jueves, 21 de abril de 2011

Cómo escribe Julio Cortazar

Cómo define hoy un buen estilo?

-Creo que una escritura lograda formalmente (y cuando está lograda en el plano formal, lo está en los otros) requiere no tanto la presencia como la ausencia de cosas inútiles y negativas.

Cuando yo corrijo, una vez en cien agrego algo, completo una frase que me parece insuficiente o agrego una frase porque veo que falta un puente. Las otras noventa y nueve veces corregir consiste en suprimir. Cualquiera que vea un borrador mío puede comprobarlo: muy pocos agregados y enormes supresiones.

Porque al escribir, especialmente como escribo yo, rápido y dejándome llevar, hay una tendencia a la repetición inútil, se escapan cosas (y, sobre todo, cuando se trabaja con máquina eléctrica). Hay que eliminarlas implacablemente.

Es así como se llega a tener eso que llaman un estilo. Para mí el estilo es una cierta tensión y esa tensión nace de que la escritura contiene exclusivamente lo necesario. Imagínese que la araña que hace de su tela un modelo de tensión, después le sacara unos flequitos de costado y los dejara colgar... La mala literatura está llena de flequitos. Es literatura con flecos.

-No obstante puede haber un buen estilo barroco.

-Es el eterno tema que tanto preocupa a Alejo Carpentier: la literatura latinoamericana como ejemplo de literatura barroca. Cuando se trata de algo bellamente barroco, como es el caso del propio Carpentier, perfecto; de acuerdo. Pero el falso barroco que va desde Argentina a Guatemala pasando por donde usted quiera, es sencillamente hojarasca repetitiva, una multiplicación de elementos que podrían suprimirse con gran beneficio de lo medular.

A veces eso que da impresión de barroquismo, donde el autor, como es típico de la arquitectura barroca, se mete en volutas por todos lados para llenar el espacio -el famoso miedo al espacio vacío- si se analiza un poco más de cerca resulta simplemente una falta de tensión, de disciplina en el trabajo.

-Ese aprendizaje suyo se hace en soledad o en compañía; en este caso ¿de quién?

-Está el caso de Jorge Luis Borges. El choque que me produjo a mí la escritura de Borges fue sin duda el más grande que yo había recibido hasta ese momento. Porque había tenido muchos choques pero eran siempre con escritores extranjeros, franceses, ingleses, que no tenían por qué repercutir en mi idioma.

Encontrar en la Argentina, en un momento en que se escribía bastante tupido, a la manera peninsular, a un hombre que ha pulido, que ha limado el lenguaje reduciéndolo casi al nivel de aforismo, de apotegmas, de frases -perdóneme la cursilería- lapidarias (en el caso cabe la palabra) era una experiencia que un joven escritor sensible tenía no solamente que recibir sino que aceptar y seguir.

Seguir sin imitar. Ese es el asunto. Eso es lo que hizo que a mí, por suerte, no me tocara ser un borgista. Porque usted ve lo que pasó con los que, en vez de seguir la lección del maestro, lo imitaron. El resultado fue una plaga de borgistas de los cuales nadie se acuerda hoy.

La gran lección de Borges no fue una lección temática, ni de contenidos, ni de mecánicas. Fue una lección de escritura. La actitud de un hombre que, frente a cada frase, ha pensado cuidadosamente, no qué adjetivo ponía, sino qué adjetivo sacaba. Cayendo después en cierto exceso que era el de poner un único adjetivo de tal manera que usted se caiga un poco de espaldas. Lo que a veces puede ser un defecto.

Pero, originalmente, la actitud de Borges frente a la página, es la actitud de un Mallarmé: de una severidad extrema frente a la escritura y de no dejar más que lo medular.

-Sus frecuentaciones de la literatura anglosajona deben haber influido también en esa formación de sobriedad, de rigor en la escritura.

-Sí, pienso que sí. Incluso una cierta literatura francesa.

-No la española, en todo caso.

-Cuando me hablan de eso siempre tengo vergüenza porque mi ignorancia de la literatura española es realmente enciclopédica. Conozco algunos clásicos pero estoy muy lejos de haber leído, de literatura española, lo que he leído de literatura francesa y anglosajona. Las razones son difíciles de encontrar, tanto como saber por qué a usted le gusta más el verde que el azul.

