradición en la que te has incluido y la subjetividad que tú eres capaz de aportar a esa tradición. Y, en definitiva, son siempre materiales muy gaseosos todos.
Con la memoria pasa lo mismo: ella quiere decir una cosa y tú quieres que diga otra. Habitualmente creemos que la memoria sirve para descubrir cosas, y es mentira: la memoria sirve para encubrir. La memoria la heredamos, gran parte de las cosas que recordamos creyendo que son recuerdos propios son recuerdos ajenos que hemos incorporado como propios. Y todo eso hay que dinamitarlo, hay que trabajarlo para que sea significativo. Además, hay que romper la sintaxis en que la has recibido porque es una sintaxis poco significativa. También tienes que adoptar un acuerdo. Hablábamos antes de un pacto para no ser hablado; ahora se trata de otro para no ser recordado, para establecer una tensión entre lo que la memoria dice y lo que tú quieres que diga. Tal como viene dada, la memoria no sirve para nada. Tienes que estar hurgando, buscando mecanismos para romper sus propios circuitos, igual que tienes que romper los circuitos del lenguaje. Y cuando se consigue eso, la memoria se convierte en un material literario, es un material que tiene sentido, que tiene significado.
Yo creo que la literatura es un buen modo de relación con el mundo -es un modo posible, vamos, a mí me parece muy bueno-, ese punto intermedio en el que quizá no hay demasiada soledad pero no hay demasiado de lo otro, tampoco. Y, finalmente, pienso que ahí el acento se carga más en la soledad. Yo creo que, a medida que pasa el tiempo, soy menos sociable. Es curioso. Soy más sociable, por un lado, en el sentido de que manejo mejor una serie de recursos; pero, al mismo tiempo, tengo cierta tendencia a la retirada. Esto lo explicaba con una cita de la biografía de Einstein en el Prólogo a la Trilogía de la soledad, haciendo referencia a la gratificación en los mundos internos. A mí siempre me ha llamado mucho la atención cómo hay gente que se ha inventado el mundo desde situaciones de hermetismo. Es el caso de Stephen Hawking, que ha ideado un modelo cosmológico desde una silla de ruedas. Un hombre sin ninguna ventana a la realidad, prácticamente incomunicado, se ha inventado el mundo, y además parece que el suyo es el único modelo posible. Yo, por instinto, -incluso, a veces, a mi pesar- voy hacia ahí. Pero es que, por otra parte, hay muchos tipos de soledad. Existe la soledad como conquista, ésa que es absolutamente indispensable como fundamento de una identidad no enajenada. Yo creo que ésa es una soledad que hay que incorporar a la vida cotidiana, que uno tiene que tener ese espacio de soledad diario para poder saber quién es. ( Perdón : perdí la fuente)
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