-Hay cierta retórica hispánica que no parece ir con sus gustos.

-Sí, pero tampoco hay que olvidar que en la literatura española hay escritores que han trabajado con una enorme economía de medios, aunque no abunden, es verdad. Pero, en fin, podría haberlos elegido.

En la Argentina había elegido a Borges. Pero en el momento en que Borges era el maestro del rigor estilístico usted abría La Nación o La Prensa y se encontraba con esos chorros de facundia española, con las interminables páginas de Azorín y de Julián Marías, y de toda esa gente, que llenaba y llenaba cuartillas, sin que se supiera realmente bien para qué.

Yo tenía, claro, un movimiento de espanto frente a esto y me echaba atrás.

Pero lo que no leí en prosa, lo leí en poesía. Siento un gran amor y les debo mucho, no sólo a los clásicos de la poesía española, sino a los poetas llamados "de la República", empezando por la llegada imperial de García Lorca a Buenos Aires, que provocó en todos nosotros un "lorquismo" desaforado.

Junto a él empecé a leer y me leí todo Salinas, Cernuda, Aleixandre, Guillén, Alberti y se me quedan otros. Toda esa generación extraordinaria de poetas que, cada uno a su manera, son muy económicos, no pueden ser acusados de frondosos. En conjunto son grandes poetas, un poco como los grandes poetas anglosajones -y no hago una comparación directa- porque hacen una poesía esencial, medular, tan lejos de la poesía romántica española del siglo anterior.

Paralelamente yo cumplía un trabajo similar con la poesía francesa. Nunca me interesó -la leí por razones históricas y por cariño- la poesía de Víctor Hugo, de Alfred de Musset, de Vigny (aunque sea el más moderado de todos) porque la encontraba excesivamente recargada. A la poesía francesa la empecé a leer de Beaudelaire en adelante. Es decir, una época en que se produce el mismo proceso que luego se dará en España, en el 36: una poesía de concisión, de esencia.

-No parece raro que toda esa formación de que me habla, sus opciones y preferencias literarias, lo hayan hecho desembocar bastante naturalmente en el cuento.

-Sí, creo que tiene razón. Me lleva por buen camino cuando dice eso. Justamente todo esto de que hemos hablado, y que yo nunca había hablado con nadie de esta forma un poco orquestal en que lo estamos haciendo, lleva al puente que usted acaba de tender.

Era bastante lógico que después de esa elección de economía y de rigor que yo practiqué porque estaba en mí practicarla, el cuento, como forma literaria, me llamara antes que cualquier otra forma, como la novela o el teatro. El cuento respondía efectivamente a ese tipo de literatura y de poesía que yo califico de económica.

-El aprendizaje del cuento ¿cómo lo hace?

-Nunca aprendí a escribir cuentos. Podría repetirle la "boutade" de Picasso (sin ninguna vanidad): "yo no busco, encuentro". Yo encontré al cuento.


CAPÍTULO II

-Usted comenzó a escribir y estuvo largos años, como diez, sin publicar. ¿Por qué?

-Por severidad; una autocrítica tremenda. Había publicado Los reyes de manera un poco clandestina y privada, y sólo tres años después apareció Bestiario.

Debo haber pecado de vanidad porque me había fijado una especie de techo, de nivel muy alto para empezar a publicar, y tenía suficiente sentido autocrítico como para leer lo que iba escribiendo y darme cuenta que estaba por debajo.

Yo quemé una novela de seiscientas páginas, por ejemplo. Que hoy lamento haber quemado porque sé que había cosas lindas en esa novela y me gustaría haberla conservado como documento personal, autobiográfico. Era una novela muy sentimental pero en las que había situaciones dramáticas y extremas, largas discusiones, que hoy quisiera saber cómo había solucionado. No me queda sino una idea muy general.

Que un muchacho joven, en las condiciones de los argentinos de esa época que se apresuraban demasiado a publicar, se niegue a hacerlo, es prueba o bien de una gran vanidad o de un gran rigor. Verdaderamente prefiero haber pecado de vanidad que de facilidad.

El día que consideré que había tocado ese plafond que yo mismo me había marcado, entregué los cuentos de Bestiario. Antes de Bestiario podría haber publicado dos libros de cuentos que se quedaron por ahí (cuentos que había escrito cuando era profesor en el campo, en Bolívar y en Chivilcoy), aquella novela inmensa, dos novelitas cortas, algunos ensayos, un montón de textos -y muchísimos poemas, pero ese es otro capítulo- y todo eso me negué a publicarlo.

-¿Qué le reprochaba a aquellos cuentos?

-Sus defectos de estructura; me quedaban flecos que no conseguía eliminar; había allí un romanticismo latente del que no podía librarme y del que no me libraré nunca, aunque hoy lo tenga más controlado y en mi juventud desbordara demasiado. Pero sigo siendo un sentimental y un romántico.

-Como creo que lo es el Oliveira de su Rayuela. Algo frecuente en América Latina, esto de ser romántico. No es algo malo en sí mismo, ¿qué cree usted?

-Le contestaría por la negativa: creo que el hecho de no ser romántico limita mucho una creación literaria; lo deja a uno frente a un mundo mucho más seco, mucho más esquemático. No ser romántico puede ser utilísimo para un ensayista, para un satírico, para un investigador de problemas literarios, no para un creador.

-Pero la frontera es muy sutil entre sentimiento y sensiblería.

-Y eso es lo que un joven que no tiene suficiente autocrítica, información, un olfato que le pueda indicar que algo no anda bien, puede pasarse por alto.

Yo sentía, sin saber muy bien por qué, que mis primeros cuentos no funcionaban y en vez de quedarme lamentándolo me parecía más lógico meterlos en un cajón o tirarlos.

Hasta que un buen día apareció un cuento que en mi opinión andaba, ese trajo otros -algunos que andaban, otros que no- y otros que en su mayoría comenzaron a andar. Fue cuando los di a la publicación.

-¿Cómo se le presenta hoy la idea de un cuento?

-Igual que hace cuarenta años; en eso no he cambiado un ápice. De pronto a mí me invade eso que yo llamo una "situación", es decir que yo sé que algo me va a dar un cuento.

Hace poco, en julio de este año, vi en Londres unos posters de Glenda Jackson -una actriz que amo mucho- y bruscamente tuve el título de un cuento: "Queremos tanto a Glenda Jackson". No tenía más que el título y al mismo tiempo el cuento ya estaba, yo sabía en líneas generales lo que iba a pasar y lo escribí inmediatamente después.

Cuando eso me cae encima y yo sé que voy a escribir un cuento tengo hoy, como tenía hace cuarenta años, el mismo temblor de alegría, como una especie de amor; la idea de que va a nacer una cosa que yo espero que va a estar bien.

-¿Qué concepto tiene del cuento?

-Muy severo: alguna vez lo he comparado con una esfera; es algo que tiene un ciclo perfecto e implacable; algo que empieza y termina satisfactoriamente como la esfera en que ninguna molécula puede estar fuera de sus límites precisos.

Un cuento puede mostrar una situación y tener un interés anecdótico pero para mí no es suficiente; la esfera tiene que cerrarse. Lo que no quiere decir que niegue la posibilidad de cuentos admirables -como algunos de Katherine Mansfield- que no responden a mi noción del cuento pero que me gustan mucho; simplemente yo no los hubiera escrito así.

-¿Qué distancias, qué diferencias hay entre aquellos primeros cuentos publicados y los últimos, este último sobre Glenda Jackson que acaba de escribir?

-Tengo la impresión de no haber avanzado un solo centímetro en materia de cuentos. Incluso este cuento sobre Glenda Jackson creo que responde al mecanismo de algunos cuentos muy tempranos míos. Más, le diría de un cuento inédito que nunca quise publicar porque me pareció demasiado mecánico. Y entre ese primer cuento y éste que he escrito ahora en Londres hay treinta y cinco años de distancia.

Esta es una afirmación que puede parecer vanidosa. Cualquiera puede deducir de ella que ya mis primeros cuentos eran los mejores que podía hacer.

No es exactamente eso: en algunos planos creo que que he ganado terreno. Como le decía, a partir de "El perseguidor" hay un avance en la persecución de lo humano, los personajes no son utilizados como marionetas con fines exclusivos de mecánica fantástica sino que viven una vida independiente y cuando hay un elemento fantástico ese elemento no se cumple a expensas de la humanidad de los personajes sino que incluso incide y entra en su humanidad.

Pero desde un punto de vista absoluto de ejecución de un cuento y de su mecanismo, creo que los primeros cuentos no son inferiores ni superiores al último que escribí.

-De todas maneras hay una evolución bastante evidente.

-Sí, pero si se quiere buscar una evolución a lo largo de la cincuentena de cuentos que llevo escritos, habría que buscarla en otro lado y no en la estructura global del cuento.

-¿Dónde?

-Quizás los cuentos posteriores tienen un contenido sicológico, una proyección humana, una complejidad más grande que los primeros.

En la primera serie de cuentos de Bestiario la complejidad es casi siempre de orden patológico. Son aberraciones, son excepciones a las reglas. Piense en "Circe", en "Bestiario", en "Cefalea", son cuentos donde lo fantástico se da en situaciones marginales de vida que sólo le pueden ocurrir a una persona en un millón.

En cambio en este último libro que acabo de publicar -Alguien que anda por ahí- creo que los personajes viven situaciones que, con algunas variantes lógicas, podrían ser vividas por mucha gente. Es decir, que la relación entre personajes y lectores -como eventuales protagonistas- es mayor ahora que al comienzo.

Y mis cuentos llamaron la atención al comienzo porque trataban casos marginales, un tanto aberrantes.

-Bueno, es una vena que usted no ha abandonado del todo...

-Es verdad. Hay un lado morboso en mi imaginación como cuentista. Eso lo sé. Es una cuestión que habría que estudiar sicoanalíticamente y que a mí, personalmente, se me escapa.

-Alguna vez me habló del efecto sicoterapéutico de alguno de sus cuentos; que, escribirlos le ayudó a curarse de ciertas fobias.

-Claro, es el caso de "Circe", por ejemplo. Yo tenía una pequeña neurosis, muy desagradable, que consistía en el temor de encontrar bichos en la comida y tenía que mirar cuidadosamente cada bocado antes de llevármelo a la boca, lo que le estropea a cualquiera un buen almuerzo y que además crea problemas de incomodidad personal muy grandes.

Escribí el cuento -y en eso soy formal: el cuento no fue escrito con la conciencia del problema- lo terminé, sin que se me cruzara por la cabeza que ese era un problema personal paralelo al mío. Me di cuenta del resultado porque después de escrito el cuento un buen día me encontré comiendo un puchero a la española sin mirar lo que comía y muy contento y entonces asocié las dos cosas y me di cuenta que había hecho una especie de autoterapia al volcar en el personaje más que morboso del cuento todo el asco, toda la mecánica de la presencia de los insectos en la comida.

-Se han hecho investigaciones sicoanalíticas sobre sus cuentos; hay una bibliografía abrumadora sobre el tema, ¿qué piensa usted?

-No conozco más que una parte de esa bibliografía y la parte que conozco creo que contiene investigaciones que a veces han sido hechas con mucho talento y mucha inteligencia.

Ha habido indagaciones sicoanalíticas de mis cuentos, tanto en la línea freudiana como en la línea jungiana y las dos son igualmente fascinantes. Sobre todo en la línea jungiana que me parece que se adapta mucho más al universo de la creación literaria.

Esos autores de tesis o de monografías han visto lo que al principio yo no veía; es decir, la repetición, la recurrencia de ciertos temas, la presencia de ciertas constantes.

-¿Por dónde empezamos?; ¿por el tema del doble? -aparece ya en un cuento tan temprano como "Lejana", de Bestiario; la volvemos a encontrar en "Los pasos en las huellas", de Octaedro.

-Sí, hay en mí una especie de obsesión del doble ¿Viene de la lectura temprana de Doctor Jekyll and Mister Hyde, de Stevenson, de "William Wilson", de Edgar Allan Poe, o toda la literatura alemana que está habitada por el tema del doble?

No creo que se trate de una influencia literaria. Cuando yo escribí ese cuento que usted cita, "Lejana", entre 1947 y 1950, estoy absolutamente seguro -y en ese sentido tengo buena memoria- esa noción de doble no era, en absoluto, una contaminación literaria. Era una vivencia.

El tema del doble aparece ya con toda su fuerza en ese cuento. Usted recordará que se trata de una "pituca" de Buenos Aires que por momentos tiene como una especie de visión de que ella no solamente está en Buenos Aires sino también en otro país muy lejano donde es todo lo contrario: una mujer pobre, una mendiga. Poco a poco se va trazando la idea de quién puede ser esa mujer y finalmente va a buscarla, la encuentra en un puente y se abrazan. Y es ahí que se produce el cambio en el interior del doble y la mendiga se va en el maravilloso cuerpo cubierto de pieles, mientras la "pituca" se queda en el puente como una mendiga harapienta.

El tema del doble es una de las constantes que se manifiesta en muchos momentos de mi obra, separados por períodos de muchos años. Está en "Una flor amarilla" -donde el personaje se encuentra con un niño que es él mismo en otra etapa- un cuento escrito veinte años después de "Lejana", está, como usted dice, en "Los pasos en las huellas" y, de alguna manera, está también en "La noche boca arriba".

Y está también en Rayuela. Quizás los casos más ilustres de dobles en su obra sean los de Oliveira/Traveler y La Maga/Talita.

-Aquí le voy a decir algo que no pretendo que nadie me crea porque al decirlo, doy la impresión de ser un perfecto estúpido -cosa que no me inquieta demasiado- y es que cuando terminé Rayuela no tenía la menor idea de que esa vivencia del doble existía en la novela. Es verdad que, hacia el final del libro, Oliveira lo llama doppelgänger a Traveler, siente que hay una especie de repetición: eso lo acepto. Pero de lo que no me di cuenta en absoluto -y después vinieron los lectores y los críticos a decírmelo- es que en la figura de Talita yo repetía a La Maga.

Cuando Oliveira regresa de París busca a La Maga en Montevideo y no la encuentra. Llega a Buenos Aires y encuentra a Traveler y a Talita y de ninguna manera ve a La Maga en Talita, como no se ve a sí mismo en Traveler. Pero en toda la larga serie de episodios del circo, de la vida en común que llevan, la escena del tablón, etc., es evidente que el tema está latiendo en el libro pero sin que yo me dé cuenta, sin ninguna premeditación.

La evidencia estalla al final y ya entonces ni Oliveira ni yo mismo podemos negarlo. Hay un momento dado en que esa otra pareja: Traveler/Talita se vuelven por un momento Oliveira/La Maga, vistos desde Oliveira, sin que lo sean en absoluto. Es decir que una vez más el tema del doble, con esos matices especiales, se da nuevamente.

-Si no se trata de una "contaminación literaria" ¿cómo explicar esa insistencia con que el doble se aparece en su obra?

-Jung podría hablar de una especie de arquetipo porque no se olvide que los dobles -no sé si explícitamente en el sistema de Jung pero, en todo caso en las cosmogonías, en las mitologías del mundo- el doble, los personajes dobles, los mellizos ilustres: Rómulo y Remo, Cástor y Pólux, los dioses dobles, son una de las constantes del espíritu humano como proyección del inconsciente convertida en mito, en leyenda.

Parecía que el hombre no se acepta como una unidad sino que, de alguna manera, tiene el sentimiento de que simultáneamente podría estar proyectado en otra entidad que él conoce o no conoce pero existe. Me pregunto -poniéndome a inventar un poco- si aquellas fantasías de Platón sobre los sexos no tienen también un poco que ver con esto. Platón se preguntaba por qué hay hombres y mujeres y sostenía que, originalmente había uno solo que era el andrógino, que luego se dividió en dos. El amor sería, simplemente, la nostalgia que tenemos todos de volver al andrógino. Cuando buscamos a una mujer estamos buscando a nuestro doble, queremos completar la figura original. Estos temas reaparecen en múltiples cosmogonías y mitologías, y siguen habitando en nosotros.

-Usted me decía que el doble, para usted, es una vivencia antes que nada. ¿Puede ponerme un caso?

-Una vez yo me desdoblé. Fue el horror más grande que he tenido en mi vida, y por suerte duró sólo algunos segundos. Un médico me había dado una droga experimental para las jaquecas -sufro jaquecas crónicas- derivada del ácido lisérgico, uno de los alucinógenos más fuertes. Comencé a tomar las pastillas y me sentí extraño pero pensé: "me tengo que habituar".

Un día de sol como el de hoy -lo fantástico sucede en condiciones muy comunes y normales- yo estaba caminando por la rue de Rennes y en un momento dado supe -sin animarme a mirar- que yo mismo estaba caminando a mi lado; algo de mi ojo debía ver alguna cosa porque yo, con una sensación de horror espantoso, sentía mi desdoblamiento físico. Al mismo tiempo razonaba muy lúcidamente: me metí en un bar, pedí un café doble amargo y me lo bebí de un golpe. Me quedé esperando y de pronto comprendí que ya podía mirar, que yo ya no estaba a mi lado.

El doble -al margen de esta anécdota- es una evidencia que he aceptado desde niño. Quizás a usted le va a divertir pero yo creo muy seriamente que Charles Baudelaire era el doble de Edgar Allan Poe. Y le puedo dar algunas pruebas, en la medida en que se puede dar pruebas de este tipo de cosas.

Primero hay una correspondencia temporal muy próxima, lo que no es muy importante pero de todas maneras tiene su sentido: porque no tiene mucha gracia imaginar que su doble haya sido un ateniense del Siglo IV, ¿verdad? Lo que le da calidad dramática a la a situación es que su doble esté ahora en Londres o en Río de Janeiro.

Baudelaire se obsesionó bruscamente con los cuentos de Poe a tal punto que la famosa traducción que hizo fue un tour de force extraordinario, ya que no era nada fuerte en inglés y en la época no había diccionarios con modismos norteamericanos.

Sin embargo Baudelaire, con una intuición maravillosa, jamás falla. Incluso cuando se equivoca en el sentido literal, acierta en el sentido intuitivo; hay como un contacto telepático por encima y por debajo del idioma. Y todo esto lo he podido comprobar porque cuando traduje a Poe al español siempre tuve a mano la traducción de Baudelaire.

Pero hay más: si usted toma las fotos más conocidas de Poe y de Baudelaire y las pone juntas, notará el increíble parecido físico que tienen; si elimina el bigote de Poe, los dos tenían, además, los ojos asimétricos, uno más alto que otro.

Y además: una coincidencia sicológica acentuadísima, el mismo culto necrofílico, los mismos problemas sexuales, la misma actitud ante la vida, la misma inmensa calidad de poeta.

Es inquietante y fascinante pero yo creo -y muy seriamente, le repito- que Poe y Baudelaire eran un mismo escritor desdoblado en dos personas.

-Además de éste del doble, los investigadores ven otros temas, recurrentes en su obra: por ejemplo, el del incesto. Aparece en "Bestiario", el cuento que le da titulo al libro.

-Sí, y otro ejemplo sería "Casa tomada" donde está bastante explícitamente dicho. Se trata de dos hermanos pero en alguna parte se dice "ese simple matrimonio de hermanos", imagen que tiene bastante que ver con la relación que viven.

-Irene, la hermana, ha cortado toda relación con sus pretendientes.

-Los dos se han encerrado en la casa y viven dos vidas de solterones. No es un incesto consumado ni mucho menos pero existe una relación ambigua entre los dos hermanos; eso es evidente.

En el curso de la escritura salió esa noción de "matrimonio de hermanos" que me sorprendió al releerla pero que dejé porque me pareció perfectamente lógica dentro de la estructura del cuento.

La recurrencia del tema del incesto -otro arquetipo, digamos-, se nota sobre todo en la primera serie de mis cuentos. Otra vez aquí he sido totalmente inconsciente de lo que escribía. Después, cuando alguien hizo la reseña, la comparación de una serie de cuentos, vi aparecer la noción de lo incestuoso de manera más o menos explícita.

Eso me permitió, me obligó a mirar más de cerca en mí mismo, y me hizo ver hasta qué punto tengo personalmente un complejo incestuoso que encontró su camino, en forma de exorcismo, en muchos de esos cuentos.


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1 comentario:

Martha Alicia Lombardelli dijo...

He pasado momentos de placer leyendo a Julio Cortázar y está en la lista de mis autores recomendables.
Pero al margen de eso, reconozco cierto tufillo discriminatorio hacia lo español en esto que acabo de leer; y también en algunos de sus cuentos: "La casa tomada" y "Las puertas del cielo", cuando habla de las morochas de olor en sus axilas que han venido del interior del país y se preparan para ir a bailar los sábados por las noches. Me remite demasiado a los que en una época se conocían como los "cabecitas negras" o el aluvión zoológico que invadió la Capital de Buenos Aires.